Hoy a Pablo le apetecía... (Parte 2/2)

A Cristina se le está haciendo bola la vida de ama de casa y esposa abnegada, así que reconsidera el puesto vacante en la empresa de su amiga Rosa. Sabe que le va a costar convencer a Carlos, pero tiene un plan…

1/28/20258 min read

Un mes y medio después de la mudanza, Cristina se encuentra exhausta. Se ha pasado todo el día liada con el baño para que tenga el aspecto diáfano y limpio que estaba buscando, sin pintura descolorida, sin desconchones y sin muebles viejos e inservibles que se caen a pedazos.

Carlos, después de lo que califica como una “agotadora” jornada de trabajo, la encuentra sobre la encimera, rayando un poco de parmesano sobre la ensalada que está preparando.

—Qué sexy estás cocinando.

Cristina se da la vuelta para protestar justo cuando él trata de apretarse contra su trasero. Lo último que quiere con él es sexo, pero su novio se adelanta y le da un beso que tapona el amago de protesta. Luego hunde el rostro en el cuello de ella, como si quisiera esnifar trazos de su piel.

—Anda, vamos a cenar —dice ella, empujándolo suavemente desde los hombros.

—No solo de pan vive el hombre, nena.

Cris suspira y se deja hacer. Carlos coloca las manos en su cintura y la gira con cuidado. Ella, dócil, se da la vuelta y siente cómo él, desde detrás, le baja el pantalón y las bragas.

—Creo que me va a venir bien esto —dice, y alarga la mano sobre la encimera para alcanzar un bote de aceite de oliva con dispensador.

Cris intenta moverse en cuanto adivina sus intenciones.

—¿Qué haces? Ni se te… ¡Ay!

Pero es tarde. Carlos ha apretado el bote sin pensarlo un segundo, apuntando a la abertura anal de Cris y haciendo que el aceite chorree entre sus piernas hasta el suelo. Ella, resignada, sintiendo el líquido caliente caer por sus muslos, arquea la espalda y apoya ambas manos sobre la encimera.

No siente nada mientras él la penetra. Nada. Nota el entrar y salir de su miembro y siente molestias en la zona lumbar, pero, al margen de eso, tiene la mirada perdida y solo espera. Vacío absoluto también es lo que le provoca que él, sin dejar de penetrar, haya pegado su cuerpo para tratar de deslizar la mano por dentro de las mallas de Cris, hasta alcanzar su clítoris. Pero ni tiene la posición óptima ni pone el empeño necesario, así que a ella no consigue provocarle nada mínimamente placentero.

En uno de esos empujones, cuando Carlos se recoloca, ha tirado accidentalmente el bol de ensalada que Cris estaba preparando solo unos minutos antes. Los vegetales se esparcen por el suelo y Cris emite un sonido de protesta, pero Carlos, en pleno trance, la ha escuchado como un eco lejano.

Se corre dentro, claro. Y, al hacerlo, se recuesta rendido sobre la espalda de su chica, de modo que ella queda aprisionada entre su cuerpo y el borde de una encimera que se le está incrustando en el bajo vientre. En cuanto él saca su verga, ella se aparta derecha al baño, donde se limpia. Carlos, en cambio, aún ha tenido la desfachatez de lavarse el miembro en el fregadero, y ni siquiera se pone a recoger el estropicio al terminar. Lo siguiente que oye Cris es a su chico encargando una pizza por teléfono.

—He preparado panaché de verduras al horno con salsa de mostaza —dice al volver al salón, en cuanto Carlos cuelga.

—Para mañana, ¿vale? —replica él y le estampa un beso en la cara con el que zanja toda discusión.

Cristina olvida enseguida que Carlos ha pasado por encima de sus nulas ganas de sexo, y que le es indiferente el tiempo que se ha pasado cocinando y ha preferido pedir comida a domicilio. Al fin y al cabo, a ella también le encanta la pizza. Lo que sí consigue que monte en cólera es el único comentario que hace Carlos cuando ve el baño terminado e impoluto:

—Qué cortina de ducha tan horrorosa, ¿no?

Y esa simple opinión ha dado lugar a otra discusión, una más como las que hace días está teniendo la pareja.

