Harry (4): Objetivos
Capítulo 19 de Las rosas de Abril.
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Cuando el calendario me lo permitía, uno de mis pasatiempos favoritos era conducir durante horas y parar en alguna villa con encanto. Los coches eran una de mis debilidades y, dependiendo de las personas que estuvieran dispuestas a acompañarme, optaba por un modelo coupé o alguno con más plazas. Días después de mi visita a Andalucía, y a punto de sumirme en la vorágine del estreno de Conquering worlds, propuse una de aquellas salidas a los chicos. Me acompañaron mi hermano Tom, Pete y Josh, así que opté por mi Rolls-Royce Phantom de 2003 y pusimos rumbo a Bibury, un pueblo de la campiña inglesa a unas dos horas de Londres.
Ninguno de mis amigos, ni siquiera mi hermano, sabían que hacía unos días había visitado Marbella, aceptando la invitación de Lara. Y eso que, después de confesarles mi primer encuentro con ella, el día de la final de Wimbledon, habían insistido mucho para conocer detalles. Lo único que les había contado es que me gustaba, que seguíamos en contacto y que, seguramente, volveríamos a vernos.
Aquel día, sin embargo, estaba tan relajado que quise abrirme con ellos. En cuanto anuncié mi intención de contar algo y ellos me miraron expectantes, no pude evitar que se me pusiera una sonrisa de oreja a oreja.
—Con esa cara que pones, no hace falta que añadas mucho más —dijo mi hermano.
Lo cierto es que no hubiera servido de mucho disimular que me había vuelto de Marbella loco por Lara Martín. De buena gana hubiera puesto la velocidad de crucero en nuestro relación, aunque entendía que ella mantuviera el pie sobre el pedal de freno y tenía que dejarle espacio. Me lo había dejado claro: “Mi prioridad es el tenis”.
Me fascinaba lo natural y auténtica que resultaba Lara. Estaba acostumbrado a la nula espontaneidad de las personas con tanta exposición mediática, incluso a su arrogancia. Pero ella era sencilla, tan cálida como un abrazo y capaz de hacerme reír. Me gustaba cómo volvía los ojos cuando comía algo dulce, sus bailes espontáneos cuando estaba de especial buen humor, el cariño con el que trataba a sus amigos y su risa estridente cuando lo estaba pasando bien. También cuando levantaba una ceja de suspicacia, elevaba el tono y gesticulaba como una cantante de hip-hop cuando algo la enfadaba. En su justa medida, era intensa. Y sentía que a mí, más bien serio y estirado, me aportaba chispa.
El sexo con ella era una verdadera delicia. A los dos nos encantaba explorar nuestros cuerpos y los límites de nuestro placer, lo que, junto a la comunicación fluida que logramos desde el principio, suponía el combo perfecto. Cuando no estaba con ella, pensaba con frecuencia en su boca entreabierta al llegar al orgasmo y en cómo cerraba los ojos invadida por el placer. A veces le pedía que no lo hiciera. “Mírame”, le decía. “Déjame abierto el ventanal de tus ojos de gata”.
Aquel día, buscando la opinión de mis amigos, también confesé que Lara, a veces, me desconcertaba. Tan pronto era una mujer fuerte, decidida y segura de sí misma como una niña frágil a la que su equipo y su familia llevaba entre algodones a todas partes. Estaba muy influenciada por su entorno, y yo me sentí con frecuencia en un segundo plano. Como si tuviera que conformarme con una pequeña porción de mi postre favorito, cuando lo hubiera comido a todas horas sin miedo a sufrir un empacho.
—Yo quiero ser importante para ella, ¿sabéis? Me gustaría ir ganando peso en su vida —dije.
—Tienes que darle tiempo, Harry. Lleváis muy poco, y la vuestra no es una relación normal —opinó Tom.
—¿A qué te refieres? —quise saber.
—¿A qué va a ser? No hay persona viva que pueda decir que ha ganado un grand slam completo y esté a punto de hacer otro. Solo ella.
—Sí, es cierto —dije.
—Ahora mismo su mundo es el tenis y las personas que tienen relación con el tenis. Si está enamorada de ti, como tú de ella, te dará espacio poco a poco. Mi consejo es que no la agobies y seas paciente.
