Como cerrojo de castillo

Don Emiliano abandona un día más su puesto de trabajo, consumido por la pesadez y el aburrimiento crónico. Pero ese día no es como los demás. Se acaba de cruzar con la mujer más hermosa que ha visto en su vida, y su impulso es cortejarla. Entre un “sí” o un “no”, no esperaba aquel final impredecible…

10/14/20246 min read

Don Emiliano sale del edificio a la hora habitual, tras otra ardua jornada de trabajo administrativo. “Ay de mí, si la divina Providencia me hubiera colmado de bienes, no andaría día tras día sobre las lindes del infierno, lidiando con los trámites burocráticos de cualquier hijo de vecino”.

Camina apesadumbrado por el soportal, sintiendo todo el peso del tedio y la resignación. Allá donde odia ir, habrá de volver mañana y cada día de su vida durante los próximos 30 años. El hombre suspira y se recoloca su sombrero de copa, pero algo llama su atención e interrumpe pensamientos que cabalgan como carruaje.

Es una mujer. Joven, al parecer, y Don Emiliano está seguro de que no ha visto una belleza tan sublime hasta el momento. El elegante vestido de muselina de color crema apenas deja ver una piel de tono marfil y, si bien solo permite intuir la forma de sus caderas, se ciñe con gracia a un busto armonioso y fecundo que sugiere sin revelar. Solo un rizo rubio o dos se dejan asomar bajo la capota, conjuntada impecablemente con guantes, bolso y vestido. Los claros en el atuendo y en la piel contrastan con unas mejillas rosadas y labios rojos como el carmín que, en aquel instante, perfilan una sonrisa enigmática bajo una mirada distraída a ninguna parte.

—Buenos días, señorita —dice el funcionario, quitándose brevemente el sombrero.

—Buenos días nos dé Dios, caballero.

—¿Qué la trae a usted por estos lares tan sola? Trabajo en esta misma administración, puedo ayudarla si lo desea.

—Le agradezco su amabilidad, caballero, pero no hay necesidad de que se moleste usted.

La joven se ha expresado con suma claridad, pero es su sonrisa leve la que obliga a Don Emiliano a decir:

—He de insistir, señorita. Este no es sitio para que una dama de tan buen porte ande sola, y menos a estas horas.

—Le vuelvo a agradecer su gentileza, caballero, pero voy a la iglesia, a solo un paseo, y Dios, nuestro señor, me protege en el camino.

—¡No se diga más! También yo me dirijo a la casa de nuestro Señor.

Don Emiliano camina cerca de la joven, por delante, pero no junto a ella. Dios sabe las habladurías que podría despertar entre jefes y compañeros si alguien lo sorprendiera intentando cortejar a una dama de tan buen parecer.

Vuelve la vista a veces para recrearse fugazmente en su belleza y en su gesto indescifrable. Ella, con la virtud que se asume a las damas de su talla, retira la mirada de inmediato y sonríe con timidez, a la par que se arrebolan sus mejillas.

Al llegar a la iglesia, ella se despide:

—Tiene usted la gentileza de un siervo abnegado de Dios, mi señor. Le agradezco las molestias que ha querido tomarse.

—Servir a nuestro Señor es tarea de buen cristiano, señorita. Vengo mucho a esta iglesia, ¿sabe usted? Las oraciones al Padre me alivian de esos asuntos que siempre me llevan a mal traer.

La joven vuelve a sonreír con timidez y discreción. Acto seguido, enfila los escalones del templo y atraviesa la puerta sin añadir nada más. Don Emiliano considera más oportuno que nunca elevar algunas plegarias porque, al observarla caminar de espaldas, emite algún improperio involuntario que sabe que Dios ha oído. “Válgame el señor, ¡qué voluptuosidad!”.

No hay un alma con aliento en el templo en aquellas horas intempestivas en las que aprieta el calor de verano. Don Emiliano observa a la joven de rodillas sobre el reclinatorio de una de las bancas. Los ecos de sus pisadas resuenan en el silencio cuando se dirige hacia donde está ella y la madera cruje cuando se sienta a su espalda, justo en la banca de detrás. Pero ella, cabizbaja y con los codos apoyados, continúa su oración sin inmutarse.

Cuando unos segundos después la joven se sienta, Don Emiliano percibe brevemente un olor a almizcle. Imagina a la dama ante el tocador, impregnando ese cuello largo y estilizado de piel delicada que se queda mirando. Sentado en la banca, inclina el torso brevemente para empaparse de la fragancia y susurra:

—No me ha dicho usted su nombre, señorita.

—Me llamo Ángela —contesta ella, también con la quietud propia de un sitio sagrado como aquel.

