Capítulo 2: Sin luz
Segundo capítulo de la novela corta "Sole y el marchitar de las rosas", que narra acontecimientos justamente posteriores a "Las rosas de Abril".
3/12/20247 min read
La tarde de mi numerito en aquella terraza de Sevilla Este, perdí varias cosas: el orgullo, la dignidad, a un ex con el que podría haber mantenido una relación cordial y a una amiga. La guerra templada que manteníamos Patri y yo estalló en una encarnizada batalla que agregó otra pérdida a mi lista.
Después de la disputa y el drama que monté, mis amigas decidieron llevarme a casa, pese a las protestas de Patri. Resultó que, mientras yo lloraba entre coche y coche en la acera de enfrente, su folliamigo había llegado al local donde tenía lugar el concierto. A ella apenas le dio tiempo a saludarlo cuando Sara le anunció que nos íbamos. Así que, ya de vuelta en coche, me lanzó algunos pildorazos que a mí, con el mal cuerpo que ya llevaba, me sentaron fatal.
—Es que no entiendo por qué nos teníamos que ir. ¡Siempre hay que hacer lo que ella quiera! Vosotras os queríais quedar, ¿no? ¡Podría haber cogido un taxi! —exclamó, fastidiada.
—Yo tenía el rollo cortado, la verdad —dijo Sara.
—¿Por qué no te has quedado tú allí? ¿Quién te lo ha impedido? —pregunté, cabreada.
—Sí, claro. ¿Pretendías que me quedara sola?
—No. Te podrías haber quedado con el feo ese que te gusta. ¡Ah, no! Que pasa de ti —agregué, mordaz.
—¿Qué sabrás tú lo que yo hablo con él, niñata? El que sí pasa de ti es Arturo, como ha podido ver media Sevilla esta tarde. Y no me extraña, porque claro, tanto que te palmea la chirla, que le has puesto los cuernos, al pobre chaval.
Estaba tan furiosa que no pude contenerme. Desde el asiento de atrás del coche de Sara, que conducía, alargué la mano hasta el del copiloto para agarrar un mechón del pelo de Patri, del que tiré con fuerza.
—¡Eh, eh, eh! ¡Sole, por Dios, suéltala! —gritó Ro, agarrando mi mano para evitar que siguiera tirando.
—¡Ah, ah! ¿Pero qué haces, zorra? ¡Me cago en tu puta madre, guarra de mierda! —exclamó Patri, aumentando mi ira e intentando girarse y sortear los brazos de Ro para emplear la violencia conmigo.
—¡Tía, Sara, para el coche, que estas dos se matan! —pidió Ro, desesperada.
Sara obedeció, nerviosa, y detuvo el coche junto al centro comercial Los Arcos, justo por donde íbamos. Patri se bajó hecha una furia y vino corriendo hasta mi puerta, pero Sara estuvo rápida y accionó los seguros. Estuvo propinando golpes en el cristal mientras yo le gritaba desde dentro toda clase de insultos y le hacía cortes de manga y otros gestos desagradables. Sara y Ro intentaban tranquilizarnos sin éxito, hasta que ella, furiosa y llorando, se dio la vuelta y se alejó. Fue entonces cuando Sara desbloqueó los seguros y pidió a Ro que fuera tras ella. Después, sin hablar, mi amiga me llevó a casa.
Antes de bajarme del coche, Sara me dijo:
—Os habéis pasado las dos. No quiero machacarte más, Sole, de verdad, pero espero que reflexiones.
—No pienso hablarle más nunca —afirmé, tajante, y cerré la puerta del coche sin dar tiempo a Sara a responder.
Me hubiera sentido culpable por usar la violencia así contra una amiga, más aún cuando tocara contárselo a Lola y a Sofi. Sabía lo que me dirían ambas. Pero, aquella noche, ya en casa, Patri me mandó un testamento vía WhatsApp en el que me maldecía a mí y a todas mis castas, prácticamente. La tía se despachó a gusto y me dijo todo lo que parecía que llevaba años guardándose: que era una zorra, que era incapaz de ponerme en el lugar de nadie, que era egoísta, caprichosa, envidiosa y carecía de todo mérito en la vida. Porque, pese a la mierda de persona que era, había tenido la suerte de nacer en una familia que me lo había puesto todo bandeja como para que yo pudiera tocarme el coño tranquilamente, que era lo que hacía. Justo después de enviarme todo aquello, se salió de grupo de WhatsApp de las amigas, llamado “Asuca”, y me bloqueó. Ni siquiera me dio derecho a réplica.
No volvimos a hablar. Patri quedó con Sara y Ro en algunas ocasiones después de aquella discusión, pero, como creía que Lola y Sofi la harían sentir en minoría, se alejó de nosotras y comenzó a salir con otra gente. La vi una tarde de compras en Nervión Plaza, pero ambas nos hicimos las tontas. Lo cierto es que nuestra poca conexión anterior y las cosas que me escribió me sirvieron para no cargarme más culpa. Era una amistad que debía terminar y terminó.
Pese a ello, estaba tan hundida con todo lo que había pasado que me sentía incapaz de ver la luz al final del túnel. Iba de casa al trabajo, al gimnasio y otra vez a casa, pero las noches eran horribles. En lugar de ocuparme de mí y de lo que estaba sintiendo, erigí a otra persona como la culpable de todas mis desdichas: Nando. Os acordáis de él, ¿no? El jefe de los vigilantes de seguridad del hotel y la persona con la que le puse los cuernos a Arturo. Fue su culpa. Él se aprovechó de mí, me embaucó cuando yo había bebido y me insistió asegurando que mi por entonces novio jamás se enteraría de nada de lo que hiciéramos.
