Harry (6): La limo

Capítulo 28 de Las rosas de Abril

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Pasé unos días más en Brecon después de la Navidad. Cuando el calendario me lo permitía, me gustaba estar en la casa que había adquirido en mi pueblo natal, donde podía ver a mis padres y otros miembros de mi familia de forma más asidua. Tenía recuerdos bonitos de mi infancia en aquel lugar: en el campo, con los animales y en largas convivencias familiares. En algún momento de la preadolescencia, mis incipientes aspiraciones y los desencuentros con otros niños y niñas me hicieron renegar de aquel lugar. Sentía que se me quedaba pequeño y quería marcharme a la gran ciudad, a la que veía como la vibrante tierra prometida. La nostalgia que experimenté después me dio de bruces contra la realidad, y desde entonces me esfuerzo por no perder mis raíces.

El rodaje de mi próximo proyecto no comenzaría hasta mediados de marzo, así que tenía bastantes semanas por delante para relajarme. Ante el aluvión de ofertas que había conseguido tras Mark H., Craig, el resto del equipo y yo trazamos un plan: daría prioridad a los proyectos de acción que, además, abarcaran géneros como la fantasía, la historia o la ciencia ficción. Y, a ser posible, que fueran adaptaciones de sagas o se vislumbraran opciones de continuidad. Las grandes franquicias habían creado legiones de fans a lo largo de la historia del cine y la televisión, y procuraban opciones de mantenerse en lo más alto.

Mientras las cámaras volvían a reclamarme, podría pasar tiempo con mi chica. Cerca de seis meses después del inicio de nuestra relación, estaba seguro de que era la que más ilusión había despertado en mí hasta el momento. Estaba muy enamorado de Lara y me encantaba pasar tiempo con ella, pero sentía que ese amor también me hacía vulnerable: me preguntaba continuamente si lo nuestro duraría, pues nuestros trabajos eran altamente demandantes. Que el día de Navidad Lara me dijera que no quería mirar al futuro, incrementaba mi angustia. ¿De verdad estaba tan centrada en el tenis? ¿O esquivaba mis preguntas porque no estaba segura de la relación? Intentaba que no me sobrepasara la incertidumbre, que ya me había jugado malas pasadas antes. Cuando Lara y yo estábamos juntos, estábamos muy bien. Eso era lo importante.

Mi novia tuvo la agenda apretada entre finales y principios de año con la gira australiana, la que marca el inicio de una nueva temporada: Brisbane, Sidney y Melbourne. Me convertí en un experto en tenis femenino: presenciaba algunos de sus duros entrenamientos, la animaba desde la grada en los partidos y la mimaba cuanto podía en su tiempo libre, física y emocionalmente. No me pesaba viajar con ella y su equipo porque, allá donde se alojaran, siempre había suficientes servicios con los que entretenerse. Incluyendo gimnasio, donde podía trabajar mi forma para mi próximo papel. Pero notaba que mi presencia continua levantaba las suspicacias de Paco, su entrenador. Sentía que me percibía como una distracción para ella, y a veces me hacía peticiones expresas del tipo “Déjala dormir hoy”. No sé qué concepto tenía Paco de mí, pero yo tenía tantas ganas como él de que Lara continuara en lo más alto.

La primera gran cita del año, el Open de Australia, no terminó como mi chica esperaba. Parecía que se había acostumbrado a ganarlo todo, y se tomó como un mazazo terminar eliminada en cuartos. Afortunadamente, el calendario de la WTA la llevó a Sevilla los primeros días de febrero para disputar un partido de la Fed Cup, así que se le pasó pronto la decepción. Estaba deseosa de desplegar su maravilloso tenis en su ciudad. A mí me encantaba ir a Sevilla. Era una ciudad preciosa y, en cada visita, descubría un nuevo rincón, una nueva receta o a alguien interesante. De algún modo, también me resultaba curioso y me atraía su chovinismo: era una ciudad enamorada de sí misma.

