Harry (9): Noche en Tokio

Capítulo 43 de Las rosas de Abril

22 min read

El rodaje de la segunda entrega de Mark H tuvo luces y sombras. Por un lado, hubo escenas de especial complejidad técnica que nos llevaron semanas enteras. Completaba jornadas interminables, a veces de más de ocho horas. Quedaba agotado, y la relación con Lara no era precisamente el bálsamo que me sirviera de reconstituyente. Cada vez estaba más confuso, cada vez más me preguntaba por qué era incapaz de comprometerse conmigo, y cuestionaba más sus argumentos. Sé que ella se esforzó por intentar que no discutiéramos desde la distancia, pero, en aquella etapa, yo lo interpreté como cobardía o desinterés por enfrentar una conversación clave en nuestra relación.

Lo positivo era que el proyecto en el que trabajaba me ilusionaba por el éxito de la entrega anterior, y por la posibilidad de trabajar con un equipo excelente que sentía que lograba extraer lo mejor de mí. Entre ellos, Hanna se había convertido en un gran apoyo. De forma sutil, pero firme, Hanna había logrado ganarse de nuevo mi confianza. Al inicio, yo estuve en guardia con ella, pues no quería despertar los recelos de nadie, menos aún de Lara. Pero ella me tendió una mano desde el principio, a la vez que me solicitaba ayuda. Poco a poco, consiguió que me abriera. Y a mí me venía bien tener alguien con quien desahogarme por la inquietud que me generaba mi relación. El peso se tornaba más liviano cuando lo hacía.

—Ella no deja de involucrarse en proyectos personales. Me pide que la espere, me dice que me quiere y que quiere estar conmigo. Pero, más allá de las palabras, no hay hechos. No hay coherencia entre lo que dice y lo que hace —expliqué a Hanna en una ocasión, tomando un café.

—Está claro que es muy buena en lo que hace, le apasiona y siente que tiene mucho aún que explotar —contestó ella.

—Ya, lo entiendo. La admiro mucho por ello y sé que me sentiría fatal si renunciara a algo por mí. Pero no le estoy pidiendo que lo haga. Solo le pido un compromiso a largo plazo, un plan.

—Tienes derecho a hacerlo. Tienes derecho a saber hacia dónde va tu relación. Vamos teniendo una edad y tú quieres saber si cuentas con ella para tener tu proyecto de vida. Ella conoce tus deseos y debería ser clara contigo.

—Puede que ella no sepa lo que quiere. Podría aclararse, y lo haría si me tuviera entre sus prioridades. Dice que sí, que lo estoy, pero, tsss… no lo demuestra.

—Por lo que cuentas… No parece que lo estés. Entre sus prioridades, digo. Pero no lo sé, no la conozco. Apenas he hablado con ella y menos aún sobre vosotros dos.

Las visitas de Lara a Londres se me antojaron puro trámite con el que cubrir el expediente. Era el final de la temporada y ella acusaba el cansancio. Valoraba sus esfuerzos, pero sentía que respondían a un deseo de cumplir con lo que esperaba de ella. Además, sabía que quería hacerse presente para equilibrar el contacto estrecho que estaba estableciendo con Hanna.

Yo amaba a Lara y, pese a que nuestra relación no estaba pasando un buen momento, sabía que la echaría de menos durante mi estancia en Nueva Zelanda. En nuestras videollamadas, mi novia actuaba como si todo fuera bien entre nosotros. Pero yo necesitaba algo que fuera más allá de acciones ambiguas como regalarme un reloj con una frase bonita, lo que se quedó en una mera declaración de intenciones.

Supuso un jarro de agua fría que ella me dijera que no pasaría las Navidades conmigo y que tendría el calendario aún más apretado por la decisión de jugar dobles. Es verdad que el año anterior me advirtió su intención de alternar la celebración de las fiestas finales de año, pero nuestras circunstancias eran muy diferentes ahora. Llevaríamos tres semanas sin vernos para Navidad, y solo sería un breve encuentro antes de volver a separarnos. Me tomé su negativa como un nuevo rechazo que me demostraba que, efectivamente, yo no estaba entre sus prioridades.

—Mira, haz lo que te dé la gana. Yo me rindo, Lara, de verdad.