Debía buscar el equilibrio entre hacerme presente y agobiarla, sí. Tuve la oportunidad de hacerlo en las semanas posteriores a mi visita a Marbella, porque Lara lo pasó francamente mal aquellos días. Yo me esforzaba por entender lo que debía ser para ella estar en la previa del último Grand Slam del año habiendo ganado los otros tres. La compadecía y trataba de animarla en nuestras videollamadas, en las que casi siempre lloraba.
—¿Qué te dice Paco? —le pregunté en una ocasión.
—Le he dicho que se vaya a la puta mierda y he estallado dos raquetas contra el suelo en el entreno de hoy —me dijo. —Créeme: no quieres conocer esta versión de mí. Me siento fatal.
—Se preocupa por ti y estoy convencido de que te entiende. No lo tendrá en cuenta, seguro que podéis hablarlo.
—No puedo con esto, Harry, no puedo dormir por las noches. No quiero decepcionar a nadie y menos aún a mí misma.
Lara se exigía demasiado y, por lo que me contaba, no creía que su entrenador fuera siempre efectivo a la hora de aliviar esa presión. Pero no podía meterme en la relación que tenía con su equipo, así que me limitaba a escuchar y a intentar tranquilizarla. Sin embargo, según se acercaba el US Open, era más y más difícil.
La gira americana en pista dura la llevó a Stanford y a San Diego con todos los ojos de los aficionados al tenis puestos en ella. Perdió, respectivamente, en la primera y en la segunda ronda de ambos torneos ante rivales muy inferiores. Estaba previsto que su coach viajara directamente a Nueva York, pero adelantó el viaje para atenderla de urgencia porque se sentía cada vez más bloqueada. También lo hizo su familia.
—Dios, es que me siento incapaz de pasar de las primeras rondas del Open —me dijo llorando en una de nuestras conexiones. Me rompía verla así y no poder abrazarla.
—Me dijiste que tu película favorita de los últimos años era El alambre, ¿verdad?
Me miró desconcertada tras la pantalla.
—Sssí. Sí. ¿Por qué me preguntas eso ahora?
—No te dije que yo audité para esa película. Para el papel principal, nada más y nada menos.
—¿En serio?
—Sí. Había leído la novela, conocía las expectativas que creaba su adaptación al cine y me moría de ganas de dar el salto internacional. Sentía que podía salirme bien, era un proyecto que me ilusionaba.
—¿Y qué pasó?
—Que también pasé muchas noches sin dormir. Llegué al casting nervioso y con un aspecto horrible. Me trabé varias veces y acabé olvidando el guion. Fue un desastre. Ni un niño de colegio no lo hubiera hecho tan mal en la obra de fin de curso.
—Vaya.
—Salí lamentándome por haber dado una imagen de principiante y pensando que nunca podría dar el salto definitivo, que yo no era lo bastante bueno como para cumplir ese sueño. Al día siguiente, Craig me llamó para darme la noticia evidente: no tenía el papel.
—Qué pena. Me hubiera encantado verte en esa película —dijo Lara.
—También me dijo que la producción y la dirección de Mark H. se habían interesado por mí para el rodaje y querían verme. Hice un breve casting la semana siguiente, y el resto de la historia ya la conoces.
-¡Vaya! Pues entonces acabó bien, ¿no?
-Sí. Al igual que acabará bien tu año. Mira, Lara, lo que veo en ti desde que te conozco es pasión y talento. Me maravilla la relación que tienes con el tenis, y tú ni siquiera lo consideras un trabajo. Me inspiras a ser mejor en lo que hago, tanto a mí como a todas las personas que te ven y te admiran como yo. ¿A quién crees que puedes decepcionar con esa actitud y después de todo lo que has conseguido?
—Bueno, no sé…
—Escúchame. Estás sobradamente preparada para lo que está por venir. Lo vas a dar todo de ti y nadie te podrá reprochar nada, ni siquiera tú misma. Vas a saborear cada segundo porque estás viviendo el mejor momento de tu carrera, eso es indiscutible sean cuales sean los resultados. Juega convencida de que, al final del torneo de Nueva York, vas a sentirte orgullosa de ti misma.
