Harry (3): Marbella
Capítulo 13 de Las rosas de Abril.
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Me llevé días pensando en aquel primer beso con Lara, la noche de su flamante victoria en Wimbledon. Me hubiera encantado pasar la noche con ella, sí, pero entendía las circunstancias. De hecho, me pareció justo pagar el peaje de no intimar en aquella ocasión, a cambio de ir a visitarla a su propia casa solo unos días más tarde.
Mis amigos estuvieron muy insistentes después, pero no quise darles muchos detalles. Sí reconocí que nuestro encuentro se produjo.
—Te odio, tío. Eres un puto cortejador.
Había decidido poner rumbo a Marbella el miércoles por la mañana, aceptando su invitación. Serían solo unos días y, aun así, casi no me contenía las ganas de volver a verla. Me imaginaba con ella y acudían a mi mente recuerdos de aquel primer contacto: sus labios dulces, su pelo sedoso, su olor, nuestros cuerpos unidos emitiendo calor y sus ojos de gata mirándome con deseo. Se me subía la libido pensando en Lara Martín, fuera cual fuera el contexto.
Me tenía enganchado. Me había aficionado a buscar vídeos suyos en YouTube, tanto de sus mejores momentos en la pista como de, más interesante aún, sus ruedas de prensa. Lara tenía que someterse a las preguntas de los periodistas con más frecuencia de la que yo lo hacía, prácticamente después de cada partido, cuando las mías se ceñían solo a las etapas de promoción. Vi un vídeo de 20 minutos de sus respuestas más hilarantes, la mayoría dadas en español, aunque la persona que había subido el vídeo lo había subtitulado al inglés.
Me hicieron reír todos los extractos que vi. En uno de ellos, Lara llegaba a la sala de prensa con mala cara. Alguien quiso gastarle una broma, probablemente fruto de la confianza que se veía que había desarrollado con algunas personas que la seguían siempre de cerca.
—Tanto que has tardado y ahora te presentas con esos pelos —dijo un periodista, bromeando.
Ella le echó una mirada de arriba a abajo, molesta, y sentándose ante la mesa respondió:
—Pues por lo menos yo tengo pelos.
La sala entera prorrumpió en una sonora carcajada mientras Lara se levantaba rápidamente para disculparse con el periodista, entre risas, al que dio un abrazo. Resultó que el tipo era calvo. En aquellos recopilatorios ella me parecía irónica, algo mordaz y, en cierto punto, histriónica. Muy natural y espontánea, en definitiva, y eso me gustaba.
Sus fans también habían recopilado otras intervenciones en las que se demostraba sensata y madura, dando unas respuestas muy convincentes. También vi aquellos vídeos, y alguno titulado “Las preguntas más vergonzosas a Lara Martín” que me llamó la atención por la solvencia con la que ella respondía.
Por fin, el miércoles puse rumbo al aeropuerto de Stansted para que un avión privado me llevara a Málaga. Barajé un vuelo comercial, pero quería evitar las miradas indiscretas y, peor aún, las fotos que siempre acababan en perfiles de redes sociales dedicados al cotilleo. Mis fans se preguntarían qué intenciones me llevaban a Andalucía, al sur de España, adonde me dirigía por primera vez. Y ya había comprobado que eran capaces de averiguar cualquier dato sobre mí si se obcecaban.
Bajé del avión en el aeropuerto de Málaga menos de tres horas después del despegue. A pie de pista, junto a los técnicos del aeropuerto, me esperaba un hombre vestido con pantalón negro y camisa blanca. Se dirigió a mí:
—Míster HaRRy Cross, soy su chófer, Antonio. Acompáñeme, por favor.
Lara ya me había hablado de él. “Es un amor, y muy profesional. Te traerá hasta mi casa, pero apenas habla inglés”.
Insistió en llevar mi maleta y lo seguí durante unos 10 minutos, hasta que llegamos al coche para ponernos en camino enseguida. Ya me habían advertido, pero en lo primero en lo que pude reparar fue en que hacía un calor de órdago. Estábamos en pleno mes de julio y el termómetro del coche rozaba los 40ºC. Me dirigí al conductor:
—Antonio, could you turn the air conditioning up, please?
—¿Cómo dice?
—Ehhh… Aire, aire —dije en mi pobre español.
—Ahh, sí, sí —rio, presionando botones para atender mi demanda. —Caló, mucho caló, míster Cross.
Temía llegar empapado a mi esperado encuentro con Lara, y aún me quedaban unos 40 minutos hasta Cascada de Camoján, la urbanización privada marbellí donde ella se relajaba entre viaje y viaje.