Para principios de marzo, yo estaba invitado a la gala de los Oscar. Craig me trasladó la curiosa petición de la organización:

—Le damos tres para que el señor Cross pueda venir con usted y con Lara Martín. O bueno, con quien desee —matizó el gestor que se comunicó con mi manager, según me comentó él mismo después.

El equipo de Lara no opuso resistencia a que me acompañara porque, además, uno de sus principales patrocinadores también lo era del evento, y estaba encantado con su presencia en los Oscar. Al día siguiente Lara comenzaba el denominado quinto Grand Slam del año, Indian Wells, que también tenía lugar en California, como la gala de los Oscar. Un inicio de competición que coincidiría con el día de su 25º cumpleaños, para el que ya urdía un plan sorpresa.

La noche de los conocidos galardones del cine, Lara y yo nos preparábamos en un hotel cercano al teatro. Leo se había encargado de que mi chica tuviera a su disposición a peluquero y maquilladora, e incluso que acudiera personalmente la diseñadora de su vestuario para ayudarla a vestirse. La chica, una joven promesa de la moda, voló desde Nueva York para cumplir la petición.

—Me sigo poniendo muy nerviosa para estos eventos. ¡Yo no tengo estilo para andar en tacones! —repetía mi novia.

—Ve en zapatillas deportivas o acostúmbrate. Porque espero que me acompañes muchas más noches como esta.

—Lo haré. Lo siento, no quiero ser aguafiestas y apagar tu ilusión. Sé que este es el gran evento del cine.

—No me quitas la ilusión. La incrementas.

Me encantaba acudir a los eventos de alfombra roja con Lara. Aunque mi novia aseguraba que en ese tipo de eventos no se sentía en su hábitat, siempre se mostraba natural y divertida. Los días previos, medio en broma medio en serio, me instaba a preparar algunas poses con su peculiar espontaneidad.

—¿Me darías un beso de los de Hollywood? —me preguntó en cierta ocasión.

—¿Cómo? ¿Así?

La agarré por la cintura con ambos brazos y ella, ante mi ímpetu, tuvo que arquear la espalda. Como en aquella famosa y polémica fotografía del beso de París.

—Sí. Así —aprobó mi chica al terminar nuestra breve performance.

A nuestros fans también les encantaba vernos juntos. Los comentarios en foros y redes sociales eran casi siempre positivos: les gustaba la pareja que hacíamos. Era algo que me congratulaba, porque algunas de mis más fervientes seguidoras habían acosado virtualmente a alguna que otra chica con la que se me había relacionado. De una joven que conocí a través de unos amigos comunes, y con la que solo salí un par de veces, recuperaron antiguas fotos subidas de tono. Ella no tardó en distanciarse y yo, por deseos de protegerla, no insistí. Algunas, más que fervientes seguidoras, eran obsesivas y dañinas.

Lara hacía alarde de una gracia natural y un sentido del humor excepcional al expresarse. Era sencilla y humilde, por lo que solía caer bien. Además, tenía legiones de fans. Cuando alguno de mis seguidores cuestionaba algo que tuviera que ver con ella, no tardaba en ser reprobado por alguno de sus más fieles. Aún así, mi chica no se libraba de tener algunas cuentas en redes sociales de odio, pero no eran, ni de lejos, masivas.

Aquel día, Lara llevaba un vestido largo blanco: falda estrecha, corte a la cintura, blusa holgada con cuello de pico y media manga fruncida, más brazaletes anchos dorados. Con su recogido sencillo y su maquillaje, discreto pero suficiente, estaba espectacular. Yo llevaba traje negro con solapas de satén, camisa blanca y pajarita, y lo cierto es que me quedaba como un guante. Además, sabía que a mis fans (y a la propia Lara) les encantaba con barba de varios días y el pelo con cierta longitud y peinado hacia atrás de manera que se notaran mis ondas. Estuvimos entre las parejas más aclamadas de la noche, y notábamos cuánto gustábamos a la prensa y al público.

—Un beso, ¡un beso! —nos gritó alguien durante nuestro posado en el photocall.

—Sí, Harry, Lara, daos un beso —apoyó otra persona.

Miré a mi chica, buscando su aprobación.

—¿Estilo Hollywood? —me preguntó ella entre dientes.