—Dios, Harry, no sé qué decir… Muchas gracias, de verdad. Significa mucho para mí que me animes de esta forma.
—Estoy aquí para lo que necesites y lo sabes. Ojalá pudiera darte un abrazo.
Además de hacer videollamadas continuas con Lara, aproveché aquellos días para visitar al resto de mi familia, a la que informé de nuestra relación. Tanto mis hermanos y cuñados como mis padres se mostraron entusiasmados, pero comedidos. Hasta entonces, mi vida amorosa había sido un ir y venir constante de decepciones, así que se ponían en guardia cuando me veían ilusionado. “Ojalá te salga bien, de verdad”, me dijeron, escuetos.
Mientras tanto, mi equipo cerraba con la productora de mi última película todos los detalles de la promoción, que comenzaría a finales de agosto. Yo aguardaba en Londres, aunque habría viajado con Lara si no me hubiera pedido expresamente que no lo hiciera. Quería evitar un elemento más de presión, la de paparazzis persiguiéndonos a todas partes cuando nuestra relación se hiciera pública. Me conformaría con videollamadas por el momento, pero le pedí a Craig, mi representante, que me despejara el calendario tanto como fuera posible para el torneo de Nueva York. “La promoción comenzará por entonces, Harry. Veré lo que puedo hacer”, me dijo.
Lamentablemente, pudo hacer poco, algo que ya me temía. Ya sabía que la película se estrenaría el 21 de septiembre y que la promoción duraría un mes, así que para el comienzo del torneo estaría ya de lleno sumido en la tarea. La agenda no me daba tregua alguna: Reino Unido, Francia, México… y Estados Unidos, pero solo al final de la gira. Por más que supliqué una renegociación, no hubo manera. “Es lo que hay, Harry, lo siento”, me dijo Craig. Cuando comenzó el cuarto Grand Slam del año, que podía encumbrar a Lara como la mejor tenista de la historia, yo estaba a miles de kilómetros de distancia. Ella lo entendió y se conformó con que habláramos por videollamada a diario.
Afortunadamente, Lara rompió la inercia negativa que había acumulado tras la final de Wimbledon. Como cabeza de serie, pudo evitar a las rivales más fuertes en las primeras rondas, y eso le sirvió para recuperar la confianza. Despachó los primeros partidos con resultados contundentes: 6-1, 6-2; 6-2, 6-0 y 6-2, 6-1. El torneo se puso cuesta arriba a partir de la cuarta ronda, en la que Lara cedió su primer set. Fue ante la bielorrusa Tatyana Petrova, que la dejó exhausta gracias a la potencia de sus drives. Lara tuvo que echar el resto para que el partido acabara 6-3, 6-7, 7-6.
La buena noticia era que sus rivales iban cayendo poco a poco, y el camino se allanaba hacia una hipotética final. En aquel US Open hubo varias sorpresas en el tenis femenino: la canadiense Hailey Atwood se retiró por lesión en la tercera ronda. Su amiga, la también tenista española Martina Rodríguez, cayó ante una rival inferior en la segunda. También la podía poner en apuros la china Lin Wuan, pero perdió antes de un posible cruce en cuartos de final en uno de los partidos más seguidos del torneo.
Hablaba con Lara a diario, antes y después de los partidos.
—Me encantaría estar allí celebrando contigo y animándote —le decía.
—Y a mí que estuvieras. Tengo muchas ganas de verte.
—Te prometo que estaré en la final, ¿vale?
—Vale, pero tengo que llegar.
—Llegarás. No lo dudes.
Lo hizo. En los siguientes días de competición, Lara eliminó a la ucraniana Olena Petrenko en cuartos de final, en un partido menos complicado que el de la cuarta ronda y que terminó 6-2, 6-2. Algo más difícil se lo puso la rusa Natasha Novikova, cuya altura de 1,80 le permitía unos saques potentes a los que Lara se desfondaba para llegar. Pero su tenis era de una calidad inferior, y el partido terminó con 6-3, 6-4.
