Harry (1): Citas tras la pantalla
Capítulo 3 de Las rosas de Abril.
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—Harry, tu hora de descanso empieza ya.
Me sonó a música celestial aquella indicación de uno de los miembros de producción. Llevaba semanas seguidas sin parar de trabajar y, entre revisar guiones, mantener reuniones, el trabajo físico con los dobles de acción y todo lo que conllevaba el rodaje, me encontraba agotado. Y, aún así, feliz.
Tal y como me había prometido mi representante, Craig Brown, mi papel protagonista en Mark H. había catapultado mi carrera. Hasta entonces había logrado ser conocido en Reino Unido, sobre todo gracias a mi participación recurrente en una serie de misterios que mantenía enganchada a media Europa. Pero mi ambición iba más allá, y ya comenzaba a obsesionarme con la idea de dar el salto internacional antes de que los años me sumieran en el ostracismo. Tenía 27 años cuando me dieron una de las grandes noticias de mi vida: el papel del espía contemporáneo más famoso era mío.
Craig y su equipo tuvieron que emplearse a fondo después de aquello para filtrar la cantidad de propuestas que me llegaban. Algo inimaginable solo unos meses antes, cuando coleccionaba sinsabores que acrecentaban mis ansias. Mi representante me aconsejó priorizar papeles de acción en los que explotar mi principal baza, mi buena forma física y mi atractivo, al menos hasta consolidarme en el estrellato. A mí el género me gustaba y, llamadme vanidoso, me sentía cómodo con aquella imagen de sex symbol construida tras la película. Y, de momento, el rumbo que habíamos decidido tomar en mi carrera me estaba reportando éxitos.
Estábamos al final del rodaje de Conquering Worlds, una película de ciencia ficción con mucha acción que se rodó en varias localizaciones de Estados Unidos. Quedaban solo un par de semanas de rodaje y, tras largos meses de postproducción, llegaría el inicio de la promoción. Pero aún quedaba mucho para eso.
Entre interminables horas de rodaje, entrevistas y promociones, aprovechaba cada momento de descanso para relajarme. Es extraño, pero incluso cuando tienes todo aquello que habías soñado, sientes ciertos vacíos personales a nada que tienes ocasión de tener diálogos internos contigo mismo. Yo estaba lejos de mi familia y mis mejores amigos y, en aquel momento, no tenía una relación de pareja estable. Todos los nombres de mujer que la prensa me asociaba o eran inventados o protagonizaban breves historias conmigo no lo bastante reseñables. No me hubiera importado que fueran verdad algunos de aquellos relatos que circulaban, pues lo cierto es que echaba de menos disfrutar de la compañía de una persona cercana que celebrara los éxitos conmigo, y que me ayudara con su cercanía y su cariño a sobrellevar el estrés. Como al revés, claro.
Fue en aquel contexto cuando me sobrevino un interés repentino por Lara Martín, mientras que veía un partido en redifusión unas semanas antes, algún día de las Navidades. Me entretenía con frecuencia viendo eventos deportivos de cualquier disciplina, pero, sobre todo, me gustaba conocer las historias de superación personal que había detrás de todas aquellas gestas. Lara Martín había conseguido hacer un Grand Slam completo dos años antes, es decir, había ganado los cuatro grandes torneos en un mismo año. Muy pocos lo habían conseguido hasta entonces.
Me enganché a buscar información que me permitiera conocer la historia de aquella mujer tan excepcional, y supe que había nacido en una ciudad del sur de España. Pese a sus orígenes humildes, y a que el tenis era un deporte muy elitista, había logrado demostrar que con talento y disciplina son posibles gestas enormes.
Me gustaba verla jugar, desplegando ese tenis tan desbordante. La contemplaba en los primeros planos que le hacía la cámara en las breves pausas de espera, justo antes de la recepción de una nueva pelota. Solía llevar su largo pelo castaño recogido en una coleta, sobresaliendo de un accesorio con visera con el que se protegía del sol. Hacía luces y sombras en su rostro, con nariz pequeña y respingona y labios carnosos. Hubiera pasado por una chica agraciada como otras tantas si no fuera por aquellos inmensos ojos color miel, que la dotaban de una belleza exótica. Eran dorados, casi amarillos. De otro planeta, como su tenis. No era alta ni demasiado voluptuosa, pero poseía un trasero abombado y bien definido que era tema recurrente en los foros masculinos y hetero online. “Se lo rompería cada día de mi vida si pudiera hacerlo”, le había leído a un usuario.