Antonio llevaba la radio encendida, alguna emisora en español de la que no capté ni media palabra. Me avergonzaba no conocer más que el inglés y algo de galés que no usaba en mi día a día. Lara, en cambio, hablaba un inglés fluido con un acento español muy sensual, y su francés era más que decente.
Me dediqué a admirar las vistas: pueblos blancos a ambos lados de la autopista y un cielo azul intenso en el que el astro rey parecía brillar más que en ningún otro sitio. Sabía que muchos de mis coterráneos tenían segundas o terceras residencias en la Costa del Sol, y que volaban con frecuencia en sus aviones privados buscando la tranquilidad.
—La Concha, señó —dijo Antonio, haciendo un arco con la mano para siluetear la montaña que se erigía ante nosotros.
Habíamos dejado atrás la autopista y lo que se extendían a ambos flancos eran imponentes villas rodeadas de vegetación y con la línea que dibujaba el mar de fondo. Estábamos en una de las zonas más exclusivas del sur de España.
Pasamos el control de seguridad de la entrada sin que fuera necesario más que un gesto de Antonio. Subiendo la loma, llegamos a nuestro destino:
—Aquí es —dijo el conductor.
Se abrieron las puertas del aparcamiento para que el coche entrara. A nuestra izquierda, a través de la escalera, se llegaba a la entrada de la casa. A simple vista no parecía muy ostentosa, e intuía que era deseo de su propietaria mantener un estilo de vida sencillo. Todas las comodidades que se podía permitir, pero sin excesos ni derroches.
El conductor sacó mi maleta del coche y yo miré de nuevo a la entrada de la casa. Lara había aparecido y me sonrió desde la lejanía, portando un vestido blanco ligero y largo con adornos en el pecho. Me pareció una diosa griega moderna viviendo un anacronismo.
Subí las escaleras y observé cómo ella saludaba a Antonio con la mano antes de que saliera del aparcamiento. Coronado el último peldaño, me impresionaron las vistas: frente a la fachada se extendía la piscina, desde la que se veía La Concha con sus villas semiocultas entre la vegetación y el mar de fondo. Subí unos cuantos escalones más para llegar a un amplio pórtico con columnas con un estilo entre lo colonial y lo autóctono. Allí me esperaba Lara.
—Hola —saludé en español.
—Hola. ¿Qué tal el viaje?
—Bien, sin contratiempos.
—Espero que te guste mi casa.
—Seguro que sí.
Tras un par de besos breves de bienvenida, la seguí al interior del chalet. Accedimos primero a un pequeño hall en el que vi un espejo.
—Espera, quiero darte algo —dije.
De mi bolsa de mano saqué el pequeño estuche que había comprado en Harrods el día anterior y se lo entregué.
—¡Vaya! Gracias, pero no tenías que molestarte.
—No seas tonta, es solo un pequeño regalo. Por Wimbledon y lo que está por venir.
Era una gargantilla de oro doble con dos colgantes: en uno, un par de pequeñas raquetas de tenis cruzadas; en el otro, una estrella. La abrió y la miró detenidamente con gesto de sorpresa.
—Es muy bonita, Harry. Me encanta, de verdad. Ayúdame a ponérmela.
Se giró para colocarse frente al espejo y de espaldas a mí. Retiró su cabello para que pudiera abrocharla más cómodamente, y luego se quedó mirando su reflejo mientras tocaba los colgantes con las yemas de los dedos. Desde detrás, sin poder resistirme, la agarré por la cintura.
—Estás preciosa. Eres preciosa —le susurré.
Ella se giró para quedar frente a mí. Rodeó mi cuello con sus brazos, se puso de puntillas, acercó sus labios a los míos y nos fundimos en un largo beso. Luego se apartó, dejándome con ganas de más.
—Vamos a seguir el tour, ¿vale? Deja las maletas ahí, luego las recogemos —dijo.
La seguí sin oponer resistencia, aunque la casa no me despertaba aliciente alguno en ese momento. En quien sí tenía interés era en su propietaria, que se mostraba escurridiza. De habitación en habitación, la sujetaba por la cintura para acercarla a mí, pero ella siempre encontraba la manera de zafarse para proseguir la ruta. Hasta que por fin...
—Y esta es mi habitación.
Entendí entonces por qué ese afán de guiarme de un lado a otro sin dejarme tiempo ni espacio para disfrutar de ella. La habitación tenía las persianas a medio bajar, olía a sándalo y había encendidas velas de colores cálidos. Sonreí y me senté en el borde de la cama.
—Ven aquí —le pedí, dándome una palmada en los muslos.
Obediente, se subió la larga falda para cumplir con mi petición. Observé el recorrido del tejido bajo sus dedos, recorriendo sus piernas. Después se sentó a horcajadas sobre mí.
—No sabes las ganas que tenía de que llegara este momento —le confesé.
