Entre mangas pasteleras

Es el primer día de Eduardo en El Forno, el sitio que hace las mejores empanadas de la ciudad. El joven se está concentrando en las explicaciones de su nueva compañera, que parece una pin-up sacada de un calendario vintage y lo está volviendo loco…

2/25/20254 min read

—Pones harina, sal, leche, aceite y un huevo.

Eduardo observa a Clarisa con la concentración de un alumno aplicado. Tiene puestos sus cinco sentidos en el noble hacer de la masa de empanada que ha dado fama a la panadería Forno. Pero esa atención plena no tiene nada que ver con su deseo de no equivocarse. Lleva poco en la profesión, pero ya ha hecho cientos de empanadas. Esa concentración académica es una estrategia autoimpuesta para desviar la atención de aquello que verdaderamente reclama todo el foco sensorial de Eduardo: el escote de Clarisa.

Ella explica sin dejar de sonreír. Antes de cocinar, se ha colocado un delantal tan bien anudado a la espalda que marca su cintura. Por desgracia, o no, la parte superior no le cubre lo suficiente como para esconder por completo su canalillo. Eduardo está seguro de que, si el delantal fuera más alto, tampoco terminaría de ocultar aquel desfiladero de piel, tal es la envergadura de su busto.

Clarisa ha necesitado recolocarse las gafas de pasta rojas mientras mezclaba ingredientes, y ahora tiene el pómulo lleno de harina. También lleva un favorecedor carmín marrón que están tiñendo la piel alrededor de los labios, porque la mujer los aprieta en cada esfuerzo que reclama la masa. Trabaja con habilidad, mano sobre mano, delicada a la par que tosca, para domar una mezcla cada vez más consistente.

Eduardo se fija en sus manos al estirar la masa, al presionar la palma para que se expanda y al doblarla de nuevo sobre sí misma para volver a empezar. Es como ver un masaje. Casi lo está sintiendo en su espalda al tiempo que siente su boca salivar. No es por el olor del Forno ni por la textura tan apetecible que está tomando la masa de Clarisa bajo sus manos maestras. Ella, con ese aire interesante que le dan las gafas de pasta y esa silueta de reloj de arena marcada por el delantal, es como una pin-up moderna sacada de un calendario vintage y puesta a amasar. Una pin-up madurita pelirroja de la que se llevaría horas recibiendo lecciones.

—Te veo disperso, chico, ¿por qué no pruebas a amasar tú?

A Eduardo le llega la sugerencia nítida, a pesar de tener la cabeza en otra parte. Clarisa le cede su sitio y él amasa con una habilidad que a ella le sorprende.

—¡Vaya! No está mal, pero, para airear bien, es mejor así, mira.

Eduardo iba a moverse para cederle de nuevo a Clarisa el control de la estación de trabajo, pero no le da tiempo. La mujer ahora rodea su tronco desde detrás para llegar con las manos a la masa y las coloca encima de las suyas. Eduardo siente un palpitar peculiar cuando ella entralaza sus dedos con los de él y los hunde en la masa. Sobre todo porque, para poder hacerlo, ha tenido que pegarse a su espalda y ahora siente el prominente bulto mullido de su busto.

Eduardo sabe lo que Clarisa está haciendo. No ha adoptado una postura casual como mera instructora, sino que quiere intimidarlo. Porque ella, tan experta y tan madura, se siente por encima de su joven compañero. Así que él se queda quieto y deja a Clarisa toquetear la masa y, al mismo tiempo, sus propias manos. Del brío inicial pasa a un ritmo suave a la vez que pega aún más su pecho a la espalda del aprendiz.

Eduardo, excitado, se vuelve y se encuentra con la boca de Clarisa. No le importa que ella manche con las manos su nuca y su espalda con masa al recibirlo ardorosa, sujetándolo como agarraba ingredientes y boles hace solo unos segundos. Ella pensó que encontraría un jovencito naif con el que divertirse, pero que se haya mostrado tan resuelto y seguro ha terminado de excitarla. Ahora, mientras intercambian fluidos en la boca, nota cómo se humedecen sus bragas.

Eduardo quiere descubrir el busto que la cocinera antes estaba estrujando contra su espalda. Sin que ella tenga tiempo para reaccionar, reúne toda su fuerza y la alza desde la cintura para subirla a la mesa de metal que ocupa el centro de la cocina. Si no estuviera desbordado por el deseo actuaría con delicadeza, pero la calentura solo le da para aflojar el delantal, abrirle la blusa y mover el sujetador casi al mismo tiempo, dejando escapar uno de sus pechos. Ella, justo cuando él se abalanza sobre su suave carne, como un animal sediento, se ha retirado. Un instante, solamente, el tiempo que le lleva mojar sus dedos en el bol de crema de limón que hay a unos centímetros, con el que se unta el pezón con una risa juguetona. “Mmm… qué rico”, susurra Eduardo en cuanto termina de lamer hasta la última gotita.

Ambos dan por perdida la masa cuando Clarisa ha vuelto a hundir los dedos en ella sin querer, pero no para trabajarla, sino buscando el equilibrio sobre la mesa. Porque Eduardo está dando golpes de pelvis enérgicos contra su trasero mientras la ensarta por detrás, que es lo que ella quería. Él piensa que tiene el control, pero es ella quien se ha bajado el pantalón y ha movido el trasero delante de él, animándolo al dar el siguiente paso.

Eduardo duda un instante. No quiere hacerle daño a Clarisa con tanto brío, pero ella parece leer su pensamiento y tira de su camiseta para animarlo. “Venga, que nos van a descubrir”, musita entre jadeos. Y él, lejos de ponerse nervioso y perder el ritmo, más se excita y más se pega. “¡Ahhh!”.

El éxtasis deja el cuerpo de Eduardo lánguido sobre la espalda de Clarisa, pero ella se zafa y se retira. Él apenas recupera consciencia del tiempo y el espacio cuando dirige sus pasos al pequeño lavabo que hay al fondo de la cocina del Forno. Allí, de puntillas, pone su falo bajo el chorro del grifo y frota para lavarse.

De vuelta a la cocina, Clarisa se ha vuelto a colocar su delantal y recopila ingredientes y utensilios para empezar de nuevo con la masa.

—Bueno, bienvenido a bordo. ¿Cómo has dicho que te llamas?

—Eee-Eduardo. Me llamo Eduardo.

—Un placer conocerte, E-Eduardo. Vamos a trabajar genial juntos.