—Harry, pero el tenis…

—El tenis, ¿qué, Lara? ¿El tenis qué? Es tu prioridad, vale. Y no tienes ya bastante éxito en singles, te metes también en dobles y te comprometes a ir a entrenar con Martina a Barcelona regularmente. Pero es que no solo es el tenis. Es tu grado, la academia, tus negocios en Sevilla, tus contratos publicitarios y todo. ¡Todo está antes que yo!

—No es así. Pero bueno, tú también tienes tu vida, ¿no? Yo estoy en casa ahora, eres tú quien está en la otra punta del mundo.

—¿Y qué hago cuando no estoy trabajando? ¿Qué hago? Acompañarte siempre que puedo. En cambio, yo me tengo que conformar con tus sobras.

Había elevado significativamente el tono, pero ni aún así lograba una reacción de Lara, que se limitaba a aguantar el chaparrón con la cabeza baja y sin decir nada. Ni siquiera podía sostenerme la mirada.

—Harry, no me grites, por favor —dijo al final.

—Grito porque estoy cabreado, y las personas gritan cuando se cabrean.

—Vale, pues voy a colgar y me llamas cuando te tranquilices, ¿vale?

—No, Lara, no me cuelgues, en se…

—Hasta luego.

Mi chica me acababa de dejar con la palabra en la boca, y que terminara la conversación de un modo tan abrupto me pareció una falta de respeto y me encolerizó aún más. Era el colmo de la indiferencia.

—Dios, ¡Dios! —grité, tirando el móvil.

Estaba furioso. Abrí bruscamente la puerta de la caravana del set de rodaje, en la que me encontraba descansando, y me senté en la puerta con la cabeza gacha entre las manos. Estaba sumido en mi decepción cuando escuché un jadeo acompañado de unos pasos sordos. Levanté la cabeza y vi aproximarse a Max, el perro de Hanna, un labrador que ella presentaba como su mejor amigo y se había convertido en su compañero inseparable.

—Eh, chico, ¿qué pasa, amigo? —dije, acariciando a Max en la cabeza y el lomo. Me había encariñado con él.

Vi que Max tenía un trozo de papel doblado y enganchado en el collar. Lo retiré y lo abrí para leer unas palabras escritas con rotulador negro: “El enfado, el mal humor y el dolor pasarán”. Junto a ellas, había unos puntos y líneas curvas componiendo el dibujo de una cara sonriente.

Miré a la caravana de Hanna, que estaba cerca de la mía. Estaba claro que había oído los gritos y el ruido del móvil estampándose contra la pared. Mi compañera estaba bajo el dintel de la puerta, mirando en mi dirección. Cuando hicimos contacto visual, me hizo un gesto con las manos con el que removía una taza imaginaria, y movió la boca exagerando mucho la expresión para que entendiera bien lo que me quería decir: “C’mon. Coffee’s on me”.

Me levanté y me dirigí a su caravana, seguido de Max. Entré y ella cerró detrás de nosotros.

—Ponte cómodo. Te prepararé un reconstituyente.

Hanna preparó un capuchino con cacao mientras yo sacudía mi cabeza, como si el movimiento me fuera a traer una explicación al enésimo rechazo de mi novia.

—¿Sabes que Lara me acaba de decir que no va a pasar las Navidades conmigo? —le dije, enfadado. Necesitaba desahogarme de nuevo.

—Sí, lo sé. Estas paredes son finas como el papel de fumar —contestó Hanna.

Estaba demasiado frustrado como para que me importara quién más había oído aquella conversación. Volví a entonar la retahíla que Hanna ya había escuchado mil veces: Lara, su indeterminación, su aparente incapacidad para comprometerse con nada que no fuera el tenis, ella misma o su familia, sus pasos erráticos para hacerme ver que estaba por mí... Mi compañera se limitaba a asentir, a escucharme y hacerme preguntas no invasivas, solo para entender el contexto de la historia.

Cuando me cansé de hablar de Lara, le pedí que pasáramos a otro tema con el que desconectar. Ella me pidió que reprodujéramos uno de los diálogos que teníamos que rodar en los días próximos, pues necesitaba tener controladas algunas expresiones faciales.

—Seguro que a Mark H no se le escapan las métodos más sofisticados que el terrorismo emplea estos días —comenzó Hanna.

—No estoy para tus jueguecitos, Ruby. Dime donde está el dispositivo que busco.

—Vas a necesitar mucho más que pedirlo para encontrarlo.