La final se jugó el 8 de septiembre. Justo 24 horas antes, yo aún tenía que atender a la prensa francesa en París en una ronda de entrevistas ineludible junto a mis compañeros de reparto. Pensaba ir a Nueva York y reengancharme a la gira en Ciudad de México, aunque Craig tuvo que emplearse a fondo para conseguirlo. Lo que parecía misión imposible era llegar, pues el vuelo me llevaría casi 8 horas y, sin contemplar retrasos, llegaría con el partido a punto de comenzar.
Tras una jornada maratoniana y un vuelo que me pareció interminable, llegué al aeropuerto JFK de Nueva York a solo 15 minutos de que comenzara el encuentro. Necesitaba unos 20 para llegar al Flushing Meadows, manteniendo la vana esperanza de que el tráfico neoyorquino fuera benévolo. Le di 50 $ al conductor para que hiciera toda clase de adelantamientos temerarios, pero yo tenía que estar en las gradas cuanto antes.
Llegué cuando el partido llevaba media hora empezado, abriéndome paso entre la gente. Leo me consiguió un asiento 10 filas por encima de donde se encontraban tanto él como otros miembros del equipo y su familia. No había habido presentaciones oficiales por el momento, así que preferí no sentarme en el box que ocupaba su gente en aquella ocasión. Una vez en mi sitio, respiré tranquilo y escribí a su amigo para avisarle de mi llegada y darle las gracias de nuevo por las gestiones. Me saludó desde lejos en señal de “no hay de qué” y me concentré en el partido.
Lara iba vestida de rojo con bordes azules en la camiseta, la falda y la visera. Había conseguido su primer juego y estaba a punto de romper el saque por primera vez. Su oponente era Akiko Tanaka, una japonesa de 20 años que, contra todo pronóstico, había conseguido meterse en la primera final de Grand Slam de su carrera. Resultó una revelación en el torneo al vencer a rivales bastante superiores, pero se lo estaba jugando todo ante la ganadora de los otros tres Grand Slams del año. Todo el estadio estaba con Lara, y diría que el país entero y el resto del mundo. Si hubiera vida en el universo, apostaría a aquella noche también estaba del lado de Lara Martín.
Lo cierto es que el partido no se le complicó en exceso. No tuvo que tirar de épica como en la final de Wimbledon, y la comodidad que le brindaba el encuentro la motivaban a desplegar ese tenis tan vistoso. El público coreó su nombre cuando mandó a la línea del pasillo de dobles un revés cortado que cogió a su rival a contrapié. Volvió a hacerlo con una volea desde la red que pilló a la japonesa en la diagonal opuesta. Y cuando logró un remate más propio del tenis masculino que del femenino tras un globo de la rival.
El encuentro estaba visto para sentencia cuando Lara consiguió tres bolas de partido. Perdió la primera. En la segunda hubo un intercambio rápido hasta que logró desplazar a su oponente a la izquierda para meter por el lado contrario un golpe de derecha imparable al fondo de la pista. Tanaka pidió el ojo de halcón, pero la bola fue buena.
El estadio se vino abajo. Lara Martín acababa de conseguir el cuarto grande del año y, por lo tanto, el segundo Grand Slam completo de su carrera. La gesta la dejó llorando en el suelo de la pista durante unos instantes mientras el público coreaba su nombre y aplaudía hasta quedarse con las manos rojas. Vi a su familia y a su equipo llorar y abrazarse, y yo estaba también emocionado. La organización del US Open tuvo varios detalles con ella, pero el más vistoso fue el que desplegó tras el partido. Parte de la grada formó un mosaico en el que se podía leer “Felicidades, Lara” en español. Ella lo agradeció con varios abrazos simbólicos.
Saludó a su oponente, que la esperaba pacientemente en la red, y se clavó de rodillas en el suelo con los brazos en alto. Se levantó para ir corriendo al box de su familia y equipo, saltando las vallas de los patrocinadores. Todos hicieron una piña en torno a ella, llorando de la emoción, y luego pasó algo que daría mucho que hablar en las crónicas del postpartido. Le dijo algo a Leo, y él se volvió para señalar en mi dirección. Desde lejos, Lara me tiró un par de besos con la mano y a mí me volaron mariposas en el estómago. Se los devolví con más efusividad incluso de la que ella empleó para lanzarlos, sin que pasara desapercibido ni para el público ni para la prensa.
