El Paraíso (Parte 1)

Cuatro amigos se disponen a iniciar sus ansiadas vacaciones, durante las que cumplirán un viejo sueño motero. Entre ellos, Míchel tiene una motivación especial: “palpar carne roja”. La primera noche de ruta parece prometedora.

1/17/20244 min read

Eran los días más esperados del año. Por fin, tras meses de preparación, se avecinaba el inicio de la ruta. Al grupo de amigos, apasionados del motor y de las dos ruedas, les esperaban horas y horas de curvas vibrantes, viento en la cara, olor a gasolina y el inconfundible rugido de sus burras.

Entre ellos iba Míchel. Nacido José Miguel, en el barrio lo rebautizaron en los años que Míchel González brillaba en el Real Madrid, en la famosa “quinta del buitre”. Devoto soltero, iría manillar a manillar con sus amigos: Nono, Beni y el Tijeras, de profesión peluquero y también soltero, todos ellos cuarentones. Eran los días de verano que Nono y Beni, divorciados de sus mujeres, disfrutarían sin los niños.

A dos días de partir, los amigos quedaron en un bar para terminar de ultimar detalles.

—Me han dicho que por la zona hay un par de miradores con vistas increíbles. Los moteros suelen parar allí.

—¿Y cómo está la cosa de gachís? ¿Hay temita?

—Ya estamos, Míchel, tío. No lo sé, no es lo importante.

—No lo será para ti. Para mí es una motivación más del viaje.

En efecto, la posibilidad de “palpar carne roja”, como Míchel designaba a la interacción íntima con el sexo femenino, era uno de sus alicientes. Le molestaba mucho que el Tijeras se comiera más que los otros tres juntos, cuando, a su juicio, era más feo, más gordo y más calvo. “Pero tiene una “parlita” que no es normal”, apostillaba siempre. El Tijeras triunfaba en los lances de la seducción, sí. Y la primera pulla al autoestima por comparación la tuvo Míchel la primera noche de ruta.

Aquella primera jornada había salido según lo previsto: desayuno tempranero con el lingotazo de rigor y rumbo a Ascain, cerca de San Juan de la Luz, a seis horas largas de camino y con las paradas de rigor para comer algo y descansar.

Llegaron a las ocho y media, la hora perfecta para unas cañas. En el primer bar que pararon estaba Eva, la única mujer, nada menos que la responsable tras la barra. Se movía con la soltura de quien lleva años regentando un negocio propio, ahora sirviendo bebidas, ahora ofreciendo pinchos, ahora lidiando con parroquianos que habían aprendido bien dónde estaban los límites. Algunos a base de hostias.

Aquella dama de la cerveza desprendía una sensualidad que, poco a poco, se agolpaba en la entrepierna de Míchel. Le excitaba su musculoso brazo accionando el tirador en cada ronda, pero la vista se le iba al escote de una camiseta azul, un anticipo de tetas firmes y generosas. Míchel tenía que dejar de pensar en cómo descansarían en el hueco de su mano para evitar un bulto visible bajo el pantalón, así que salió a fumar con Nono y Beni.

Cuando los tres amigos volvieron adentro, a pedir una última ronda, el Tijeras tenía absorta a la tabernera, que asentía y sonreía con un interés genuino. Nono y Beni se sonrieron cómplices y volvieron a salir en cuanto tuvieron sus bebidas, servidas en una breve interrupción de la cháchara que la camarera se traía con el Tijeras.

—Bueno, pues vamos a ir replegándonos, ¿no? Que mañana en pie a las 7 h.

Eva pensaba compartir parte del camino con los moteros, porque su casa quedaba a la misma dirección del hostal. Para sorpresa de nadie, el Tijeras y ella se quedaron rezagados. Cuando en cualquier esquina Míchel se giró para observarles, el peluquero ya había asaltado la boca de la camarera y posaba las manos en su cintura. A juzgar por cómo ella envolvía con los brazos el cuello de él, le estaba gustando. Desde su posición, Míchel adivinó la humedad derramándose sobre sus bragas.

Beni y Nono, también atentos a la jugada, se largaron a sus habitaciones sin decir nada. Eva y el Tijeras se deslizaron a la de él, tras dedicar a Míchel un levantamiento de cejas picarón justo antes de cerrar la puerta.

Míchel resopló y decidió salir a dar unas últimas caladas antes de meterse en su habitación. La apacible noche de verano envolvía aquel pueblo en un sereno manto oscuro, un silencio y una paz de la que los moteros no solían disfrutar. En aquella quietud, percibió bien la pregunta de su amigo. “¿Te gusta así?”, preguntó a la tabernera, cuyo susurro de afirmación ya no logró captar.

Estaba abierta la ventana de la habitación del Tijeras. Con disimulo, y con el cigarro casi en la chusta, Míchel se giró y se congratuló por su descubrimiento: los cuerpos de los amantes a unos pocos metros, tras el cristal entreabierto y las persianas venecianas. Eva y el Tijeras estaban sentados sobre la cama. Se besaban. Míchel podía intuir la intención de su amigo, cuya mano juguetona subía lentamente desde la cintura de la camarera. Eva, que adivinó la trayectoria, se apartó un momento para quitarse la camiseta azul. Llevaba debajo un sujetador de encaje blanco que recogía unos pechos tan prominentes como Míchel los había imaginado en el bar. Y, ahora sí, noto la presión del pantalón sobre su polla dura.

El Tijeras besó los pechos de Eva sobre el sujetador, mientras ella acariciaba su pelo. Pero la tabernera dejó caer las manos hasta el botón del pantalón de él, y lo desabrochó con suavidad. Él entendió el mensaje, pero, cuando se levantó para bajárselo, ella le pidió apagar la luz para ganar intimidad, lo que dio por finalizada la función que Míchel disfrutaba en primera fila. Lo siguiente se quedaría solo para ellos dos.

Al motero no le quedó otra que irse a su habitación. Tiró la llave sobre la cama, se bajó los pantalones ante el lavabo del baño y se agarró la polla con furia, deseoso de desquitarse, insoportable ya el peso de un deseo que llevaba acumulándose toda la noche, y era ya incontenible. Menos de dos minutos pasó pelándosela, escuchando el choque de su mano sobre el pubis y excitándose con sus propios sonidos guturales. Fue Eva quien patrocinó la corrida entre jadeos, enaltecida en una visión fantástica en la que su cara se veía borrosa, pero sus tetas eran nítidas. Y casi pudo verse cubriéndolas de lefa, en lugar de derramarla sobre la porcelana verde del lavabo. Pese a ello, Míchel sonrió, satisfecho.

Se aseó y se metió en la cama. Aún quedaba mucho viaje por delante.