En aquella escena, Mark y Ruby tenían un breve forcejeo físico. Nos acercamos para marcar los pasos sin llegar a ejecutar los movimientos, solo para continuar el diálogo. Hanna y yo estábamos muy cerca. En algún momento hicimos contacto visual, y fueron miradas tan intensas que los dos nos quedamos paralizados sin saber cómo continuar. Fue entonces cuando Hanna se aproximó y me dio un beso en los labios.

Inicialmente, no me resistí. A esas alturas, Hanna me resultaba tan cercana que no me resultó invasiva. Que no me zafara de inmediato, me hizo constatar que, de algún modo, yo también lo deseaba. Así que la agarré por la cintura para fundirme con ella y dejarme llevar pero, en cuanto cerré los ojos, se me presentó vívida la imagen de Lara. Quizás nuestra relación estuviera en horas bajas, quizás estaba decepcionado por cómo ella lidiaba con la situación. Pero no merecía la deslealtad.

—Espera, espera. No… No puedo hacerlo —dije, soltando a Hanna y dando unos pasos atrás.

—Lo siento, Harry, lo siento mucho, de verdad. No debí hacerlo —contestó ella, visiblemente apurada.

—Será mejor que me vaya —afirmé, en dirección a la puerta.

—Harry —dijo Hanna cuando estaba a punto de salir de su caravana.

Me giré para mirarla, y ella dijo:

—Por si quieres pensarlo bien, yo sí que estaría dispuesta a todo contigo.

No esperaba que Hanna me hiciera aquella confesión tan explícita. No se había limitado a decirme que le gustaba pasar tiempo conmigo, ni siquiera que siguiera enamorada de mí o que lamentara que lo nuestro terminase. No. Hanna me había dicho, de manera muy directa y muy precisa, lo que yo estaba esperando oír. Solo que no de sus labios, sino los de mi novia. La misma que se encontraba a miles de kilómetros y, para evitar darme respuestas, me había colgado un rato antes.

Volví a la caravana y me tumbé, confundido y sobrepasado por los últimos acontecimientos. Me sentía culpable por haberme mostrado débil con Hanna. Aunque nuestra relación no atravesara un buen momento, Lara merecía respeto y sentía que no se lo había guardado. La quería, quería estar con ella y arreglar lo nuestro. Aunque, por otra parte, Hanna se había convertido en un apoyo para mí. También estuve enamorado de ella, y aunque terminé la relación por incompatibilidad de caracteres, había conseguido verla de otra forma durante las últimas semanas. Hanna me gustaba y, según había dicho, sí estaba dispuesta a construir una relación sólida y estable conmigo.

Quise permanecer distanciado de mi compañera al día siguiente, así que nuestro contacto se limitó a lo estrictamente profesional. Pero continué confuso. Fuera del set me costaba concentrarme y me resultaba difícil conciliar el sueño, pensando en mi relación con Lara y en la propuesta de Hanna. Me hallaba en ese estado de desconcierto e indecisión cuando mi novia apareció en escena, tras interminables horas de vuelo que no compensarían el poco tiempo que podía pasar conmigo.

Llegó un lunes. Ni siquiera podía atenderla bien, pues el rodaje no daba tregua. Intentó dedicarme sus mejores sonrisas y sus bromas, se aseguró de que yo disfrutaba los escuetos encuentros sexuales que nos dio tiempo a tener. Y, probablemente, hubiera sido suficiente si Hanna no me hubiera besado ni hecho la propuesta que me hizo. Habría valorado que mi novia completara un trayecto tan largo solo para pasar unas horas conmigo, pero algo lo había cambiado todo. Algo a lo que yo no dejaba de darles vueltas.

Ella debió de notarlo, porque, a pocas horas de volver a España en avión, la encontré llorando en el baño del hotel. Me apenaba verla así, pero esa vez fui yo quien rehuyó la conversación. Para ser honesto con ella, tendría que habérselo contado todo, y no me atrevía a confesar lo que había pasado con Hanna. Me limité a abrazarla sobre la cama, incapaz de decir o hacer nada más. La dejé durmiendo cuando me marché al set de rodaje, que me reclamó temprano, y ya no volví a verla. Cuando volví, se había marchado de vuelta a su país.

