La erección del ángel (Parte 1/2)

Pepa no sale del shock. Era previsible que algún día encontrara a su marido tieso, considerando que se llevan 20 años. Pero ¿completamente desnudo y con el falo como el palo de una cucaña? ¿Qué demonios le pasó a Agustín?

12/10/20246 min read

Pepa no deja de resoplar y de emitir lamentos mientras su hermana Matilde la abanica y le ofrece agua para intentar que se calme, sin éxito.

—Ay, Dios mío, ¡Ay, Dios mío! —repite sin parar la mujer.

Está desparramada sobre aquella butaca del departamento de Anatomía Patológica, con las palmas de las manos sobre los muslos orientadas al techo y las rodillas estiradas. Allí espera a que termine la autopsia clínica que le están practicando a su Agustín, su marido. Hace dos horas que Pepa lo encontró muerto en la cama y aún no ha podido recuperarse del susto. Duda que su imagen se le vaya a borrar de la mente nunca más.

Matilde sigue abanicando y ya ha intentado dos veces recoger su pelo largo y rizado con una pinza. Ella rehúsa, siempre ha sido coqueta y ahora está en un lugar público. Ya es bastante con su estado de alteración, como para, encima, andrajosa.

Cuando te llevas 20 años con tu marido, lo lógico es esperar que seas tú quien lo sobreviva. Que un día no se levante antes que tú, como acostumbra, sino que te despierte su presencia en la cama porque, de repente, resulta lejana y extraña. Hasta que lo llamas, y tratas de moverlo, y al tacto descubres que ya no está contigo, aunque lo esté su cuerpo. Eso era lo que Pepa había imaginado que pasaría. ¿Pero aquello? ¿Aquello? Imposible.

Su Agustín estaba tumbado bocarriba en la cama del domicilio de ambos, pero hasta ahí todo lo que ella hubiera podido prever. Yacía completamente desnudo sobre la sábana de algodón, su ropa arremolinada en un caos de textiles a los pies de la cama. Tenía una mano en el pecho, pero no era la postura lo grotesco y perturbador. A Agustín se le había quedado un gesto de espanto, con los ojos muy abiertos y la boca desencajada. Lo más inquietante era que tenía el falo tieso y duro, recubierto por una mucosa rara que lo hacía parecer un objeto colorado y extravagante, que, en aquel conjunto cadavérico, perturbaba. Era como si a una escultura sufrida de mármol le hubiera crecido el palo de una cucaña.

Una médica saca a Pepa de su transposición.

—Señora, le doy mi más sentido pésame. Tal y como le comunicó el médico que fue a certificar la muerte de su marido, podemos confirmar que falleció de un infarto de miocardio. Es frecuente en personas de 75 años, y su marido tenía antecedentes.

—¿Y lo de su…?

La doctora entiende la pregunta a medio hacer de Pepa.

—Hay restos de sildenafilo en su organismo. Viagra. Eso puede explicar la erección post mortem. Todo apunta a que su marido estaba practicando relaciones sexuales cuando murió, y en ese estado de esfuerzo físico y excitación, alguien de su edad y con antecedentes puede sufrir un infarto.

—¡Pero yo no estaba en la casa!

La doctora encoge los labios en una línea para evitar decirle lo que es evidente. Pepa niega con la cabeza.

—Ustedes tienen que seguir investigando. ¡Alguien mató a mi marido! ¿Y si le dieron pastillas de esas? ¡Estaba solo! ¡Alguien lo dejó morir allí y se fue!

—El estado del cuerpo me parece coherente con una muerte natural, señora, aunque algo traumática. De todas formas, pueden interponer una denuncia para judicializar el caso.

Pepa llora, y apenas escucha como un eco lejano a la doctora dirigirse a su hermana para decirle que ya pueden avisar a la funeraria o a las autoridades. Vuelve a dejarse caer en la butaca, y su hermana acude para rodear sus hombros con los brazos y darle soporte. A Pepa la están visitando todos esos recuerdos recientes, situaciones a las que no dio importancia y ahora se ordenan cronológicamente para apuntar a una verdad incontestable: su marido con camisas nuevas, perfumado a diario, siempre de buen humor en las últimas semanas.

Es la certeza absoluta y la vergüenza lo que impide a Pepa seguir adelante con eso de “judicializar”. Pide a su hermana que no diga ni una palabra de esto a nadie, y ya ni siquiera le cabe preocupación sabiendo que, durante el traslado y la tanatopraxia, más gente aún va a ver el cuerpo de su Agustín en aquel peculiar estado fúnebre.

—¡Ay, Agustín! —vuelve a lamentarse.

—A-gustín murió, el hombre.

El chascarrillo corta el llanto de Pepa, que se queda mirando a su hermana con gesto reprobatorio. El humor negro siempre ha sido del tenebroso gusto de Matilde.

