Frecuencias

Ángela, Victoria y Andrea son buenas amigas y confidentes. El sexo es uno de sus temas de conversación. El día que hablan sobre la frecuencia, parten de una premisa extendida: en sexo, cuanto más, mejor.

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Ángela, Victoria y Andrea han convertido en ritual el café de los jueves por la tarde. Es una hora y media sagrada. Coincide con el tiempo que Darío, hijo menor de Ángela, pasa en el polideportivo municipal jugando al baloncesto. Las otras dos despejan la agenda para no faltar a la cita con sus mejores amigas.

Ese día la conversación se ha animado porque, entre los temas recurrentes que suelen abordar, este les gusta especialmente. Hablan de sexo. En concreto, de la frecuencia de sus relaciones. Pero parten de una consigna social extendida y es que, en cuestiones de cama, cuanto más, mejor.

Ángela dice que ella entra en faena, al menos, tres veces a la semana.

—¿En serio? Tía, ¡pero eso es muchísimo! Debes de tener el coño escocido —suelta Victoria, siempre gráfica.

—¡Qué bruta eres, hija! A mi marido cualquiera lo harta. Y bueno, una también disfruta.

Lo que Ángela no cuenta es lo insistente que se pone su marido cuando tiene ganas de sexo. No dice que, la última vez, se dejó hacer en el pequeño aseo que tienen en la planta inferior de su casa, mientras los niños veían la televisión a pocos metros, en el salón. Su marido la pilló desprevenida cuando ella fue a mear, después de fregar los platos. Se estaba limpiando cuando llegó, y no le dio tiempo a preguntarle qué hacía allí. Él la agarró por la cintura para darle la vuelta, le subió el vestido, le bajó las bragas e hizo una suave presión en su abdomen desde detrás para que arqueara la espalda. Así, con el culo en pompa, dejaba su abertura vaginal más accesible.

La penetró sin ningún preámbulo, con apremio, mientras ella apoyaba las manos en el lavabo y mantenía un ojo en la puerta y los oídos en la tele. Le dejaría tiempo mientras no dejara de escuchar los diálogos de “La patrulla canina”, gritos o pasos apresurados al pasillo en busca de mamá o papá. “Córrete ya, ¡por Dios!”, pensaba.

La frecuencia de Victoria, en cambio, es más irregular. Depende de sus habilidades de seducción, pero confiesa estar satisfecha.

—Es depende de cómo me lo monte, ¿sabéis? Si me ando lista, en una semana pueden caer dos o tres. Si no, pues hombre, cómo mínimo uno.

—¡Buah! ¡Follas más que yo, que tengo pareja! —contesta Andrea.

Lo que Victoria no dice es que, la semana pasada, se dejó las llaves del coche y el corazón en la casa de alguien. Recuperó lo primero, lo segundo no. Fue con una chica a la que conoció en uno de los bares de ambiente a los que suele ir. Ya le había echado el ojo. Su físico la atraía y recordaba bien una breve conversación que tuvieron en la barra semanas antes, en la que la conquistó su sonrisa.

Se las ingenió para acercarse a ella a través de una conocida que, aquella noche, estaba en el grupo de la chica. Pasaron toda la noche hablando y descubrieron que tenían algunas aficiones en común, entre ellas, su amor por Kazuo Ishiguro. Para cuando cerraron el pub, la química era tal que ninguna tuvo que invitar a la otra a subir a su piso. Hicieron juntas el camino hasta el apartamento de la chica, hablando. Y siguieron hablando mientras ella abría la puerta del portal, pero, llegadas al ascensor, ya no quisieron decirse nada más. Sus lenguas tenían entonces otro propósito, incompatible con la charla: darle placer a la otra.

Se comieron en el ascensor, donde una mano juguetona de Victoria ya se aventuró bajo la falda de la chica para palpar sus muslos, a modo expedicionario. No llegaron a la habitación, al menos, no para el primer asalto. La chica se desnudó, se tumbó sobre el sofá y gimió palpando los pechos de Victoria, mientras ella lamía sus pezones y exploraba con los dedos su coño.

Victoria casi puede oír aún el eco de sus propios gritos, porque, en el segundo asalto, la chica le hizo la mejor comida que recordaba. La pericia que demostró con su lengua, su labios, sus dientes y sus dedos no la dejaron resistir más que un par de minutos, aunque a ella le hubiera gustado tardar más. Sobre todo, porque después del polvo, cuando le pidió el teléfono, la chica le dijo que lo sentía, pero no podía dárselo. Tenía una relación abierta con su novia, pero una de las reglas que habían establecido era que no se podía repetir con la misma mujer.

Andrea, sin embargo, tiene una vida sexual mucho menos activa que la de sus amigas.

—Si os digo que llevo un mes sin follar, ¿os lo creéis?

—No, tía, ¿eso cómo a va a ser? ¿Cómo lo aguantas? ¡Tendrás la mano derecha que ni para sujetar un boli!

Lo que Andrea no dice es que Iván, su marido, lleva dos meses apático y deprimido. Le sentó como un jarro de agua fría que le dieran el puesto de jefe de departamento a un compañero y no a él, que se sentía mejor posicionado. Contaba con ese aumento de sueldo para planificar su futuro, ya que ambos desean tener un hijo y mudarse a una vivienda unifamiliar a las afueras. Entienden que es un entorno más propicio para criar que el pequeño apartamento en el que viven, en el corazón de la ciudad.

Iván está apesadumbrado. Ha dejado de ir al gimnasio y prefiere acostarse después de cenar, en lugar de sentarse con su mujer a ver un episodio de sus series favoritas. Ella se va a la cama con él. Se tumba a su lado, aunque él permanece de costado y mirando a la pared. Le pasa una mano por la cintura y le acaricia con suavidad el pecho y el costado mientras le proporciona besos en la espalda, sin importar que haya una camiseta de pijama haciendo de barrera hasta su piel. Luego cesa el movimiento, pero no deja de abrazarlo, en silencio. Y así permanece hasta que respiraciones más profundas le indican que se ha dormido.

Con esa intimidad, Andrea tiene suficiente.