Asentí sonriendo y dimos al público lo que pedía. Aquel beso “a lo Hollywood” se convirtió de inmediato en la foto más icónica de nuestra relación. Fue el primer posado de mi vida en el que se me veía besando a mi pareja, y apenas había instantáneas robadas de relaciones anteriores en las que se pudiera confirmar que era yo quien aparecía en la foto. Incluso mi familia me preguntó al respecto, sorprendidos. Pero Lara conseguía contagiarme con su carácter y me sacaba con frecuencia del exceso de solemnidad.

En la previa de la gala pude saludar a algunos compañeros y personalidades de la industria, pero aguardaba con ganas el cóctel posterior. Eran muchos los que se dejaban llevar por el entusiasmo con las copas, luego era un buen momento para arrancar algún que otro compromiso de mantener el contacto. Dejarse ver era clave en los saraos de aquel tipo.

Durante el cóctel, estaba hablando con uno de mis compañeros en Mark H. cuando vi una escena que me revolvió las tripas. Lara estaba en la barra. Se le había acercado John Cooper, un actor británico también afincado en Londres al que me desunía una larga enemistad. Sin pensarlo dos veces, pedí disculpas a mi interlocutor y me dirigí al punto en el que se encontraba mi chica. La tomé por la cintura, obligando a aquel cretino a retirar su brazo, que se había colocado estratégicamente sobre el mismo sitio con la excusa de acercarse para que lo oyera bien.

—Ven, cariño, quiero presentarte a alguien —le dije al oído, y la empujé suavemente para que se moviera.

Lara se trastabilló levemente y yo la así con energía. Aún se giró para dirigirse a John:

Pleased to meet you! —le dijo, girando la cabeza y ya a cierta distancia.

Yo también me giré para mirarlo, pero de manera mucho menos amable. Él me devolvió la clásica mirada fría que nos solíamos intercambiar. Presenté a Lara a algunos de mis mejores amigos del cine, y me gustó verla cómoda y relajada. Definitivamente, resultaba magnética incluso cuando decía no estar en su ambiente.

No nos quedamos demasiado tiempo en la fiesta, porque al día siguiente había que poner rumbo a Indian Wells. Yo había alquilado una limusina, lo que a Lara le pareció demasiado extravagante:

—A veces creo que te pasas de sibarita —me dijo cuando se lo conté.

—Somos una pareja 10 y merecemos una entrada 10 —contesté, y ella levantó las manos en señal de que no pensaba discutir.

Lara y yo teníamos mucho en común. Los dos éramos familiares, dábamos importancia a las relaciones de amistad, teníamos altas ambiciones profesionales y compartíamos alguna afición: a la buena comida, a los viajes o al deporte, entre otros. Pero teníamos una educación y una cultura diferentes que se notaban, por ejemplo, al hacer ciertos gastos que ella consideraba superfluos, incluso frivolidades. Lara era millonaria, pero sus orígenes humildes le impedían procesarlo. Yo también lo era y, procedente de una familia acomodada, gastaba como cualquier hombre rico. Ahora que lo pienso, quizás eso también nos unía: ninguno de los dos había perdido su conciencia de clase de origen.

La noche de los Oscar, el coche nos recogió a la entrada de la fiesta para llevarnos de nuevo al hotel. Tuve que reconocer que me sobraba su enorme amplitud interior, porque yo me quería mantener pegado a Lara. Me había bebido un par de copas, por lo que estaba más achispado de lo habitual.

—Tener una novia tan sexy no puede ser bueno para mi salud —le dije, agarrándole la cara para comenzar a besarla. —No creas que no me he dado cuenta del deseo con el que te miran algunos tíos.

Lara se acordó de una de las escenas de la noche y preguntó:

—Harry, ¿a qué ha venido la escenita con John Cooper? Estaba hablando conmigo, me felicitaba por…

—Nada. No es nada —dije, y volví a acercar mis labios a los suyos. Tenía cada vez más ganas de ella.

—¿Nada? —me volvió a interrumpir.

