La erección del ángel (Parte 2/2)

El gimoteo de Paola, la joven limpiadora, la delata en pleno interrogatorio de Pepa. ¿Era ella la que se estaba tirando a su marido la tarde que le dio el infarto? Si es así, querrá saberlo todo con pelos y señales...

12/17/20247 min read

—¿Tú? ¡¿Tú?! ¿Pero cómo es posible? ¿Cómo es posible?

Paola está tan acongojada que no puede articular palabra, lo que, lejos de despertar la empatía de la jefa, despierta su ira.

—¡Mírame, niñata! ¡Y dime ahora mismo que fue lo que le hiciste a mi marido! ¡Que me mires, te digo, ramera!

—Señora, si no se calma, no creo que la niña pueda hablar —apunta Teodora, la otra limpiadora, que, hasta el momento, no ha intervenido.

—¿Que no puede hablar? ¿Que no puede hablar, el mal bicho? Y de niña nada. Esta es una bruja, ¡una bruja con muchos pelos ya ahí abajo! Y ahora mismo me va a contar lo que pasó si no quiere que le ponga una denuncia, aunque tenga que desenterrar al muerto, y acabe en la cárcel, la muy pájara.

A excepción del gimoteo de Paola, en la sala se hace el silencio. Pepa reconsidera la sugerencia de Teodora, suspira y trata de calmarse.

—Vosotras dos, ya os podéis ir. Pero no os vayáis tan tranquilas, que esto no va a quedar así.

Las mujeres obedecen y se marchan apresuradas.

—Bien. Ahora nos vamos a sentar las dos allí, cada una en una butaca, y tú me lo vas a contar absolutamente todo, con pelos y señales.

Paola agacha la cabeza y sigue a Pepa hasta la biblioteca, una estancia coqueta integrada en el salón, pero diferenciada del resto del conjunto. La joven sigue gimoteando.

—Quiero que me digas si eres tú la que se estaba acostando con mi marido cuando le dio el infarto. Tómate el tiempo que necesites. Yo tengo tiempo de sobra.

La limpiadora trata de calmarse y, cuando se siente preparada, asiente con la cabeza en un gesto casi imperceptible, pero que Pepa, que no le quita los ojos de encima, ha visto.

—¿Pero en qué estabas pensando, furcia? ¿Cómo se te ocurrió? ¿Entraste en esta casa con intención de seducir a mi marido? ¿Qué eres, una cazafortunas?

—No, señora, esa no era mi intención. No todas tenemos esa intención.

Pepa se ha sentido aludida con eso último. La joven llora de nuevo, y la viuda sabe que va a tener que controlarse si quiere conocer los detalles de aquella historia tan estrafalaria que no se lee ni en las novelas románticas. Decide dar una tregua a Paola. La joven entró en la casa hará cosa de un año, recomendada por la misma Teodora que hoy ha intercedido por ella, y que seguramente se sienta de algún modo responsable. Es la hija de su vecina, a la que considera una gran amiga. Fue muchas veces a pedirle trabajo porque la joven llegaba todos los días a su casa llorando, tras jornadas largas en la zapatería de un centro comercial donde, presuntamente, sus compañeras le hacían la vida imposible. Pepa ahora entiende que aquellas sabían lo pájara que está hecha y por eso le hacían el vacío, pero, el primer día que la vio en la casa, le dio pena. No parecía muy achispada, más bien algo corta, y pensó que, quizás, sus compañeras eran unas abusonas. Ahora siente que se equivocó.

—¿Por qué no llamaste a una ambulancia o la policía? —pregunta Pepa, reuniendo toda la calma que puede.

—Fue todo muy rápido. Yo estaba encima, él tenía los ojos cerrados y, de repente, empezó a moverse como si le doliera el pecho, con la mano en el corazón. Me asusté. Fui a buscar el teléfono, pero él me puso la mano en el brazo, como para que no me fuera. Creo que no quería que lo dejara solo. Grité, y lloré, hasta que todo pasó.