Pensé mucho en Lara en las horas siguientes a su visita. Ella era una mujer increíble, la mejor del mundo en su campo, y tan inteligente, resolutiva e inquieta que siempre tenía proyectos apasionantes en los que comprometerse. Tenía que asumir cómo era y cuáles eran sus circunstancias si quería continuar nuestra relación. Con ella me había divertido mucho, había disfrutado, había sentido apoyo y compartido momentos de mucha complicidad, ¿no merecía todo eso la pena? ¿No merecía la espera? Pensando en todo ello, le escribí:

“Te quiero. Muchas gracias por venir. Nos vemos pronto”.

Lara pasó el fin de año conmigo en Londres, en un parón de 10 días que nos proporcionó el rodaje, entre cambio y cambio de localización. Apenas tuvimos tiempo para estar juntos y a solas, por lo que pospusimos una vez más la larga conversación sobre nosotros que nos debíamos. Mi chica hizo un esfuerzo, pero debía sumirse de nuevo en su rutina y se marchó a Lanzarote para entrenar con Roberto. Juntos pusieron rumbo a Australia para la Copa Hopman y el resto de la gira hasta Melbourne.

Aquellos días, una vez ella se marchó, me reuní con mis amigos de siempre: Pete y su hermano, John, Josh y mi hermano Tom. Hicimos una barbacoa en casa de este último, durante un día soleado que nos regalaron los días posteriores al Año Nuevo. Yo no podía quitarme de la cabeza a Hanna ni a Lara, y necesitaba abrirme con mis amigos para aliviar mi carga mental. No hizo falta que hiciera ninguna introducción, porque se dieron cuenta de que algo pasaba.

—Es la tercera vez que nombras a Hanna, tío —dijo Josh después de que yo contara alguna anécdota del rodaje.

—Ya, bueno. Es mi compañera de rodaje. Normal, ¿no? Paso muchas horas con ella ahora —aclaré, aún sin atreverme a contar la verdad.

—La nombras más que a tu novia —acordó Pete.

Me molestó esa afirmación, pero me quedé callado. Apreté la mandíbula y me quedé mirando cómo los filetes chisporroteaban sobre la parrilla.

—Ya sabemos que él está muy enamorado de su española —añadió Josh para mediar, intuyendo mi malestar.

—Nadie lo pone en duda —apostilló Pete.

Era el momento de sincerarme. La dicotomía Lara – Hanna me enloquecía. El pensamiento recurrente hacia la pasión pero falta de determinación de una, frente a la historia fallida pero proposición en firme de la otra, me estaba consumiendo. No pude más y lo solté.

—En Nueva Zelanda, Hanna me besó y me aseguró que, si estoy dispuesto, ella sí que lo quiere todo conmigo —dije, sin preámbulos.

Mis amigos me miraron atónitos. A Pete se le resbaló hasta las ascuas un filete que ya retiraba de la barbacoa. Josh se quitó las gafas de sol, y Johnny extrajo el cigarrillo de su boca y lo apagó en el cenicero, nervioso. El gesto de mi hermano, en cambio, no trasladó sorpresa alguna.

—¿Qué dices, tío? —dijo Johnny.

—Lo que oís. Ojalá fuera broma, pero no lo es —aseguré.

—Oh, Dios —exclamó Josh, hundiendo su cara entre sus manos.

—¿Pero cómo pasó? —quiso saber Pete.

A esas alturas, ya no iba a ahorrar en detalles, así que lo conté. Conté cómo Hanna se había ido acercando sutilmente a mí desde el primer día, cómo logró que entre nosotros renaciera la complicidad y cómo esperó el momento adecuado para besarme y decirme lo que pensaba.

—Madre mía, tío, vaya marrón —dijo Pete.

—¿Marrón? Dos tías impresionantes comiendo de su mano, ¿cuál es el marrón? —preguntó Johnny.

—Johnny, tío, si no tuvieras la empatía de esa silla de jardín esto te parecería poco menos que el conflicto existencial de un amigo. ¡Seguro que se ha estado rayando un montón! —recriminó Josh, y los cuatro se quedaron mirándome.

—Sí. La verdad es que me estoy volviendo loco.

—¿Pero te has acostado con ella? —preguntó Pete.

—¡No, no! —negué, con brío. —Claro que no. Lara será indecisa e incapaz de comprometerse, pero no merece la deslealtad.

—Claro que no, tío —acordó Josh. —¿Y qué vas a hacer?

