El Paraíso (Parte 2)

El viaje de Míchel, Beni, Nono y El Tijeras continúa por el Pirineo francés. En un ambiente abierto, distendido y de camaradería, los amigos están descubriendo nuevos paisajes y disfrutando a lo grande. Y, para rematar la faena, aparece Silvia.

RELATOS

1/24/20244 min read

A pesar de que la noche anterior Míchel había visto más de lo éticamente correcto, a la mañana siguiente se empeñó en conocer detalles.

—¿Qué tal ayer, gachón? ¿Cuántos cayeron?

—Paso de ti, Míchel, tío.

Al Tijeras no le hacían ninguna gracia los comentarios pueriles de su amigo. Nono y Beni eran más comedidos y respetaban su espacio, aunque, cuando eran ellos los que ligaban, reproducían la sesión con tantos pormenores obscenos que les quedaba un cuento porno de muy mal gusto.

—Tenía las tetas gordas, ¿no? —insistió Míchel.

El gesto duro y el rugido de la moto del Tijeras, a punto de empezar la jornada, sirvió para atajar la fastidiosa curiosidad de Míchel.

Los días siguientes transcurrieron más tranquilos. Las horas de carretera dejaban al grupo exhausto, aunque siempre ávidos de botellines de cerveza, tabaco y conversaciones sobre todo y nada.

El sexto día, los amigos recorrieron el paso montañoso del Tourmalet y el puerto del Aubisque, los trazados y paisajes más míticos del Pirineo francés. Juntos cumplieron un viejo sueño motero, aderezado con encuentros casuales con otros conductores de la ruta con los que compartieron ratos de camaradería.

Para hacer acopio de anécdotas de la jornada, no encontraron mejor lugar que un pub en pleno Valle de Arán, acogedor, con buena cerveza, buena música y, según se percataron, parada habitual en el tránsito de los viajeros. Pasaban las 12 de la noche y varias pintas cuando el Tijeras se animó a darle palique a tres amigas que jugaban al billar.

—Ese toque picado es digno del World Pool Championship —dijo.

No está claro si fue por el cumplido con clara falta de sinceridad o si fue la pronunciación macarrónica de inglés del Tijeras, pero las mujeres rieron. La introducción fue lo bastante buena como para dar inicio a una partida a siete. Míchel se autoinsufló cautela, pero la perspectiva de coronar una jornada tan soberbia con sexo espontáneo le pareció un regalo.

Silvia se llamaba la mujer que más le llamó la atención, o la única que le prestó una atención suficiente.

—No, mujer, pero coge el palo así.

Míchel pegó su cuerpo al de Silvia, con toda la sutileza que le permitía su libido, para instruir a la mujer sobre el tapiz. La ayudó a colocar la mano sobre la mesa y a deslizar el taco sobre el dedo corazón y el índice, técnicas que él aprendió en el billar que frecuentaba en el barrio cuando era adolescente.

—A ver, lo voy a intentar —anunció Silvia.

Aunque un buen maestro debería haber supervisado la inclinación, la posición de manos y brazos y la precisión del golpe de su pupila, Míchel se quedó mirando su falda. Arqueada sobre el tapiz, el filo quedó a solo unos centímetros de su trasero, y un vuelo ligero justo al golpear la bola casi enseña piel vetada a la vista. Los grititos de alegría de las mujeres ante la exitosa precisión de Silvia bajaron a Míchel a tierra. Eso y las sonrisas cómplices de sus amigos, divertidos ante su babeo figurado.

—Eres un gran maestro —dijo Silvia, eufórica, justo antes de estampar un beso sonoro en la mejilla de Míchel.

Fue ese gesto espontáneo lo que animó a Míchel a ir tras Silvia la siguiente vez que ella salió a fumar. Apenas quedaba nadie en el local. A él le gustó que ella propusiera ir a un lateral para evitar los molestos bichos que, en verano, revolotean bajo la luz de la farola.

—Tienes un pelo precioso —se atrevió a decir Míchel en aquella semioscuridad.

Silvia le sonrió y lo miró con un gesto que Míchel no supo descifrar, pero que quiso interpretar como la luz verde de un semáforo. Entonces se acercó a la mujer y, con toda la suavidad que pudo, enredando sus manos en el cabello que le caía sobre la nuca, la besó. ¡Y cómo se esmeró en aquel beso! Retuvo las ansias de su lengua codiciosa para recrearse en un juego sensual, pero lento. Le dio un mordisquito suave en el labio inferior y, solo cuando constató que ella se dejaba hacer, gustosa, le pegó su cuerpo.

No temía que ella notara su dureza, esperaba que eso la animara. Tomó su respiración entrecortada y sus ojos cerrados como una señal para posar una mano en el muslo de Silvia, aún sobre la falda, y, poco a poco, incursionar por debajo de la ropa. Pero, cuando estaba llegando al trasero de la mujer, ella se echó a llorar.

—Lo siento, lo siento. ¿He ido rápido? —preguntó, empático.

—No… no. No es por ti. Es que… —articuló ella entre sollozos.

Resultó que Silvia había terminado con su novio aquella misma semana. Y, en cuanto notó la mano de Míchel ascender por su piel, junto a los efectos del alcohol, se le terminó de presentar su imagen vívida. Un rato estuvo intentando consolarla, hasta que la mujer anunció que volvía a casa, negándose en rotundo a que él la acompañara.

Míchel suspiró y volvió al bar.

—¿Dónde está Silvia? —preguntó una de las mujeres.

—Se ha ido. Me ha contado lo de su novio. Se ha puesto a llorar y… No quería que la acompañara a casa, aunque he insistido.

Las mujeres salieron apresuradas a buscar a su amiga y ya no volvieron. Así que los moteros pagaron la abultada cuenta que quedó pendiente y enfilaron el camino hacia su hostal.

Nono rodeó los hombros de Míchel.

—Qué mala suerte tengo, joder. Para una vez que creo que sí… —se quejó el motero. —Tíos, mañana lo que acordamos, ¿eh? Vamos a terminar el viaje por todo lo alto. ¿Vale? ¿VALE?

Nono y Beni asintieron, así que Míchel obvió la falta de respuesta del Tijeras. Comenzó a vislumbrar los muchos placeres que encontraría en aquella tierra prometida de la que tanto le habían hablado: el club Paraíso.