—¿Te fuiste y lo dejaste allí muerto, sin más? Si hubieras llamado a una ambulancia, a lo mejor podrían haberlo reanimado.

—Estaba frito. No había nada que hacer. Le pasó lo mismo al marido de la Teodora, ¿usted lo sabía? Aporreó la puerta de casa una noche, llorando y gritando, tendría yo 20 años. Los médicos no pudieron hacer nada por él. Además, yo sabía que usted volvería pronto a la casa.

Pepa evita decirle que es una niñata sin idea de nada, que cada caso es diferente y nadie sabe si su marido podría haberse salvado.

—No era la primera vez que lo hacíais, ¿verdad?

Paola niega con la cabeza.

—¿Tenías una aventura con él? ¿Pero qué pretendías, furcia? ¿Quitármelo y quedarte tú con todo?

—No, señora —dice Paola, esta vez serena. De hecho, ya no vuelve a llorar en toda la conversación.

Pepa se levanta, da unos pasos, pensativa, y vuelve sentarse.

—¿Qué es lo que tenías con él entonces?

—Era muy amable conmigo.

—“Amable”. ¿Eres tonta? ¿Qué crees que podría querer un hombre de esa edad que se da cuenta de que tiene atenciones de una joven como tú?

—No lo sé. Quizás usted lo sepa, señora.

—¿Cuándo fue la primera vez?

—Pues… hace tres meses.

—Tres meses.

Pepa se lamenta, más enfadada ahora consigo misma por no haberse dado cuenta de aquello.

—¿Y cómo lo sedujiste?

—¿Cómo?

—Qué cómo hiciste para que se fijara en ti, tonta.

—Yo nunca quise que se fijara en mí, señora. Un día vino al baño mientras yo estaba limpiando, porque me había oído cantar. Estaba cantando una zarzuela que me cantaba a mí mi abuela, no sé por qué, porque yo no escucho esa música. Él vino. Le pedí perdón, no sabía que estaba en la casa en aquel momento. Y me dijo que no tenía por qué disculparme y que siguiera, que le gustaba cómo cantaba.

—Ya, ¿y luego qué?

—Pues, desde aquel día, cogió la costumbre de sentarse un ratito conmigo en la habitación en la que yo estuviera limpiando, cuando usted no estaba en la casa. Me escuchaba cantar, me aprendí varias zarzuelas más. Decía que yo le hacía mucha gracia. A veces me enseñaba alguna pintura que le gustara, o me contaba historias que sabía, y luego yo siempre decía algo que lo hacía reír.

—Vamos, que eras su bufón.

—¿Cómo dice, señora?

—Nada, nada, tú sigue. ¿En qué momento te acostaste con él?

—Pues uno de sus días en que me estaba enseñando algo se acercó mucho mucho. Me cogió la cara y me dio unos besos en la mejilla.

—Y tú te dejaste, claro —cuestiona Pepa.

—Me pareció cariñoso. No me molestó. Sí que me dio cosita cuando me besó en la boca por primera vez, pero solo al principio. Luego ya cerré los ojos y me fui acostumbrando.

Pepa se acaricia las sienes mientras musita alguna plegaria.

—¿Y Teodora? Teodora lo sabría todo, claro. Esa va a salir por la misma puerta por la que vas a salir tú.

—No, señora, por favor, no la eche. Nos descubrió un día besándonos, pero el señor le pidió por favor que no le dijera nada a usted. Le dijo que nos queríamos, que solo lo estaba haciendo feliz, y que no podía negarle algo tan bonito a un anciano.

—Así de manipulador y chantajista podía llegar a ser. Y de idiota, porque mira que creerse que tú lo querías… ¿Cuándo os acostasteis?

—Él ya llevaba unos días metiéndome la mano debajo de la blusa, y a mí me gustaba. Un día me dijo que me iba a acariciar ahí abajo, yo le dije que sí, lo hizo y… también me gustó.