—Esto ha dejado de parecerme tan buena idea. Me paso el día aquí, intentando hacer de esto un hogar. Siento que he renunciado a todo y, la verdad, no sé si compensa —suelta ella.

—Tsss… Vamos, Cristina, no seas cría y acepta opiniones diferentes a las tuyas. ¿Todo este pifostio por una puta cortina de ducha? Tú eras quien quería venir aquí y trabajar y estudiar en casa, ¿te acuerdas? ¿Te quieres ir a aguantar cabrones 10 horas al día, como hago yo?

No hablan nada más. Cristina llora y repasa sus redes en el sofá. Tiene más de 5.000 seguidores en TikTok, pero en muchos comentarios la acusan de copiar a otras creadoras de contenido.

Cree haber alcanzado el límite del hastío cuando se va a dormir, pero aún le queda algo por ver. Cuando va a meterse en la cama junto a Carlos, ya dormido, se ilumina el móvil de él, que carga en su mesita de noche. Es un mensaje de WhatsApp:

MJ: Hasta mañana, guapo.

Por la foto de perfil y las palabras que emplea, sabe que es una mujer. A punto está de despertar a Carlos para pedirle explicaciones, pero se lo piensa mejor, se mete en la cama y se pasa la noche pensando.

Pese a lo mal que ha dormido, al día siguiente se levanta a la par que su novio, aunque él tiene que estar puntual a las 9 h en la oficina y tirarse 40 minutos en la carretera antes, y ella no. Nada le menciona sobre el mensaje, ni sobre ese “guapo”, ni sobre “MJ”. Todo lo que necesita saber se lo dice él en una simple frase:

—Hoy llegaré tarde, ¿vale?

Y, tras eso, un casto beso y el cierre de la puerta al salir.

“Demasiadas coincidencias”, piensa Cristina.

Así que llama a su amiga Rosa, la misma que le ofreció la vacante en su oficina. La espera a las 3 de la tarde en la puerta del trabajo y, por todo saludo, lo que le dice es:

—Creo que Carlos me está engañando.

Rosa conduce su coche, donde lleva su cámara Nikon, tal y como le ha pedido Cris. Así que las dos se apostan en las inmediaciones del polígono industrial donde está el estudio en el que trabaja Carlos. Rosa no confía en el que el plan vaya a funcionar. Es demasiado peliculero.

A las 5, como Cris preveía, Carlos sale del estudio en el que trabaja. Las chicas lo persiguen en el coche, a cierta distancia. Rosa está nerviosa, pero Cris confía en sus dotes como conductora. Siguen a Carlos durante más de 10 km, entre avenidas y rotondas, rozando peligrosamente las medianas, pisando líneas continuas e ignorando cualquier señal vertical o luminosa. Hasta que, por fin, llegan a su destino:

—¿Otro estudio de arquitectura? —se sorprende Rosa.

Cristina, ávida, saca la Nikon de bolso y realiza disparos enfurecidos. Aparece el nombre del estudio, su logo y, dos minutos y medio después, una mujer con falda de tubo, blazer y unos peep toes que contonean sus caderas. Tiene andares de triunfadora.

—MJ —piensa Cris en voz alta.

La mujer se monta en el coche de Carlos. Rosa vuelve a ponerse nerviosa, pero no tiene que conducir mucho. El vehículo aparca en la puerta de una cafetería que está solo a dos manzanas, y Rosa hace lo propio en doble fila. Cristina, armada con la Nikon, vuelve a disparar.

Desde donde están tienen buena visión del interior del local, en el que Carlos y MJ charlan con mucho ánimo. Ha habido detalles, pero nada importante. Esa mano de Carlos en la cintura de la mujer al entrar en el local no es suficiente, ni tampoco el abrazo espontáneo que ella le ha dado cuando él ha sacado unos papeles de su portafolio. Pese a ello, la química es evidente, y a Cristina todo aquello le huele raro.

Cuando la pareja sale del local, lo único que Cris le dice a Rosa es:

—Tienes que ayudarme a conseguir la vacante de tu empresa, aquella de la que me hablaste, Rosa, por favor.

La trayectoria intachable que su amiga tiene en la empresa la hace merecedora de crédito, así que la llama al día siguiente para decirle que le ha conseguido una entrevista y que su jefe tiene interés, pero que empezaría con contrato de prácticas.

