Deja de posponer, es hora de meter
Cualquiera diría que Bea y Jorge se comían vivos hace solo un año y medio, viendo la sequía que arrastran. La rutina es dura. Pero, afortunadamente, ellos han encontrado la fórmula que les asegura un polvazo a la semana, como mínimo.
RELATOS
5/22/20244 min read
Se conocieron en el hospital, en plena pandemia. La madre de Bea ingresó antes de que decretaran el confinamiento, por una dolencia estomacal. Luego se contagió de covid y, ya sin la compañía regular de su hija, que no podía salir de casa, pasó días y noches enteras en el hospital. Por suerte para ellas, Jorge se había fijado en Bea desde la primera vez que la vio. Era el médico especialista que estaba atendiendo a su madre. Le pareció que la chica era portadora de una elegancia relajada, sin intención ni exceso. Y no supo decidir entre si le gustaba más su gesto de atención al diagnóstico o su sonrisa amable de agradecimiento.
Intercambiaron los teléfonos para que Bea pudiera tener información de primera mano sobre el estado de su madre que, en total, pasó 17 días en el hospital. Hablaban a diario. Para cuando Dolores recibió el alta, su hija y su médico ya habían traspasado las cuestiones exclusivamente técnicas. Incluso más, porque, aprovechando que vivían a solo dos manzanas, habían quedado en un súper cercano para hacer la compra al mismo tiempo. Su primera cita fue así, en el pasillo de congelados, a la luz de los flourescentes, con mascarilla y distancia social. Fue un confinamiento mucho más dulce del que pasaron amigos y vecinos aquellos días.
Jorge no olvida la primera cita normal con Bea, con el test de antígenos previo de rigor. Propuso un restaurante japonés que ella no conocía y, aunque le encantó, lo mejor vino después. Llevaban semanas hablándose y viéndose en aquel delirante estado, tan excepcional, pero la prudencia y la responsabilidad profesional les habían impedido ir más allá. Aquella noche fue de primera veces.
Tan pillados estaban que, una vez que pudieron, aprovecharon cualquier ocasión para estar juntos, como si tuvieran un tiempo precioso que recuperar y con el propósito de vivir al máximo en tiempos tan inciertos. Bea recuerda una de aquellas veces en la que se presentó en su casa para salir a cenar, a la hora acordada. Se encendieron con el primer pico y casi no les dio tiempo de llamar para cancelar la reserva, porque habían encontrado platos mejores que degustar.
Jorge introdujo sus manos bajo la blusa para recrearse en la curva de su cintura. Nunca esperaba más que unos primeros besos para palpar piel, de inicio, en zona neutra. Bea ya sentía cómo su sexo se esponjaba, húmedo y caliente, cuando él subió las manos a su espalda para desabrocharle el sujetador. Él se lo tomaba como un rescate: “No entiendo por qué usáis ese instrumento de tortura, en serio”.
Aquella tarde no llegaron a la habitación. Se quedaron en el sofá del salón, con el ruido y los cambios de luz de la televisión de fondo. Jorge nunca se encajaba en ella antes de recrearse en su sexo exquisito, ni siquiera cuando ella lo pedía:
—Jorge, por favor. Fóllame.
—Todavía no.
La lengua y los dedos de Jorge la hacían vibrar de placer, lo que aumentaba su impaciencia. Pero él volvía a negarle la fusión, incrementando así sus ansias, convirtiendo aquel juego en una dulce tortura que luego daba paso a una fuerte explosión. A los dos les gustaba volar lejos.
Año y medio ha pasado desde la primera vez, y Bea aún lo recuerda con cariño. La relación prosperó y, un día en el que quedaron en su casa, ella ya no volvió a marcharse a la suya. Pero ha comprobado que la convivencia, lejos de aumentar la frecuencia, aplaca ese instinto salvaje. Ha dado paso a una rutina que, sin voluntad de mantener la chispa, puede volver la relación monótona y extenuante.
Por etapas les cuesta sacar tiempo entre jornadas maratonianas de hospital él, y entre la oficina donde tiene la agencia de marketing digital ella. Un sábado por la tarde, Bea estaba planificando contenidos para la semana siguiente, cuando él apareció por la oficina que ambos comparten a ratos en casa.
—Cariño, llevamos días sin catarnos. Te tengo ganas.
Ella, que estaba enfrascadísima en el diseño de un post que la traía de cabeza, le dijo:
—A las 22 h, ¿vale?
Desde entonces, se ha convertido en costumbre que agenden el sexo. Así se aseguran que, al menos, un polvo a la semana cae. Que no son los varios de hace un año y medio, incluso en el mismo día, pero es mejor que nada. Uno, mínimo. Si luego caen más, mejor.
Bea se ha comido mucho la cabeza pensando en lo triste que es tener que planificar el sexo después de solo un año y medio de relación, pero decidió darse tregua cuando constató los beneficios. Los días que toca, ella se activa. Se pasa el día pensando en los labios de Jorge, en cómo la toca mientras la besa y en el brillo que desprenden sus ojos cuando la mira con intensidad. También en su cabeza sobresaliendo de entre sus muslos cuando se afana en darle placer oral, o en sus embestidas cuando la está penetrando en su postura favorita: a cuatro patas y vía vaginal desde detrás, chocando el pubis con su trasero en cada golpe de cadera.
Bea siente el hormigueo a medida que se va acercando su encuentro, y se nota lubricada antes de empezar. A veces, escribe a su chico: “Vete pidiendo la baja que hoy te voy a dejar en muletas, semental”. Forma parte de su erótico juego, que no podrían disfrutar si los polvos fueron exprés e improvisados.
A Jorge lo activa la fogosidad de su chica y el cachondeo que se traen. Disfruta del sexo tanto como ella y siente que están en sintonía de preferencias y frecuencias. Tiene apuntadas en su agenda las citas importantes, ¿y qué hay más importante que su chica? Da igual cómo ocurra. Hay algo todavía mejor que el sexo y es el sexo bien entendido, el que une. Aunque no suceda como en los arrebatos de pasión de las películas.