—Yo también —reconoció ella.
Comenzamos con besos lentos, ella rodeando mi cuello con sus brazos, y yo su cintura. Dejé caer mi espalda suavemente y tiré de ella para que quedara tumbada sobre mí, y así comenzar mi juego de manos: acariciándole la espalda, la cintura, el trasero, arañándole suavemente los muslos... Continué la trayectoria de su vestido donde ella la había dejado para quitárselo, y ella, con docilidad, alargó los brazos para facilitar mi tarea y permitirme que la dejara en ropa interior. Después fue ella quien me desnudó a mí.
Nos colocamos de costado, uno frente al otro, y continuamos con los besos: en la boca, en el cuello, en el busto. Aproveché para retirarle el sujetador y descubrir sus pechos, que no eran ni grandes ni pequeños. Los besé con delicadeza. Descendí lentamente hasta la parte inferior, acariciando su piel con mis labios. Bajé sus braguitas y le acaricié el vientre, a modo de primera incursión, para luego reiniciar la ascensión por su cuerpo. Continué pasando las yemas de los dedos por su abdomen y sus pechos. Me detuve para besarlos de nuevo y lamer brevemente sus pezones duros. Estaba embelesado con su cuerpo, con su aroma y con el tacto de su piel, que me encantaba, y noté cómo ella revolvía las piernas por la excitación.
Lara me empujó suavemente a un lado y se subió sobre mí. Estaba excitada y ya no quería esperar para sentir mi pene erecto bajo su sexo y besarme mientras revolvía mi pelo.
—Oh, Harry, eres tan sexy. Dime qué quieres que te haga —me dijo, ansiosa por darme placer.
No dije nada. Me incorporé para colocarme y la agarré con mis fuertes brazos para ponerla de nuevo sobre la cama, su espalda contra el colchón. La basé en la boca y fui marcando con besos el camino hacia su clítoris para lamerlo ligeramente por primera vez. Ella gimió, y yo comencé el juego con mi lengua y con mis dedos: lamiendo su clítoris con la punta de la lengua, rodeándolo con mis labios para tirar suavemente, acariciando sus labios mayores y menores… Mientras tanto, introduje un dedo en su vagina, y noté cómo se contraía. Luego un segundo dedo, y a continuación mi lengua.
—¿Te gusta? —susurré.
—¡Dios, sí! —contestó ella, revolviéndose y con los ojos cerrados.
Continué recreándome en su sexo. Su jadeo era cada vez más intenso.
—¡Sí, Harry. Harry, Harry, sí! —susurró al alcanzar el orgasmo.
Pasé el dorso de mi mano por la boca y le di un beso fugaz antes de entrar en el baño de la habitación.
—Vuelvo en un segundo.
Me refresqué brevemente porque, a pesar del aire acondicionado, estaba más acalorado que antes. Al volver, ella estaba de rodillas en la cama.
—Siéntate sobre el cabecero —me pidió. —Te voy a follar.
Impetuosa y apasionada, Lara deseaba complacerme y lo expresó de un modo muy explícito. “Le gusta el dirty talking”, pensé. Me desprendí de la ropa interior y obedecí. Ella se sentó sobre mí, colocó un preservativo que tenía ya abierto sobre la mesita de noche y sujetó mi miembro para introducirlo en su vagina. Gemí mientras lo hacía. Comenzó a moverse, subiendo y bajando, variando el ritmo, alternando con besos en la boca y en el cuello. Hacía movimientos circulares, luego arriba y abajo, después descensos profundos con los que entraba en ella por completo.
—¿Te gusta así? —me preguntó.
—¡Oh, sí! —le contesté, jadeante. —Voy a terminar ya.
Me había masturbado esa mañana esperando alargar el orgasmo, pero fue en vano, porque estaba muy excitado y Lara se movía muy bien. Terminé con la boca entreabierta y emitiendo los clásicos sonidos guturales del orgasmo, con los ojos cerrados. Cuando los abrí, ella me miraba fijamente con una expresión de satisfacción y mordiéndose el labio. Me besó brevemente y se quitó de encima para colocarse a mi lado. Yo la miré y sonreí.
—Uf, siento no haber tardado más —me disculpé.
—Lo mismo digo —reconoció sonriendo.
Me retiré el condón y acerqué mi cuerpo al suyo para que no hubiera distancias.
—Me gustas mucho, ¿sabes? —declaré. Ella sonrió y volvió a besarme, lo que, por el momento, me pareció suficiente.
Hablamos sobre lo que haríamos el resto del día, sobre el viaje, sobre las primeras impresiones de su tierra y sobre su casa. Nada demasiado profundo por el momento, solo haciendo tiempo para un segundo asalto.