Me animé a escribirle tras ver la final del Open de Australia, en la que vibré como un fanboy más. Ella no se había mostrado muy efusiva ante mi felicitación. Solo me respondió con un “¡Muchas gracias!” junto a un guiño neutro, lo que no hizo que decreciera mi interés. Me sentí fascinado por aquella mujer que, además de atractiva y muy buena en lo suyo, era carismática. Ello se debía, sobre todo, a una forma de ser tan natural y espontánea que resultaba cautivadora.
Pero no tenía muchas más opciones de hacerle llegar cierto interés sin incomodarla ni levantar sospechas entre los usuarios de redes sociales, así que lo dejé estar. Me sumí de nuevo en mi rutina, aunque Lara no salió de mi cabeza. Me descubría pensando en ella de vez en cuando, consultando las redes solo por saber si ella había actualizado su contenido y, sobre todo, siguiéndola en las competiciones deportivas. Así eran mis citas con ella: a través de la pantalla y con una cerveza en la mano en los ratos que me dejaban jornadas maratonianas de rodaje.
En mayo volví a mi casa de Londres para iniciar un largo periodo de descanso. Comenzaba la postproducción de Conquering Worlds y hasta verano no habría fecha para la promoción. Mi tiempo lo iba a ocupar en el gimnasio, con algunas visitas a la familia y un viaje previsto a Los Ángeles para mover algunos contactos.
Con tiempo suficiente, pude ver el torneo completo de Roland Garros, pero, sobre todo, el tenis femenino y a Lara Martín. Las primeras rondas fueron prácticamente un paseo para ella. Ponía a sus rivales contra las cuerdas con aparente facilidad, sin dar una bola por perdida, con suma rapidez y llevando a la oponente a donde quería: a la red, al fondo, a los pasillos de dobles. Sus paralelas y pases cruzados eran sencillamente imposibles de parar, y buscaba unos ángulos arriesgados a los que no llegaría ni un velocista olímpico.
Jugó la final contra una tenista china a la que la prensa especializada daba muy pocas opciones, pese a ser la número 5 del mundo. A Lara no se le complicó el partido en ningún momento, y terminó con un contundente 6-2, 6-1. Acababa de conseguir su segundo grand slam del año, y a mí me embelesó en su discurso de agradecimiento. Se la veía cercana, natural, espontánea, ocurrente y alegre. El esfuerzo intenso le había coloreado las mejillas y lucía peculiarmente hermosa.
Lo poco que sabía de aquella chica me gustaba y quería conocer más, así que aquella misma noche le volví a escribir:
—Permíteme felicitarte de nuevo por tu triunfo. Gracias a ti me he enganchado al tenis femenino.
No tenía muchas expectativas pero, para mi sorpresa, ella me contestó al día siguiente:
—¡Gracias, guapo! —me escribió. Justo después me enviaba un GIF de mi personaje más popular hasta el momento, Mark H., levantando una copa de vino a modo de brindis. Era mi oportunidad de continuar la conversación.
—¿Te gustó esa peli? —pregunté.
Lo cierto es que las artes del flirteo sutil no se me daban demasiado bien. Estaba acostumbrado a ser directo cuando alguien me interesaba realmente, y ellas solían mostrarse receptivas. Pero con Lara tenía que tomármelo con calma porque no la conocía de nada, solo lo que ella había querido mostrar. Y porque, tan expuesta como estaba y exitosa como era, no creía que se sintiera muy impresionada por el interés de un actor que, estaba seguro, no sería el primero ni el único.
Lara contestó a mi pregunta, sobre si le había gustado la película:
—Me gustó mucho para lo poco aficionada que soy a las películas de espías, la verdad. Prometía ser diferente y lo fue.
—Me alegro. Siento curiosidad por saber a qué tipos de películas eres aficionada.
—No tengo un prototipo. Veo un poco de todo, menos terror. Románticas cuando quiero evadirme, acción cuando quiero entretenerme, dramas históricos cuando quiero pensar… Otras veces superhéroes y muy pocas veces comedia.
—Interesante. ¿Puedo preguntarte qué te pasa con las comedias? —escribí.
—La mayoría no me hacen reír.
—¿Y qué hace reír a Lara Martín?
—No sé, supongo que un humor menos… obvio y recurrente a estereotipos.