Después vinieron los discursos y las preguntas de rigor de las dos grandes cadenas de televisión que cubrían el evento. El postpartido duró más de lo habitual porque Lara acababa de hacer historia. De todo, me quedé con las palabras de su rival:
—No tengo la sensación de haber perdido, a pesar de haber traído la ilusión de ganar un Grand Slam. Jugando contra ti en un día como hoy, he ganado. Mi más sincera enhorabuena—.
A Lara la esperaban muchos agradecimientos que dar entre prensa, personalidades y patrocinadores, pero aquella noche podría celebrarlo con su familia, amigos y equipo. Yo también asistiría, por supuesto. Iba a ser mi presentación oficial y estaba nervioso, quería causar una buena impresión. A pesar de llevar años viajando de un lado para otro y viviendo en otra ciudad, sabía lo importante que era su familia para ella.
El de las introducciones fue Leo. Me presentó a su entrenador, a su preparadora física, a su fisioterapeuta, a su coach, a su padre, a su madre, a su hermano y a su cuñada. Todos fueron amables conmigo, pero me dejaron espacio tras unas preguntas introductorias: que si había llegado bien, que cómo había visto el partido, etc. Esperamos a Lara en una zona de acceso restringido del estadio y me quedé para el final en la ronda de besos y abrazos. No pude resistirme cuando llegó hasta mí. La subí en mis brazos y giré de alegría.
—Congratulations, honey! I’m so proud of you —le dije.
Aunque visiblemente ruborizada ante las miradas de su familia, Lara me besó y me dio las gracias.
—Gracias. Gracias por las felicitaciones, pero, sobre todo, por venir.
Vi que llevaba puesta la gargantilla que le regalé en Marbella. Toqué las raquetas cruzadas con las yemas de los dedos.
—La he llevado durante todo el torneo —dijo. —Me ha dado suerte.
Sonreí y volví a besarla.
La cena tuvo lugar en un restaurante cercano al hotel en el que teníamos reserva, y todos me hicieron sentir como uno más. Su madre apenas hablaba inglés, y cuando quería comunicarse conmigo gritaba y gesticulaba como si estuviera sordo. No dejó de hablar en ningún momento, algo que ya Lara me había advertido: “Es muy buena y cariñosa, pero intensa como cuatros cafés negros. Solo para disfrutarla en pequeñas dosis. A ella mi a tía, su única hermana, que es peor”. Su padre era más diplomático y sí hablaba un inglés suficiente como para mantener una conversación, al igual que su hermano. Ambos eran grandes aficionados al fútbol: el padre del Sevilla FC, como Lara y casi toda su familia; el hermano, sin embargo, era del otro equipo de la ciudad, el Betis. Comenzamos con un tono sosegado, pero acabaron discutiendo entre ellos en español mientras Lara reía. Estaba feliz, y yo también.
Al salir del restaurante, ocurrió lo que también temíamos, y más tras el intercambio de besos al aire en Flushing Meadows: había fotógrafos. Lara y yo caminábamos con el resto del grupo, ella agarrándome por la cintura y yo con el brazo sobre sus hombros. Los flashes se dispararon a nuestro alrededor y captaron una foto que, por supuesto, dio la vuelta al mundo en pocas horas. Se había convertido en la primera instantánea pública de nuestra relación, pero, en una noche como aquella, poco nos importaba. No había nada que ocultar, estábamos felices.
Me moría de ganas por quedarme a solas con ella, pero hubo lugar para poco en la habitación del hotel. Apenas se cambió de ropa, Lara se tumbó en la cama y dio la primera cabezada. Me quedé observándola con ternura, admirando la aparente fragilidad de una campeona colosal que solo se rendía ante Morfeo. Abrió los ojos unos segundos y me descubrió mirándola.
—Sabes que te quiero, ¿verdad, mi heroína? —le dije.
—Yo también te quiero, mi galán —respondió ella, abrazándome y justo antes de cerrar los ojos de nuevo, para adentrarse en un sueño profundo.