El martes siguiente a mi numerazo en Sevilla Este, al tío le dio por aparecer por las oficinas del hotel, donde yo trabajaba junto a otras compañeras. Lo hacían todos los trabajadores, en realidad, porque había una amplia zona común en la misma planta por la que se dejaban caer. Pasó por delante de nuestra puerta y nos dedicó un saludo general. Yo lo miré fugazmente y no le devolví el saludo, pero el cabrón vino a hablar con Estela, mi compañera administrativa, a cuenta de no sé qué de su nómina.
Cogí el móvil, un par de folios y un bolígrafo, y me levanté para meterme en la oficina de Lola. Mi hermana tenía la puerta cerrada en aquel momento, pero me tomé la libertad de entrar sin llamar. Hablaba por teléfono y, al verme, frunció el ceño, extrañada. Yo no le dije nada, solo me senté en la moqueta e intenté adelantar tarea con el pobre material que me había traído, a la espera de que Nando se fuera a tomar por culo.
—Sí, sí, claro… Bueno, anda, son cosas que pasan… No, nada, no hay que disculparse… Sí, sí, en cuanto esté, me lo envías y le echo un vistazo…
Lola hablaba con alguien, probablemente un proveedor. Se despidió segundos después, colgó el teléfono y me preguntó:
—Sole, ¿qué haces aquí?
—Nada, es que... en la oficina hay mucho ruido y no puedo trabajar bien.
Mi hermana, como buena jefa, salió de su oficina para comprobarlo e intentar atajar el supuesto problema. Pero ni siquiera le hizo falta atravesar el dintel de la puerta, porque vio a Nando y supo de inmediato porque me había escondido en su oficina.
Volvió a su asiento, se sentó y me pidió que ocupara la silla que tenía frente al escritorio.
—Acabo de tomar dos decisiones.
La miré, a la espera de que prosiguiera.
—La primera: voy a cambiar la ubicación de la sala común. Es algo que llevo mucho meditando. No tiene sentido que esté aquí y que haya todo el día personal de aquí para allá. Será mejor que esté abajo, ya la ubicaremos.
Sonreí. Aunque lo que decía mi hermana era cierto, sabía que me quería evitar la posibilidad de encontrarme regularmente con Nando.
—¿Y qué otra cosa has decidido? —pregunté.
—Nos vamos de viaje las cuatro: Sofi, Lara, tú y yo. Ya está bien. No podéis quedaros en el pozo por más tiempo.
No era consciente de cuánto necesitaba oír aquellas palabras. La propuesta de Lola me hizo feliz por la perspectiva de estar con Sofi y Lara, a quienes hacía semanas que no veía. Por compartir tiempo con ellas, cambiar de aires y pasarlo bien. Era perfecto.
—¿Lo dices en serio? —pregunté, con ilusión.
—Sí. De hecho, voy a llamar a Leo ahora mismo para que me dé luz verde.
Lola, eficiente, se puso manos a la obra. Llamó a Leo, el jefe de prensa y mejor amigo de Lara. Él le dijo que le parecía una idea brillante, que a mi prima le haría mucho bien para combatir su mal de amores y que él mismo se podía ocupar de despejar su agenda. Llamó a Sofi, que puso la excusa de no poder saltarse ni una sola clase, que caían incluso en sábado. Mi hermana contraatacó proponiendo Madrid como destino, así que no tuvo más que aceptar. La última a la que había que convencer era a Lara, que no aceptaría tan fácilmente.
Un par de horas después, cuando Leo escribió a Lola para decirle que estaba todo atado, volví a entrar en la oficina de mi hermana para llamar a Lara.
—Ponlo en manos libres —le pedí.
Lara descolgó tras un par de tonos. Sabíamos que, a esas horas, acababa de terminar su sesión de entrenamiento en la pista y se estaría dirigiendo a las duchas o al gimnasio. Mi prima, obstinada, no nos lo puso fácil.
—Chicas, yo no puedo perder días de entrenamiento —dijo.
—¡Venga ya, entrenamiento ni entrenamiento! Sabemos que no das pie con bola últimamente. Y no lo harás mientras no vayas al punto de dolor —espeté, contundente. —Nos vendrá bien a las dos. ¿No harías eso por tu primuchi?
—Lara, he hablado con Leo. Está todo arreglado, no tienes de qué preocuparte. Solo serán un par de días, ¡ni eso! De viernes por la tarde a domingo por la mañana —añadió Lola para terminar de convencerla.
Al otro lado del teléfono, Lara suspiró.
—Bueno, vaaaaale. Dos días, ¿eh?
—¡Sííííí! —celebré.
Tras colgar, mi hermana llamó a Javi, mi primo, que era el responsable de marketing del hotel y trabajaba en la oficina en aquel momento, ajeno a nuestras maquinaciones. Nos vio a las dos allí, a mí, para variar, sonriendo y sin la cara mustia que había lucido las últimas semanas. Inteligente como es, no le costó adivinar:
—¿Qué? Otra salidita de las vuestras y a mí me toca pringar, ¿no? —dijo, con una sonrisa condescendiente.
—Será de viernes a domingo solo. Tenemos que sacar a estas dos del pozo —explicó Lola, refiriéndose a Lara y a mí.
—Secundo la moción y me hago cargo. Espero que os llevéis a mi hermana a donde sea que vayáis, porque anda rara de cojones —pidió mi primo.
—Descuida, vamos justo donde ella está —aclaró Lola.
Poco más de una semana después, poníamos rumbo a la capital para hacer terapia conjunta.

