El Paraíso (Parte 3 y última)
Es la última noche de viaje de los moteros, y quieren cerrar por todo lo alto. Nono, Beni y Míchel están decididos a visitar El Paraíso, pero, a última hora, El Tijeras anuncia que no irá con ellos los esperará en un bar cercano al hostal. ¿Encontrará Míchel lo que está buscando?
1/31/20245 min read
Los moteros llegaron a La Junquera el penúltimo día de viaje, la última noche que pasarían fuera antes de emprender la ruta de regreso a casa. Míchel tenía altísimas expectativas con el plan de la noche, que no era otro que visitar un paraíso terrenal sobre el que había oído maravillas.
—Estuvo allí un colega de Rivas. Me dijo que se encontró a las mejores tías que ha visto en su vida. Y te las ponen ahí, dos o tres para ti solo, como si fueras un marajá. ¡Madre mía, yo estoy deseando ir!
Nono y Beni no eran tan entusiastas, pero estaban decididos. El Tijeras, en cambio, no se pronunció sobre el plan. Cada vez que la conversación giró en torno a la visita, él consultaba sus redes o aprovechaba para acercarse al baño o a la barra del bar de turno.
Ninguno de los tres se extrañó cuando, a las ocho de la tarde, ya listos en la puerta del hostal, el Tijeras anunció que los esperaría en algún local cercano. No quería visitar el club, pero se abstuvo de hacer comentarios reprobatorios.
La visión de un enorme edificio en medio de un solar les hizo constatar que sí, probablemente, aquel era el club más grande de toda Europa. Su arquitectura no resultaba muy prometedora, pero sí el trasiego de personas y lo poco que llegaba del interior.
—¡Buah, brutal! —exclamó Nono al acceder al interior, tras el abono de los 20 euros que les pidieron a cada uno por la entrada.
El optimismo y la euforia, in crescendo, dirigieron a los tres al objetivo, sin preámbulos. Los amigos se adentraron en la Sala XXX, una suerte de fogoso bacanal que prometía a cualquier hombre hetero la experiencia de su vida.
Solo habían pedido una copa cuando varias mujeres se acercaron a los amigos. Durante unos instantes, Míchel se sintió sobrepasado por la atención, la sonrisa y las primeras caricias amistosas de dos chicas, dos bellezas morenas ligeras de ropa y con piernas larguísimas. Pero fueron solo unos instantes, el shock inicial que hace que te preguntes si, verdaderamente, eso te está pasando a ti. Después a Míchel le pareció estar en el lugar que merecía, ese que solo pertenece a los hombres que penan por mujeres empeñadas en rechazarlos, que los infravaloran injustamente.
—¿Nos invitas a una copa, cariño? —preguntó una de las chicas, con un acento que a Míchel le pareció del este de Europa.
La petición directa de dos gin-tonics a una de las camareras fue su respuesta. Las chicas se presentaron como Natasha y Tatiana. Se pegaron a Míchel, que ya no pudo distinguir nada más de lo que pasaba en la sala. No vio a sus amigos marcharse a las habitaciones privadas. Estaba absorbido por las chicas, por su belleza, sus voces dulces y la atención genuina que parecían prestar a cada cosa que decía. “Cuéntanos, guapo, ¿de dónde eres?”. “Así que te gustan las motos, ¿no? Nos encantan los moteros”.
Conversaban entre caricias en la espalda y besos en la mejilla, cada vez más cerca de la comisura de la boca. Y, por un momento, Míchel se imaginó a sí mismo en una de las prometedoras y ostentosas fiestas de una de las estrellas de fútbol que tanto admiraba y envidiaba.
Para cuando Natasha propuso buscar intimidad en una habitación privada, el hombre ya sentía una irreprimible tensión acumulada en su entrepierna que debía descargar. Acogió con efusividad la propuesta de la chica.
—Vamos a pasar un rato estupendo, pero, amor, eso te va a costar un poco más.
120 euros. La mejor inversión que se había planteado hacer en su vida.
Natasha lo guio por el pasillo en un contoneo suave de caderas sobre tacones de aguja rojos, aventurando un culo prieto a solo escasos milímetros del final de su microvestido de lentejuelas negro. Se atrevió a ponerle una mano en la cintura mientras abría la puerta, porque el rechazo, en un sitio así, no era algo que temer.