—Nada —insistí, sin parar de besarle el cuello y el pecho, resignado a no poder hacerlo en los labios.

—Harry… —repitió mi chica, de modo inquisitorio.

—Vamos, nena, ¿podemos hablar de eso más tarde? —dije, sin cesar en mis caricias y mis besos.

Intentaba introducir mi mano por debajo del vestido de Lara para acariciar sus pechos, pero mi chica no lo iba a dejar pasar. Me empujó suavemente para que me apartara y me miró a los ojos, seria.

—Harry, dime la verdad, ¿estabas celoso? —preguntó.

—No —contesté, tras emitir un suspiro de fastidio.

Ella levantó una ceja de suspicacia, así que insistí.

—No, Lara, no estaba celoso —repetí.

—¿De verdad? No me gustan esos numeritos, Harry —dijo mi chica.

Me molestó su tono, así que empleé uno duro:

—Lara, no estaba celoso, ¿vale?

Mi chica me miró unos instantes, sorprendida por mi reacción. Después asintió mordiéndose el labio y se recompuso la parte superior del vestido. Se separó de mí y se sentó con las piernas cruzadas, las manos en el regazo y mirando por la ventana mientras el coche seguía su marcha. Estaba molesta.

Emití otro suspiro de resignación, y luego le dije en un tono más suave.

—John y yo no nos llevamos bien. Sentimos una antipatía mutua. Mira, ahora mismo no me apetece entrar en detalles, pero ese tipo me ha hecho comentarios fuera de lugar varias veces, y me consta que habla mal de mí siempre que se le presenta la oportunidad. Sé que puedes cuidar de ti y que no tengo que meterte en mis movidas con otras personas, pero sentí que se estaba acercando a ti solo para fastidiarme. Lo siento si te molestó, no volveré a hacer algo así.

Lara me miró con sus enormes ojos pardos, calibrando mi gesto. Esperaba que diera por buenas mis explicaciones.

—Me extrañó, pero lo olvidé enseguida. Y ahora me he acordado y quería descartar celos —contestó, al cabo de unos instantes.

—¿Me crees si te digo que no eran celos? —le pregunté.

—Sí. Te creo —dijo ella.

Asentí, y luego ella dijo:

—Sigue por donde ibas, anda.

No tuvo que insistirme porque apenas me había enfriado. Seguí mi excitante juego con más deseo que antes y, cuando regresé a sus pechos, se escucharon crujir las costuras del vestido.

—¡Harry! ¡Aún no sé si tengo que devolverlo! —protestó Lara.

—Dile que le pagamos el doble por él —dije, ahogando sus protestas con mis besos.

El coche se movía por la ciudad, aunque mi calentón no me dejaba ver nada y los cristales tintados nos protegían de miradas indiscretas. Lara también estaba excitada, y fue ella quien dio el paso clave desabrochándome el botón del pantalón.

—¿Quieres? —le pregunté.

—Me tienes a mil, claro que quiero —dijo ella.

Se subió la falda del vestido, se puso de rodillas sobre el suelo de la limo y se bajó el tanga. La señal era inequívoca: quería que la penetrara analmente. Follarme ese trasero tan perfecto era uno de mis mayores placeres. El escenario conllevaba riesgos, pero verla subirse el vestido y bajarse el tanga disipó los pocos recelos que tenía. No había vuelta atrás.

Cuando Lara vio cómo me bajaba el pantalón y la ropa interior, se agachó para colocar su antebrazo en el suelo y dejarme plena visión de su culo abombado, listo para ser penetrado. Lubriqué mi miembro con algo de saliva y lo introduje en su cavidad trasera mientras ella ahogaba un grito.

—Oh, Harry —gimió.

Comencé a dar golpes de pelvis. Lara se incorporó para poner su espalda contra mi pecho y agarrar mis nalgas desde detrás. Era otra señal: quería que lo hiciera con más brío. Cuando la penetraba analmente, a Lara le gustaba que lo hiciera con vehemencia, y yo no podía oponerme.

—Oh, cariño, sí —gritó mi chica.