—Lo último que pensé fue quedarme con Lara. La quiero, ¿sabes? Ella es… Es una mujer fantástica. Pero siento que no avanzamos. Y yo quiero hacerlo. La vida me va pidiendo otras cosas, no andar haciendo trayectos interminables de avión para poder verla un cuarto de hora.

—¿Y para qué quieres avanzar? —preguntó Johnny. —Tío, déjalas a las dos, quédate soltero y vente de farra conmigo todas las noches. Madre mía, si yo tuviera esa cara y ese cuerpo.

Ignoré a mi amigo que, efectivamente, a veces mostraba poca empatía.

—Estoy hecho un lío. Yo estaba a gusto con Lara. Con ella me divierto, me lo paso bien, me siento cómodo. La admiro mucho, ¿sabéis? Por lo que hace y cómo lo hace, por lo apasionada que es. Pero a veces la veo, no sé, influenciable. A veces creo que el tenis es un cubo de arena en el que esconde la cabeza.

—Ser deportista de élite y vivir bajo presión a diario debe de ser muy duro, Harry —concedió Tom.

Era su primera intervención, e iba en la línea de la advertencia que me hizo sobre ella cuando se la presenté: “Ojalá te salga bien”. A veces me molestaba que mi hermano siempre tuviera razón y pudiera reforzar ocasión tras ocasión el papel de mentor. Así que, casi sin querer, busqué el modo de echarle la culpa a Lara y a su entorno.

—Sí, es cierto. Está sometida a mucha presión, y me lo dejó claro desde el principio. Pero ella está hiperprotegida por su equipo y su familia, cuando no la reclaman unos, la reclaman otros, y ella parece que no quiere decepcionar a nadie. A nadie excepto a mí, claro.

—Ya, tío. El carácter mediterráneo, ya sabes. Dan mucha importancia a la familia. Son como clanes —apuntó Josh.

—Exacto. Y no lo critico para nada, eso forma parte de su personalidad, que me encanta. Su familia es genial, gente llana y humilde. Siempre me han acogido bien en Sevilla, me lo he pasado en grande siempre que he ido.

—Sí. A ella se la ve como muy del sur —terció Pete.

—Pero no es solo eso. Y tampoco es solo el tenis, que es su trabajo, igual que yo tengo el mío. Son otros proyectos en los que se involucra. ¿Dónde quedo yo?

—Ya, te entendemos —dijo Josh.

—Y luego está Hanna, que es guapa, inteligente y tenéis compenetración —intervino Pete.

—Sí —afirmé.

—Tsss… Puede que con ella tengas más en común, por eso de lo que los dos sois actores y todo.

—¿Qué pasó con ella? ¿No estuvisteis juntos antes? —preguntó Johnny, dispuesto a aportar.

—Tsss… No sé, tío. No duramos mucho juntos. Ella tenía sus proyectos, yo los míos, discutíamos mucho. Éramos más jóvenes. Cuando no eran celos, nos recriminábamos no pasar más tiempo juntos. Otras veces era que no queríamos hacer los mismos planes, no sé. Hubo bastantes broncas.

Miré a mi hermano. Él conocía perfectamente mi historia con Hanna, y quería saber su opinión sin tener que preguntársela directamente. No lo hizo. Tom se limitó a seguir cortando su trozo de carne, sin levantar la vista del plato. Yo proseguí:

—Ahora es diferente, ¿sabéis? Nos hemos vuelto a encontrar y parece que los dos hemos madurado y… No sé, es diferente.

—A ver, esto es fácil. ¿En cuál de las dos piensas cuando te la cascas? —preguntó Johnny.

—Qué asco das, joder —volvió a recriminar Josh. —Pero le veo utilidad a la pregunta. A lo mejor no pensaría en la masturbación, pero sí en quién piensas cuando te acuestas o te despiertas. O a cuál de las dos te apetece llamar durante el día.

—Pfff… No lo sé. A Lara para saber de ella. A Hanna para quejarme de Lara, porque últimamente es frecuente que acabe diciendo algo que no me gusta.

—Qué movida, tío —dijo Josh.

Me quedé con las ganas de conocer más sobre lo que pensaba mi hermano, así que me quedé un rato más con él cuando se fueron los chicos. Mi cuñada Beth y los niños estaban pasando el día en la casa de los abuelos maternos.

—Te has quedado muy serio cuando has sabido lo de Hanna, ¿no? —dije a mi hermano mientras recogíamos la cocina.