Aquello era demasiada información que procesar, y sin apenas tiempo de transición hasta salir al tanatorio para velar a Agustín y recibir pésames de amigos y familiares. Los primeros que se acercan encuentran a Pepa deshecha.

—Ay, pobre hombre, con lo que él se ha cuidado estos últimos años —dice una antigua vecina de Vallecas.

Pero, del abatimiento inicial, pésame tras pésame, palabra de cariño tras palabra cariño que dedican al muerto, Pepa va mutando al despecho. El despecho se sobrepone al estado de duelo hasta que acaba diciéndole a una de sus primas, que no da crédito al oírla:

—Mejor muerto, que era ya un viejo insoportable.

Porque Pepa se está acordando de todas sus castas. El muy indeseable le fue infiel, y eso duele lo mismo a los 25 que a los 55 años. Le puso los cuernos a ella, que renunció a sus sueños de ser actriz de teatro para casarse con él, criar a sus dos hijos y ser el alma de una casa siempre cálida y confortable. A ella, que le guardó una lealtad inquebrantable incluso cuando, durante la crisis económica, casi se arruinó y tuvo que empezar de nuevo. A ella, que lo estuvo cuidando de achaques y soportando sus quejas hasta ser un viejo chocho al que resultó que sí, se le podía poner tiesa.

—Mamá, ¿qué te pasa?

—A mí nada, hija, que se ha muerto tu padre.

Susana, la hija mayor del matrimonio, parece preocupada por su madre.

—Mami, pero estás rara. Quiero decir, se ha muerto papá, ya lo sé, pero estás como enfadada. ¿Te has enfadado con papá por haberse muerto?

—No, hija, ¡qué cosas tienes!

Ha decidido que no le va a decir ni una palabra a sus hijos de aquello. Ni a sus hijos ni a nadie. Y a la mayor menos, que ha tenido toda la vida idealizado a su padre. Lo adoraba, y no del modo distante e interesado de Álvaro, el hijo, sino con la pasión genuina que las niñas profesan a sus padres.

Pepa sabe que Agustín lo dejó todo bien atado cuando le dio aquella angina de pecho. Sus años como promotor inmobiliario lo convirtieron en alguien previsor y hábil, sobre todo después de haber pasado algún momento crítico. Sus cualidades lo ayudaron a traer a casa una buena suma de dinero mes a mes, para una vida no solo holgada, sino llena de lujos. Hasta un buen equipo de empleados del hogar tenían para que Pepa, ama de casa, tuviera bastante tiempo que dedicarse a sí misma. “Las criadas, ¡las criadas! ¡Ellas tienen que saber!”, piensa de repente la viuda.

La tarde anterior, cuando Agustín apareció muerto, ninguna de las criadas estaba de turno en la casa, pero Pepa cree que ellas deben haber visto algo y le está hirviendo la sangre de la impaciencia. Aún tiene que esperar a que su marido reciba cristiana sepultura. Sus hijos preferían la incineración, pero ella, amparándose en que Agustín no había expresado preferencias, prefirió un entierro de toda la vida. Quién sabe si lo iban a tener que exhumar.

Ni un poco de tregua se da Pepa, después 48 de horas sin dar apenas una cabezada. Solo un par de horas después del funeral, reúne en la cocina a las dos limpiadoras y la cocinera. No ha querido llamar también al jardinero, que, en ocho años de trabajo en aquella casa, solo una vez puso los pies dentro. Coloca a las mujeres en hilera, de pie, y ella se pone en frente, pasando revista como la autoridad que es.

—Ninguna estabais aquí cuando, la otra tarde, me encontré a mi marido muerto en la cama. No voy a dar detalles, pero tengo las sospechas de que alguien estuvo con él, probablemente alguien a quien él conocía, y quiero que me digáis quién es.

Ella esperaba gestos de confusión e intercambio de miradas asustadas, pero lo que hicieron las tres mujeres fue agachar la cabeza. El silencio de las que otorgan. Pepa, fuera de sí, se dirige a la que está convencida que es la responsable de la muerte de su marido: Julia, la cocinera. A sus 50 años, la genética del este la ha protegido bien y sigue luciendo alta y esbelta. Tal vez con una melena rubia menos frondosa que cuando llegó a la casa, pero muy capaz de seducir al hombre que fue su jefe.

—Llevas más de una década trabajando en esta casa, Julia, ¡más de una década! —grita. —Fuiste tú la que estuvo con mi marido, ¿verdad? ¿Has sido tú, desagradecida? ¡Mala persona! ¡Pécora!

Pero un gimoteo interrumpe los gritos de Pepa. En cuanto ella comprueba de dónde proviene, no da crédito. La que llora es Paola, la limpiadora a la que contrató hace alrededor de un año para sustituir a la anterior. Es una morena resultona, no fea, pero tampoco llamativa, y que, si no fuera por cómo la altura distribuye los kilos, resultaría rechoncha. Solo tiene 32 años.