Continuamos hablando un buen rato y, a partir de aquella conversación, comencé a buscar cualquier excusa para iniciar una nueva: alguna noticia que creía que le podía interesar, una viñeta con la que sí pudiera hacerla reír, algún comentario a sus intervenciones mediáticas… Otras veces era ella quien iniciaba la conservación, y eso me gustaba.
Pronto pasamos a un plano más personal, en el que descubrí que Lara y yo habíamos tenido vivencias similares. Ella tuvo que dejar a su familia con solo 13 años, para vivir en una ciudad en la que las instituciones públicas de su país habían puesto en marcha un proyecto pionero. Se trataba de un centro de alto rendimiento para jóvenes promesas del deporte que también sería escuela, donde ella tendría que entrenarse a fondo y estudiar para desarrollarse intelectualmente de forma paralela, en las escasas horas libres que le dejaba el tenis.
Aquella escuela y las sensaciones que experimentó inicialmente me recordaron a lo que también yo viví durante mi adolescencia. Me crié en una villa de Gales, Brecon, con un entorno rural junto a una cadena montañosa. Mi padre tenía negocios relacionados con la ganadería y la agricultura, y lo cierto es que tanto yo como mis dos hermanos y mi hermana nos criamos con muchas comodidades y una madre siempre presente en casa. No fue así la infancia de Lara, pero yo también me tuve que despedir del confort familiar cuando, terminados los estudios primarios, mis padres decidieron enviarme a Londres para estudiar la Secundaria en un instituto privado, como interno. Una costumbre muy británica.
Tengo recuerdos contrapuestos de aquella época. Me convertí en el rarito de inicio, pues mis inseguridades me impedían juntarme con otros niños a cuyas posibles crueldades sentía que me exponía. Y, además, llamaba a casa a diario para hablar con mamá. Ella me notaba angustiado y se entristecía, así que trataba de ayudarme como podía.
—Mamá, no me gusta este sitio —me quejaba. —¿Por qué no puedo volver e ir al instituto del pueblo? Estudiaré mucho, te lo juro. Y sacaré buenas notas.
—Cariño, creo que vas a tener más posibilidades de futuro si estudias allí. Te curtirá. Tienes que intentarlo, Harry, estás obcecado en que no, y así no atraerás lo positivo.
—Pero, mamá, este sitio no tiene nada positivo.
—¡Claro que sí! Mira, hagamos un trato. Si de verdad no consigues disfrutar tu estancia allí, estudias este curso y se acabó. En Semana Santa, si quieres, te vuelves. Me comprometo a darte de baja e inscribirte en un colegio aquí, pero tú, a cambio, también tienes que comprometerte a algo.
—¿A qué? —pregunté.
—A que lo intentarás. Te propongo un reto: pídele ayuda con los deberes a algún niño de tu clase. Hazlo y mañana me llamas y me cuentas qué tal.
Lo hice, así como todo lo que propuso. Unas semanas después, ya no necesitaba llamarla todos los días, y, en cuestión de meses, comencé a hacerlo solo una vez a la semana. Con aquella conversación, mi madre me impulsó a crear recuerdos que sí me hacen sonreír. Muchos están relacionados con Tom que, con 10 años más que yo, se convirtió en el mejor ejemplo de hermano mayor. En aquella época también conocí a Pete y Josh, mis dos mejores amigos, así como al hermano del primero, Johnny, solo tres años menor que Tom. También comencé entonces mis clases de interpretación, fascinado por el teatro y enganchado a los subidones de adrenalina que sentía justo antes de las funciones del instituto en las que participé.
Lara y yo nos terminamos agregando a WhatsApp buscando un entorno virtual más íntimo, porque tanto su equipo como el mío nos ayudaban a gestionar redes sociales y podían tener acceso a nuestras conversaciones. Hablábamos de tenis, de la industria del cine, de gustos y aficiones e incluso me hizo alguna confidencia. Me convencí pronto de que ella también tenía interés, y eso me daba ventaja.
Habían pasado dos semanas desde la primera conversación y cada vez era mayor mi deseo de tener una cita presencial con ella. A mis fans les daba la impresión de que yo era un galán que desconocía el fracaso en los lances del amor, pero la realidad era otra. Cuando alguien me gustaba para algo más que una relación sexual espontánea, me invadía un miedo atroz ante la idea de meter la pata. Se iba acercando Wimbledon y pensé que para entonces, fuera como fuera, tenía que proponerle un encuentro. Lo que necesitaba saber era cómo, aunque en una de aquellas conversaciones se produjo un ilusionante pequeño giro de guion.