—Me vale —dice Cris.

—Tía, ¿y lo de Carlos qué fue, al final? ¿Le enseñaste las fotos? —pregunta su amiga.

—No, pero me sirvieron para otra cosa. Ya te contaré.

Dos semanas después, es Cristina quien se levanta a las 7 de la mañana para ir a trabajar. Carlos tiene intención de quedarse en la cama porque ya no tiene trabajo ni un horario al que someterse. Pero Cris hace tanto ruido como puede durante su rutina matutina para que él, como hacía ella, se levante también. Lo consigue. Cuando sale de la ducha, tiene en la mesa del comedor un café y una tostada que Carlos acaba de terminar de untar con mermelada, aún con los ojos pegados.

No se le están dando muy bien los fogones. Comenzó su etapa de amo de casa con ímpetu, anticipando la facilidad de las tareas, pero su ánimo fue decayendo a la vez que descuidaba su cocina:

Primer día: papardelle con ragoût de pato a la naranja.

Cuarto día: croquetas de rabo de toro.

Séptimo día: tortilla de patatas con cebolla y chorizo picante.

Noveno día: pizza congelada.

Demiquinto día: palitos de merluza fritos en aceite sucio.

Hace dos semanas que a Carlos lo echaron del trabajo. Su jefe recibió un sobre anónimo con unas fotos en su interior, así que pudo ver a su empleado reunido con María José, la jefa de uno de los estudios de su competencia. Ataron cabos y supieron entonces por qué sus competidores habían logrado hacerle una oferta mucho mejor que la de su estudio a dos potenciales clientes importantes, en un plazo de solo tres semanas. Carlos comenzó negando, siguió reconociendo la relación laboral y acabó llorando y quejándose de lo mucho que había trabajado, lo poco que se le reconocía y la oportunidad que había visto en aquella “colaboración”. Lo único que negó, y era cierto, es que tuviera una aventura con María José. Nunca supo quién envió las fotos que han puesto en un brete su carrera.

Como Cristina se ha quejado últimamente del poco entusiasmo que le pone a los platos, Carlos ha preparado un flan de queso esa noche, uno de los postres favoritos de su chica.

Cris termina con rapidez su ensalada y sus cuatro tristes medallones de merluza con una salsa verde que deja que desear. Se muere de ganas de disfrutar su postre.

—Mmmm… ¡Qué pinta! Pero, mi amor, ¿por qué no terminamos el día con algo mejor? —dice a su novio, con una sonrisa que él entiende bien.

—Cris, hoy no. En serio, estoy cansado.

—Venga, anda, ¿qué te cuesta? Es un momento.

Tanto insiste ella que Carlos, por dejar de escucharla, obedece. Cede, aunque serio y sin fogosidad visible. Solo aguarda mientras ella se baja su falda de tubo y sus medias, y se abre de piernas sobre la silla del comedor.

Carlos se clava de rodillas, se agarra a sus caderas y se incrusta entre sus muslos. Lo invade ese aroma peculiar de una vulva que recibió su último remojón con agua hace ya 14 horas. Los primeros lametazos le saben agrios. Los siguientes también. Los demás tienen un ligero sabor salado, pero él no se detiene a captar los matices. Él se limita a presentar batalla al clítoris con su lengua y sus labios para notar sus espasmos cuanto antes.

Cristina tiene la falda arrugada en la cintura y acaricia el pelo moreno de Carlos. Le gusta mirarlo y, abstraída en el goce, gime y abre las piernas hasta que la pelvis no da más de sí. Se ha abierto la blusa y ahora se soba los pechos por debajo del sujetador para activar otra zona de placer. Pinza sus propios pezones con los dedos, le basta la presión justa para disfrutar las caricias.

Pero ha abierto brevemente los ojos y ha redescubierto algo que casi había olvidado: su flan de queso en la mesa de la cocina, a solo unos centímetros de distancia. Así que saca las manos de sus tetas para alcanzar el plato y experimentar al mismo tiempo sus dos grandes placeres. Se come bocado a bocado el flan de queso de Carlos, mientras el chef, ahora en el papel de catador, le come el coño.

Y así, aguardando el éxtasis, Cristina sonríe. Por fin es feliz en aquella casa.