Pero, al entrar en la habitación, Natasha no lucía la misma sonrisa. Ya no hacía preguntas, no hablaba con calidez, ni siquiera miraba a Míchel a los ojos.
—Siéntate —le pidió, seca.
Solo lo miró a los ojos, con gesto sugerente, mientras le desabrochaba y le bajaba el pantalón, lo que ahogó cualquier posible protesta o petición de Míchel. La chica se arrodilló frente a él, y sin preámbulo alguno, comenzó a chuparle la polla.
El hombro se echó hacia atrás y colocó los codos sobre el colchón. Se rindió a las profundidades del placer, incapaz de pensar, un viaje de ida y vuelta de corto recorrido.
Natasha, mágica, lo hizo exactamente como a él le gustaba. Como si llevara haciéndole mamadas toda la vida. No aflojó sus dedos en torno a la base del tallo, a veces, deslizando arriba y abajo con una suave presión. Lo que hacía con la boca era indescriptible. Parecía leer su pensamiento. Supo cuándo demandaba labios sobre el glande, lengua a lo largo del tronco, lamidas suaves en los testículos. Y más labios, y saliva, y gemidos, y palabras obscenas. “Me encanta tu polla”. Lo miró lasciva, sin dejar de hacer, para que Míchel tuviera un primer plano excepcional de la porno que, por fin, le tocaba a él protagonizar.
Anunció la corrida de manera involuntaria, porque Natasha no terminaría con una paja, como otras chicas que se la habían mamado. Natasha se tragó hasta la última gota de su esencia espesa y blanquecina.
Y, después, nada. Míchel se dejó caer de espaldas sobre el colchón, pero apenas fue agasajado con los instantes postorgasmo.
—Voy al baño. Puedes vestirte ya —le dijo, como si estuviera en la consulta del urólogo.
Sorprendido, la detuvo en cuanto iba a atravesar la puerta del pequeño baño de la habitación.
—Espera, espera. ¿Ya está? Me hubiera gustado… bueno, ya sabes…
—Si quieres más, son 150 euros —contestó la chica, cerrando la puerta del baño tras de sí.
Míchel se vistió, decepcionado. Había tenido suficiente. Atravesó el local y, sin esperar a sus amigos, salió. Fuera de las luces de neón, la música y los bikinis sobre pieles tersas de cuerpos esculturales, el mundo era igual de plano y gris que siempre.
Míchel se dirigió al bar en el que los esperaba el Tijeras. Su cara anticipaba la respuesta a cualquier pregunta sobre la experiencia.
—¿Qué tal? —preguntó el amigo, sin mucho afán, solo por dar conversación.
—El local está bien y las tías están increíbles, en serio, no he visto a tantas mujeres tan guapas juntas en mi vida. La visita ha merecido la pena, pero me he dejado 180 láminas en una mamada, tío.
El Tijeras se limitó a levantar las cejas.
—No sé, tío. Qué está bien, ¿sabes? Bien, sin más. Las chicas te tratan muy bien en la barra, pero luego, dentro, son frías. Al menos, la mía. No sé, con el pastizal que me he dejado, podría haber puesto un poco más de entusiasmo. La mamada, bien, eso sí, pero…
Fue entonces cuando Míchel oyó una carcajada a su espalda y se giró. Junto a él, en la barra, una mujer de mediana edad se había acercado para pedir una copa.
—Ay, pobrecito, que no lo han tratado con mucho cariño, que se ha dado cuenta de que el dinero no compra el deseo. ¿No te bastaba con explotarlas sexualmente, cariño? ¿Pretendías también que tuviera ganas de hacerlo?
Se le clavó ese tono mordaz, pero le dolió especialmente el escaneo despreciativo de arriba a abajo. Antes de contestar, se giró para buscar con los ojos el apoyo de su amigo, pero, para mayor frustración, lo que encontró fue la sonrisa cómplice que compartía con la mujer.
Sin pedir una sola cerveza, sin despedirse siquiera, Míchel volvió al hostal. No volvió a mencionar la visita al Paraíso.