Pepa la escucha con creciente interés. De repente, se siente más curiosa que irritada.

—¿Y qué más pasó?

—¿Quiere que le dé todos los detalles, señora? —preguntó la joven, sin tono alguno de extrañeza.

—Tengo derecho a saberlo.

—Estuvimos unos cuantos días tocándonos mientras nos besábamos. Nos metíamos en el baño, siempre cuando usted no estaba y Teodora estaba por otros sitios de la casa. Al principio no me desnudaba del todo, siempre me dejaba los pantalones y la ropa interior en los tobillos y él estaba un buen rato tocándome por todo el cuerpo. Un día me besó ahí. Me daba con la lengua y con los labios. Ya me lo habían hecho antes algunas veces, pero él me lo hizo mejor, porque me corrí. Hasta aquel momento, yo solo me había corrido al masturbarme, ¿sabe?

Pepa asiente.

—Continúa —le pide.

—Yo lo besaba también ahí abajo, pero no se le ponía dura. Alguna vez sí, pero, cuando me la quiso meter, se volvía a poner blanda. Se enfadaba y sudaba, ¿sabe? Yo quería que me la metiera, más por él que por mí, para que no se sintiera mal. Un día vino a la cocina cuando yo estaba limpiando las sartenes, porque yo nunca he dejado de hacer mis cosas, señora. Me dijo: “Mira, tengo una cosa”. Y aquel día no nos metimos en el baño, sino en la habitación que está más cerca de la cocina. No donde dormían ustedes, ¿sabe? Se bajó los pantalones, me la enseñó y vi que estaba tiesa.

Pepa traga saliva. Hacía muchos meses que él parecía haber cedido ante la disfunción eréctil, y ya nunca la buscaba para hacer el amor.

—¿Y te la metió por fin? —pregunta.

—Sí, señora, lo hicimos varios días. Siempre me ponía yo encima de él, porque él se cansaba. Me ponía a horcajadas encima y se lo hacía. Pero antes él ya me daba con la lengua y con los labios ahí, porque decía que le gustaba como yo sabía, y a mí me gustaba cómo él me lo hacía. Una vez me lo hizo tres veces, pero no fue aquí. Me llevó a un hotel hace dos semanas, una mañana que yo no trabajaba, y allí me lo hizo tres veces.

—¿Os visteis fuera de la casa? —dice Pepa, sorprendida, aunque ya no enfadada.

—Sí, solo una vez, usted no estaba. No sé qué pasó el otro día. Nunca nos había pasado antes, siempre le gustaba y terminaba contento. Terminaba contento.

Las explicaciones de Paola han generado calor en una zona del cuerpo que Pepa creía inactiva desde hacía mucho. Ha oído todo lo que la joven ha contado con una atención y una empatía que harían sentir orgullosa a su hija, que siempre anda hablando de sororidad. De repente, quiere repensar esa idea de despedir a Paola, y mucho menos va a denunciarla. Al fin y al cabo, ha sido siempre eficiente en las tareas domésticas, y ahora sabe que también se ha prestado a proporcionar placer sexual.

Pepa suspira de modo teatral.

—Bueno, está claro, que todo esto ha sido un desgraciado accidente —dice.

—Sí, señora, eso fue.

—Creo que va siendo hora de dejar atrás el asunto y que la memoria de mi marido descanse en paz. Me cuesta no darte algún escarmiento, pero creo que es lo que él hubiera querido.

—Yo también lo creo.

Pepa se levanta.

—Lo mejor va a ser que tú sigas viniendo a la casa como hasta ahora y no digas a nadie ni una palabra de esto, ¿vale?

—Yo también creo que va a ser lo mejor. Además, ¿qué mejor sitio que este para criar al nuevo heredero? —dice Paola, sonriendo y tocándose el vientre.

Pero la joven se asusta de repente. Pepa ha puesto la misma cara, la misma, la misma, que cuando a su marido le dio el infarto mientras ella estaba encima.