El amor verdadero
[Relato no erótico incluido en la antología "14 de febrero"] Mercedes ve con suspicacias el gesto de su marido, Antonio, que le ha regalado un ramo de rosas por San Valentín. Quizás en otras parejas se celebra así el Día de los Enamorados, pero, en casa de los Rodríguez Mora, esos son solo torpes intentos de compensar a la esposa.
3/6/20244 min read
—Siéntese, por favor. Dígame su nombre.
—Mercedes Mora.
A Mercedes le había costado mucho dar ese paso, pero, ya en la comisaría de Policía, estaba decidida. Insistió a los vecinos que la habían acompañado hasta allí para que se marcharan, que podía sola con aquello. Solo aceptó que se llevaran a casa al pequeño Javier, su hijo, de cuatro años, que aquel no era sitio para un niño. Era 14 de febrero.
Su marido, Antonio, la había agasajado con un ramo de rosas aquella mañana. “Por San Valentín”, le dijo. Ella las tomó con suspicacias, pero le dio las gracias y las colocó en un jarrón de cristal en el recibidor. Le sonrió tras mirar el colorido bodegón que le había quedado frente al espejo, más por un deseo de no soliviantarlo que por gratitud genuina. Su gesto, no obstante, se tornó inexpresivo cuando Antonio le propuso ir a por algo rico para el almuerzo.
Quizás otras parejas celebraban así el Día de los Enamorados. En la casa de los Rodríguez Mora, en cambio, esos actos caballerescos eran una forma torpe de compensar a la esposa. Solo un remedio mal preparado con el que intentar rebajar la culpa.
El día antes, Antonio volvió a llegar borracho a las 2 de la mañana. Mercedes estaba en la cama, despierta. Ni los nervios ni el miedo la dejaban dormir. Cuando Antonio sale, si no vuelve antes de las 11, es porque apura hasta que Amancio lo echa del bar de la esquina, sobre las 2. Entonces vuelve, siempre irascible. Algunos días la embriaguez no lo deja hacer más que dormir, pero otros llega con ganas de intimar. Más que intimar, someter. Poseer. Y Mercedes, desde que escucha la cerradura, contiene la respiración y ruega a todos los santos para que Antonio se quedé roncando en el sofá.
Aquella noche, la anterior a San Valentín, Antonio llegó con unas ganas inesperadas de conversación. Con voz gangosa y arrastrando las palabras, tocó el costado de Mercedes.
—Niña —la llamó. —¿Tú sabías que estaban buscando repartidor en la tienda del Wences?
—No —contestó Mercedes, escueta, haciéndose la dormida.
—¿Cómo que no? Si vas allí todos los días, y hay un cartel en la puerta.
—Pues no me he fijado, Antonio.
Mercedes sí se había fijado, claro, pero ignoró la oferta. Ya había pedido trabajo para su marido en todos los comercios del barrio en los que sentía un mínimo de confianza, y había hablado con un vecino que tenía una empresa de reparto de mercancías. Este último quiso darle una oportunidad a su marido, pero, al tercer día de impuntualidad, le dio 80 euros y le dijo que no volviera.
Antonio no quiso dejarlo pasar e insistió en escuchar explicaciones. La segunda vez que Mercedes le pidió que bajara la voz, airada, porque el niño estaba durmiendo en la otra habitación, su marido le soltó un golpe con la mano vuelta. El impacto de la alianza de casados le abrió la ceja, así que Mercedes, llorando, se metió en el baño a curarse. Ya estaba Antonio dormido cuando volvió a la habitación, y ella lamentó que el alcohol no lo hubiera tumbado antes.
Por eso Mercedes acogió con tan poco entusiasmo esa comida especial de San Valentín que propuso Antonio al día siguiente, pero aceptó que él trajera solomillo a la mostaza, jamón ibérico y queso manchego del restaurante de la calle de atrás. Comerían los tres, esposa, marido e hijo. También tuvo que aceptar que él rebuscara en la alacena hasta dar con su mejor vino. “Es una ocasión especial”.
Tentada estuvo Mercedes de beberse media botella, con tal de que su marido metabolizara menos de ese veneno que lo volvía agresivo, pero pensó que era mejor permanecer en alerta. Se alegró de haberlo hecho cuando, después de la comida, con solo un dedito de vino ya en la botella, Antonio quiso poner música. Protestó Javier, que, como cada tarde, se había tumbado en el sofá a ver dibujos animados para dormir su siesta. Y su padre le arreó un torta que lo tiró al suelo.
Mercedes, que había intentado en vano que su marido conservara la calma, reunió toda la fuerza de su metro sesenta y sus 56 kilos para empujarlo lejos del niño. Rodó sobre la mesa del salón, tirando, con estrépito, todo lo que había sobre ella.
Antonio se levantó con la furia de un cíclope, haciendo caso omiso a los llantos y ruegos del niño. Pero, cuando encaró a su mujer, la encontró empuñando el cuello de la botella de vino rota.
—¡VETE! ¡VETE DE AQUÍ AHORA MISMO, CABRÓN! ¡O TE JURO QUE TE MATO! —le gritó.
Los restos de caldo rojo que goteaba la botella se le antojaron un anticipo de sangre sobre su piel, así que Antonio se dio la vuelta y se fue de la casa.
El niño lloraba y a Mercedes le temblaban las piernas. La mujer llamó por teléfono a la vecina y le pidió que viniera, con un hilo de voz apenas. Aquella, muy conocedora de gritos, estruendos y moratones, apresuró a su esposo para, juntos, escoltar a Mercedes a la comisaría.
—Y esta es la historia, mire —concluyó ante el agente que tomaba nota.
El joven policía, con suma profesionalidad, terminó de teclear y le dedicó un gesto cálido y empático.
—Esté tranquila, encontraremos a su marido. ¿Necesita algo? ¿Quiere que la acompañemos a su casa, señora?
Ella casi se lo pensó.
—Pues mire, no hace falta, porque, ¿sabe qué? A mí hoy se me ha quitado todo el miedo.
Mercedes recogió a Javier en casa de los Alonso a las 11 de la noche. Lo tranquilizó, lo acostó y, cuando estuvo dormido, atrancó la puerta de la casa con varios muebles y se dispuso a recoger el estropicio del salón.
Iba a por la escoba cuando se acordó del ramo de rosas. Las observó brevemente reflejadas en el espejo, que también le devolvió la imagen de su ceja partida. Tiró las flores a la basura y continuó recogiendo.
Aunque su hijo ya dormía cuando ella terminó la tarea, se metió en la cama con él, pues sabía que aún le duraba el susto al pobre chiquillo. Se acordó de su llanto en la tarde y lo asió bajo las mantas. El día había estado lejos del romanticismo que otras parejas solían compartir en redes sociales, pero sí tenía que agradecerle algo a San Valentín: le había recordado la fuerza del amor verdadero.