—Tss... Es que no tengo mucho que decir —contestó él, aún sin mirarme.

—Pues me gustaría que hicieras un poco de esfuerzo y me ayudaras —le pedí.

—Es tu vida, Harry. Tú sabrás lo que haces.

—No vas a decirme lo que piensas, ¿no? —insistí.

Mi hermano suspiró, me miró y dijo:

—Mira, voy a ser sincero contigo, ¿vale?

—Adelante.

—Creo que tienes inseguridades, y que eres incapaz de disfrutar el momento. Siempre te ha pasado. Te lamentabas de que ninguna de tus relaciones hubiera cuajado. Ahora estás con una mujer increíble que, vale, que sí, no está siendo tan clara como te gustaría, pero está enamorada de ti. Te quiere. Tú ya sabías lo que había cuando le propusiste una relación, y ahora la estás presionando. Porque tampoco estás contento con estar con alguien que te hace feliz. Ahora quieres más. Siempre quieres más.

Agaché la cabeza y musité:

—Tengo derecho a saber si ella está dispuesta a comprometerse conmigo o esto es algo pasajero. Tengo derecho a hacer mis planes de vida.

—Si tus planes de vida eran asentarte y formar una familia, tal vez no deberías haber enredado a una deportista de élite de 25 años en pleno auge de su carrera, ¿no crees?

Me dolieron las palabras de mi hermano, pero no tenía nada que reprocharle. Había aceptado su sinceridad.

—No era eso lo que buscaba. Lo que yo le pedí a Lara fue compromiso para hacer que nuestra relación funcionara. No le pedí que dejara su carrera, jamás lo haría. La admiro y comparto con ella cada uno de sus triunfos —expliqué.

—¿Lo haces? —preguntó mi hermano, suspicaz. También dejé pasar ese molesto tono de duda.

—Por supuesto que sí. Sé que sus temporadas son extenuantes, lo sabía desde el principio. Le pedí compromiso dentro de sus posibilidades. Sé que, ahora mismo, a mí no me puede dar más. Lo que no entiendo es por qué conmigo no puede hablar de planes de futuro, o de plazos. Pero sí amplía sus metas dentro del tenis, se ha involucrado en la apertura de la academia, también va a estudiar una carrera y no sé cuántas cosas más.

Tom suspiró.

—Desde donde yo lo veo, ella te dejó las cosas claras desde el principio y, aún así, ha hecho esfuerzos para que la relación salga bien. Sospecho que lo que ella hace ha dejado de ser suficiente a medida que te has ido acercando a Hanna. Incluso eres revisionista con la versión de la relación que tuviste con ella.

—¿A qué te refieres? —pregunté, sorprendido.

—¿Has olvidado vuestras discusiones? ¿La forma en que ella intentaba dirigirte? ¿Has olvidado que te vi una vez en los ocho meses que pasaste con ella?

—Ya, pero ahora es…

—Diferente, sí. Eso ya lo has dicho. Por eso te digo que hagas lo que quieras con tu vida y no tengas en cuenta mi opinión. Está claro que ya te has decidido.

Mi hermano volvió a retirarme la mirada y prosiguió con sus quehaceres, por lo que di la conversación por concluida. Estaba convencido de que Hanna y yo éramos jóvenes por entonces, yo con 26, ella con 24. Quien se había presentado ante mí en el inicio de aquel nuevo rodaje era diferente a la novia posesiva y controladora que Tom recordaba. Una imagen que mi despecho podría haber distorsionado años atrás.

En los días posteriores, reconocí que mi hermano tenía razón, al menos, en parte. Lara estaba en el mejor momento de su carrera y yo no tenía derecho a presionarla. Si quería continuar con ella, tendría que esperarla. Y merecía la pena hacerlo, porque ella era genial y nuestra relación era bonita.

Llegué a Los Ángeles con la idea de seguir con Lara y trabajar en nosotros al término del rodaje de Mark H., al que aún le quedaba un mes. Se reiniciaría un lunes, pero la mayor parte del equipo llegó a la ciudad el sábado y organizamos una cena informal de reencuentro. Estábamos animados ante la vuelta al trabajo y, dado que habíamos conseguido muy buen ambiente en el seno del equipo, nos alegrábamos de volver a vernos.