—Déjeme decirle que le viene a usted ese nombre como anillo al dedo. Es usted tan adorable como uno de esos querubines que adornan el retablo.

Ángela no dice nada y, un momento después, se levanta en dirección a la salida. Don Emiliano espera un tiempo prudencial para no parecer descortés y, después, la persigue hacia una de las naves laterales en cuya dirección ha marchado la dama, que ahora enciende velas en la capilla de San Antonio.

—Perdone mi indiscreción, señorita, pero, ¿no dicen que San Antonio es el patrón de los novios?

—Eso dicen, mi señor.

—¿Es que se encuentra usted buscando pareja?

La joven no contesta. Si Don Emiliano no se ha ofrecido ya para el papel de novio es por no invadir la intimidad de la dama, y no porque, desde hace un año, esté prometido con Rosita, la hija del boticario. La aparente indiferencia de la joven lo exaspera.

—Tiene usted que decirme por qué una dama de su belleza y categoría no goza aún de la atención de un varón a su altura.

—Las mujeres como yo no gozamos de esa clase de privilegios, mi señor.

—¿Qué quiere decir, señorita?

Pero Ángela no responde. Perdida la paciencia con sus respuestas crípticas y su falta de atención, Don Emiliano, a quien la creciente agitación le ha dejado la frente perlada de sudor, olvida todo decoro, sujeta el brazo de la joven y la hace girar para que lo mire.

—¿Qué quiere decir?

Ángela lo observa con los ojos muy abiertos y un sutil gesto de aprehensión, así que Don Emiliano la suelta y se disculpa de inmediato. Sin decir nada, la joven se da la vuelta y camina a lo largo de la nave en dirección a la salida, otra vez para exasperación del funcionario, que vuelve a ir tras ella.

—Siento haberla molestado, señorita, discúlpeme. Mi comportamiento es indigno e impropio de un buen cristiano.

De manera sorpresiva y con decisión, Ángela tira del brazo de Don Emiliano y lo arrastra hasta el interior de una capilla oculta tras una tela, que está siendo remodelada esos días.

—¡Pero por todos los Santos, señorita! ¿Qué hace usted?

—Le voy a enseñar a vuestra merced qué significa ser una mujer como yo.

Antes de que pueda pestañear, Ángela se desprende de la capota y deja caer en cascada una larga melena rubia y rizada. Con pasmosa facilidad, como si lo hiciera a diario, se retira también el vestido y deja a la vista el corsé de encaje que realza su busto redondo y excelso. No lleva nada más. Solo una mata de pelo negro recubre su virtud.

Ahora Don Emiliano está asustado.

—Usted no es una señorita.

La joven sonríe y, lentamente, con una sutileza que resulta pícara, tira de las cuerdas de su corsé y se retira la prenda para quedar como Dios la trajo al mundo, a excepción de los zapatos. Don Emiliano solo vuelve en sí cuando la joven desliza un dedo por su exquisito pezón rosado, mientras lo mira como si pudiera ver tras su ropa y se muerde el labio inferior.

—Por vida mía, ¡una mujer desnuda en la casa del Señor!

Ángela se arrodilla frente a él.

—Perdóneme, padre, porque he pecado.

Enseguida, comienza a desabrochar sus pantalones y sus calzones con una pericia impropia de las mujeres de bien, que solo se ocupan de ellos para el lavado.

—¡Qué sacrilegio! ¡En la casa de Dios, en la casa de Dios!

—Baje vuestra merced la voz, que ya sabe que las plegarias se hacen en silencio.

Entre los improperios, Don Emiliano apenas es consciente de que, a petición de Ángela, que lo guía, se acaba de sentar en el suelo con sus vergüenzas al aire.

—La lleva usted como cerrojo de castillo, señor.

—Pero, ¡qué mujerzuela tan descarada! ¡Qué mujer… oh!

La joven se acaba de sentar sobre él y ahora lo monta como jinete. El movimiento de sus caderas es tan parsimonioso unas veces, tan brioso otras, que Don Emiliano tiene robada la vista y el habla. Ciego momentáneamente, sabe que es una fuerza maligna la que lo ha poseído y ha alzado sus manos para agarrar los pechos de Ángela, que tratan de soltarse en cada subir y bajar de ella.

—Ay de mí. ¡Ay de mí!

Ha notado Don Emiliano la culminación como un breve vislumbrar del Paraíso desde una puerta lejana. Pero ahora, vuelto en sí, se siente consumido por la culpa del pecado.

—La tomé por una señorita y no es usted más que una ramera de lo más bajo, una embaucadora, un súcubo, una hija de Satanás.

—En la plaza de la Cebada me encontrará cuando guste. Pregunte por Ángela la Suelta. Y, por cierto, me debe usted tres reales.