—Shhh, bajito, nos podrían oír —le pedí, colocando una mano sobre su boca para ahogar sus gritos, sin dejar de dar golpes de cadera.

Volví a introducir un mano por dentro de su sujetador. Estaba completamente absorbido por el placer, cuando noté que el coche se paraba y distinguí una figura acercarse en dirección a la puerta. Era alguien del personal del hotel, al que acabábamos de llegar, y nos encontraría en una escena propia de película porno si lograba abrir.

Lock the doors! LOCK THE DOORS! —grité.

El conductor obedeció justo a tiempo, y pude ver la cara de desconcierto del chico al intentar abrir, sin éxito.

En la puerta del hotel había fotógrafos porque otras personalidades del cine se alojaban también allí. Noté que había contenido el escándalo a tiempo, pero distinguí miradas puestas en las ventanillas negras, esperando a que alguien apareciese cuando se abriese la puerta.

KEEP GOING! —volví a gritar al conductor, sin dejar de penetrar a Lara.

—Sigue, vamos —me pidió mi chica, que actuaba como si nada, solo centrada en el placer.

Obedecí de buena gana.

—Te gusta, ¿verdad? —le susurré.

—Sí. Me encanta que me folles así —musitó ella.

Más encendido aún por sus palabras, no tardé en alcanzar el orgasmo.

Oh, God, darling. Yes, yes! —exclamé al eyacular.

Cuando cesé el movimiento, Lara se tumbó sobre el suelo de la limo, exhausta. Me coloqué a su lado tras subirme las prendas inferiores, y nos quedamos mirándonos. Ambos nos reímos.

—Algún día, este fuego nuestro nos vas a costar un altercado, ¿eh? —dijo mi chica.

—¿Te refieres a algo peor que Lanzarote? —pregunté.

—Mucho peor —contestó ella, y, acto seguido, acercó su cara a la mía para besarme.

—Te quiero, flamenca mía —le dije.

—¿Qué sabrás tú lo que es querer? —contestó ella, antes de besarme de nuevo. Era su manera de decir: “Yo a ti más”.

Pedí al conductor que volviera al hotel, e intentamos recomponernos cuanto pudimos para el paseíllo hasta la entrada. Estaba lleno de fotógrafos y fans, pero nos limitamos a saludar agarrados de la mano y nos fuimos a descansar.

Llegamos a Indian Wells a las 11 h del día siguiente, pues mi chica no tenía partido hasta el lunes. Dedicaría la tarde a entrenar, pero por la noche teníamos una cita.

Para celebrar su cumpleaños, pedí a su equipo que me permitiera agasajarla con una cena a solas con ella, a lo que accedieron. Había reservado toda una sala en el mejor restaurante de Indian Wells y quería regalarle un anillo. Lo compré en Londres con suma discreción para no levantar sospechas, pues nunca se sabía quién podía verte entrar en una joyería. Solicité una cita previa a la que me acompañaron Tom y Beth para ayudarme a elegir.

—¿Vas a pedirle matrimonio? —me preguntó mi cuñada, desconcertada.

—No, no es un anillo de pedida. Es solo un regalo —contesté.

—Ya… Y vas a regalarle la única joya que sabes que no se suele poner, por cuestiones obvias —replicó Beth. Era cierto que Lara no solía usar anillos, porque no le resultaban cómodos para empuñar la raqueta.

No contesté, pero Tom insistió:

—Ella te ha dicho que no mira al futuro y se centra en el presente, pero tú sigues queriendo quemar fases. Te conozco, hermano. Quieres saber si sería capaz de planteárselo si se lo propusieras, ¿verdad? Solo que no vas a proponérselo oficialmente. Te quedarás a medio camino, solo para ver su reacción.

Permanecí callado, un silencio que a Tom le resultó lo bastante elocuente.

—Haz lo que quieras, Harry, pero te aconsejo que no la presiones —sentenció mi hermano.

No pude contradecir a Tom. Era cierto. Me moría por conocer la reacción de mi chica cuando viera el anillo el día de su cumpleaños, en la sala de un restaurante reservado solo para nosotros. Aunque no fuera un anillo de pedida. Al menos, a priori.