Me descubrí varias veces mirando a Hanna durante la noche. Estaba radiante. Hablaba con los compañeros, reía y escuchaba divertida las anécdotas de Navidad. La fiesta no se alargó demasiado porque todos queríamos dedicar el domingo a descansar y estar a punto para el reinicio del trabajo, pero sí lo suficiente como para beber un par de copas. Volvimos al hotel que la productora había reservado para el equipo, y me tumbé sobre la cama, abstraído y cavilando.

No podía dejar de pensar en la sonrisa de Hanna, en su manera de hablar, en su atractivo, en cómo conectábamos. No podía dejar de pensar en lo bien que me hacía sentir, en lo mucho que me motivaba pasar las siguientes semanas trabajando con ella. Ella me gustaba, estaba claro. No tenía sentido negarlo, ni podía obviar el hecho de que ella sí me había hecho una propuesta de futuro.

Después de un rato me levanté y me dirigí a la habitación de Hanna.

—Un segundo —se escuchó desde dentro.

Abrió la puerta instantes después, con una camiseta de manga corta y el pantalón que llevaba puesto durante la cena. Se encontraba en plena rutina de noche, a poco de irse a la cama.

—Harry. ¿Qué haces aquí? —dijo, sorprendida.

—Lo que me dijiste aquella tarde en la caravana… —dije, directo.

—¿Sí?

—¿Lo sigues pensando? —pregunté.

No se lo pensó un segundo. Sin apartar la mirada, me dijo con toda rotundidad:

—Lo sigo queriendo todo contigo.

Sonreí.

—De acuerdo. Pero hay algo que tengo que hacer antes —le dije.

Ella asintió y sonrió también. Me dirigí de nuevo a mi habitación sin decir nada más.

Aquellos días, Lara se encontraba disputando el Torneo de Sidney. Ajena a todo lo que pasaba por mi cabeza, fue ella quien me propuso vernos en un punto intermedio cuando cayó eliminada en el torneo. Nos veríamos en Tokio. Acepté, a pesar de que serían más de 24 horas de avión entre ida y vuelta, y las suyas más de 20 a las puertas del primer grand slam del año. Entre montaje y montaje, acumulé tres días que consideré que serían suficientes. Avisé a Lara de que tenía muy poco tiempo, algo que ella entendió. Tampoco era mucho el suyo.

Llegué a Tokio un viernes a las 8 de la tarde. Usé un coche privado para recorrer la distancia entre el aeropuerto y el hotel donde se encontraba, y llegué con la boca seca. Llamé a la puerta de la habitación. Lara me abrió sin que tuviera que anunciar mi nombre, y me recibió con la mejor de sus sonrisas. Llevaba un pantalón deportivo burdeos, un top beige ceñido que dejaba ver su abdomen y el pelo suelto. Estaba preciosa y algo se me encogió al verla. Me miraba con sus enormes ojos, y yo decidí iniciar la conversación antes de venirme abajo y quedar desarmado.

Pasé a su lado para entrar en la habitación y, sin más preámbulos, comencé.

—Lara… —dije.

—¿Es que no vas a darme un beso? —dijo ella. Mi premura, y la confusión que esta le generó, le habían borrado su radiante sonrisa.

No podía negarle aquel beso. Me acerqué a ella y apenas un segundo rocé esos labios que con tanto ardor había recibido en muchísimos otros encuentros. Ella quiso retenerme sujetándome la cintura, pero me aparté.

—Lara, hablemos. No me quedaré mucho tiempo.

—¿Cómo? Pero si… Pero si acabas de llegar —dijo, sorprendida.

—Solo he venido para hablar contigo.

Nuestras miradas se cruzaron, pero yo la aparté enseguida, lo que a ella le dio la pista definitiva. Temerosa, preguntó:

—Ya entiendo. Has venido para romper conmigo, ¿verdad?

Como casi no me atrevía a mirarla, apenas registré la expectación de su rostro, aventurando lo peor. Suspiré y dije:

—Lara, queremos cosas distintas, pasamos demasiado tiempo separados y hemos discutido mucho en las últimas semanas.

—Lo sé —reconoció, cabizbaja. —Pero tenía la esperanza de que lo que sentimos fuera lo bastante fuerte como para que me esperaras. Como para que decidieras continuar.

Suspiré y, durante unos instantes, permanecimos en silencio. Ella esperando a que dijera algo. Yo rebuscando en mi interior para decidir cuáles eran mis verdaderos sentimientos hacia ella en aquel momento, y si, como ella pensaba, eran suficientes.

—¿Es tarde para decirte que puedo hacer algunos cambios para pasar más tiempo contigo? —preguntó, aprovechando mi momento de duda.

La miré sorprendido. Sentí curiosidad por saber qué podía ofrecerme Lara para dar respuesta a lo que yo tanto había esperado. Pero no era justo preguntárselo y darle esperanzas por unos instantes, así que recordé el motivo de mi visita y me mantuve firme.

—Me temo que sí. Es tarde, Lara. Lo siento.

—Ya no sientes lo mismo por mí, ¿verdad? —preguntó, con un hilo de voz, y se quedó mirándome, expectante, con gesto compungido.

—Ya no sé lo que siento, Lara. Además, hay… Hay otra persona —confesé.

Se le cambió el gesto, y pareció que se había olvidado de respirar.

—Es Hanna, ¿no? —preguntó, tras unos instantes.

—Lara…

—Tengo derecho a saberlo. Es más, lo sabré de todas formas, pero me gustaría enterarme por ti.

—Sí, es Hanna.

Apenas alcancé a ver en ella un gesto cargado de reproche, porque seguía sin poder mirarla. Cada vez me sentía peor.

—¿Te has estado acostando con ella todo este tiempo? —preguntó.

—No, Lara, te lo juro. He venido desde Estados Unidos para terminar la relación contigo cara a cara.

—Antes de volver junto a ella, ¿no? Pues gracias por cruzarte un océano para romperme el corazón en vivo y en directo.

Se llevó las manos a la cara. No podía contener más las lágrimas, y yo sentía que no podía hacer nada para tranquilizarla. Le estaba provocando un dolor que no se merecía, pero que era inevitable. Apenas pude articular unas palabras que sabía que no serían suficientes.

—Lara, lo siento mucho. Lo siento, de verdad. No te mereces esto, no querría que hubiera pasado así.

Ella continuaba llorando con las manos sobre los ojos, como intentando contener la angustia que yo le estaba provocando. Me sentí fatal, pero no quería acercarme. Temía derrumbarme si la abrazaba, y ya notaba un nudo en la garganta. Quería mantenerme firme, así que evité acercarme.

—Tengo que irme, ¿vale? Cuídate mucho, por favor —dije girándome hacia la puerta.

Ella interrumpió el llanto unos instantes y, ya con una nota de desesperación en la voz, me miró a los ojos y me dijo:

—¿Me dejas así? ¿Tanta prisa tienes por volver con ella? ¿No merezco 10 minutos de consuelo o, al menos, un simple abrazo de despedida, después de todo?

Me giré para mirarla por última vez y decirle algo de lo que luego me arrepentiría mucho. No tanto por lo que dije, sino por lo que omití hacer.

—Lo siento, Lara, lo siento de verdad, pero tengo que irme.

Su gesto me trasladó una mezcla de conmoción y decepción, que registré cuando me dedicó una última mirada, llena también de reproche, justo antes de retomar un llanto desconsolado. Salí por la puerta con prisas, en dirección a las escaleras, porque ni siquiera quise esperar el ascensor. Necesitaba poner distancia para dejar de oír su llanto, que cada vez me hacía sentir peor. En cada peldaño de mi descenso hacia la salida resonaba mi eco interno: había hecho lo correcto. Había hecho lo correcto. ¿Había hecho lo correcto?

Salí del edificio y me dirigí al coche que me esperaba fuera. Abrí la puerta. Antes de entrar, me giré para mirar las ventanas del hotel. En algún punto de aquella inmensa mole de cemento y vidrio, había dejado llorando y con el corazón roto a una mujer increíble a la que, apenas un año y medio antes, le había pedido exclusividad y esfuerzo para que nuestra relación funcionase. La acababa de abandonar sin ser capaz siquiera de darle un abrazo de despedida, para volver a los brazos de una exnovia con la que no tenía nada.

Estuve a punto de volver. Algo en mí me empujaba a subir de nuevo a su habitación, secar sus lágrimas con mis caricias y besar los párpados de sus preciosos ojos para tranquilizarla. Decirle que lo sentía, que continuaríamos juntos y que todo saldría bien.

No lo hice. La decisión estaba tomada y el daño hecho. Me subí al coche y me marché.