La ley del deseo
María tuvo su primera experiencia sexual en plena adolescencia. Eso la convirtió en “probable” (del verbo “probar”) ante todos los compañeros del equipo de fútbol de su chico. El mismo que luego la dejó por su mejor amiga.
12/13/20235 min read
María comenzó a intimar con chicos a los 15 años. Con su primer novio, dos años mayor que ella, se “quitó las boqueras”. Era como sus amigas y compañeras de clase llamaban a darse un beso con lengua por primera vez. Teo la besó en un callejón oscuro. Y abría la boca, pero no usaba la lengua, así que ella lo sentía como uno de esos besos ficticios de las películas. Lo que sí hacía era arrimarse, de modo que ella sentía un bulto duro sobre su entrepierna. Alguna vez se animó a palpar aquella dureza por encima del pantalón.
Su primera vez fue con 16 años. Quería hacerlo. Estaba enamorada de Raúl, jugador del equipo de fútbol local, guapo, con cuerpazo y con una scooter Jog-R negra con la que la recogía en la puerta de su casa. Aquella primera vez fue en un chalé a las afueras que la familia de él solo usaba en verano. Los besos con lengua, estos sí, fueron el único preámbulo a la penetración. Ella sangró, se manchó el viejo sofá y tuvieron que darle con un pañuelo de papel humedecido, porque no tenían otra cosa a la mano.
A las dos semanas, Raúl la dejó por su mejor amiga, que era más guapa y más delgada, aunque menos segura y carismática. No fue una simple ruptura. Fue una ruptura en plena adolescencia y fue la humillación de constatar que, el chico que se lo había hecho por primera vez, solo la quería para aplacar su revolución hormonal. Y con las bendiciones de su mejor amiga, con quien seguramente se echaría unas risas a su costa.
A ojos de los chicos del pueblo, bien informados por los jugadores del equipo de Raúl, María ya aparecía como follable. Ya se había estrenado. Eso la convertía en probable del verbo probar, y en candidata probable por su presunta facilidad para pasar por el aro.
Erigida como objeto de deseo y ajena a esos rumores de “facilona” que circulaban por los vestuarios, otro jugador del equipo local sedujo a María: Alex. Fue un chico con el que se besó un domingo de botellona, mayor que ella, y que le gustaba por la masculinidad que rezumaba y ese carácter rebelde e irreverente. Se liaron otro domingo de botellona y él se prestó a acompañarla a casa.
Por el camino, Alex le hizo alguna lasciva propuesta, medio en broma medio en serio, y ella se limitó a sonreír. Cuando él se paró en una farmacia para comprar condones en una máquina expendedora, ella estuvo segura de que no quería hacerlo y quiso echar a correr. Pero se quedó, pensando que había sido ella misma la que había dado pie a aquel encuentro. De no acceder, sería catalogable como “calientapollas”.
Follaron en un descampado. Él le pidió que se colocara sobre ella, pero María, aunque había alardeado frente a sus amigas de experiencia sexual dilatada, no sabía cómo moverse. De pie, ella con la espalda apoyada en la pared trasera de un chalet, él se agachó a darle unos breves lametazos en el sexo. Nunca nadie se lo había hecho antes. Aquello la incomodó, le resultó invasivo y violento, así que deseó que él terminara mirando nerviosa a su alrededor, por si alguien la descubría. Y después, embistiéndola contra la pared hasta provocarle rozaduras en la espalda, Alex la penetró hasta que se corrió.
Meses después, en una fiesta que celebraron en el sótano de un amigo, ambos discutieron a cuenta de las bebidas delante de todos, otros 20 chicos y chicas. Él le espetó:
—¿Ya no te acuerdas cuando te follé en aquel descampado?
María enmudeció y agachó la cabeza, avergonzada, mientras todos a su alrededor paladeaban el salseo entre exclamaciones de sorpresa. Ninguna de sus amigas dijo nada.
A los 18 años, María conoció a su primer novio “formal”, ese concepto atribuido a las relaciones en exclusiva en la que ha habido presentaciones oficiales a las familias políticas. Fran era cuatro años mayor, pero su experiencia vital lo convertían en alguien mucho más viejo. Ejercía sobre ella una influencia ostensible.
Fue el primero que la hizo llegar a un orgasmo en pareja, fuera de la masturbación. Jóvenes como eran, a falta de casa propia, siempre follaban en el coche de él, dejando manchas blanquencinas en el tapizado. Al principio él le hacía cunnilungus vigorosos, con las piernas incrustadas en el hueco del asiento delantero y el trasero, con el torso girado. No ponía reparos, e insistía hasta hacerla gritar de placer. Pero, meses después, le abría los labios mayores e inspeccionaba como quien busca espinas en el pescado, a fin de calibrar su nivel de aseo: “Hoy no te lo quiero comer”, sentenciaba.
La dejó a los tres años, por teléfono. A los 21, María experimentó la crueldad del desamor. Porque la dejó y le confesó que ya no la quería, pero ni siquiera se tomó el tiempo para hacerlo cara a cara y ocuparse de lo que ella sentía. Y porque, además, ella recibió un mensaje en su móvil que decía: “Tu novio está con otra, y por eso te dejó”. Su amiga llamó al número del destinatario, y le contestó una chica con la que Fran estudiaba. Le dijo que ella no había enviado el mensaje, que sospechaba quien podía haberlo hecho y que la información era falsa.
María anduvo taciturna durante meses, y se consolaba recitando a sus amigas una lista de nombres de chicos con los que no le importaría tener algo. Alguno le gustó de verdad. Se convirtieron en “casi algo”, de esos que no dejan siquiera una espina y una herida que lamerse. Otros solo tenían interés en el sexo, otros tantos prefirieron a alguna de sus amigas.
A los 23 años, María comenzó una nueva relación. Con Lolo. Era un chico al que conocía desde hacía tiempo y que, hasta el momento, no le había generado ningún interés. Pero estrecharon su vínculo cuando coincidieron en la banda de música local y, junto a otros compañeros, compartieron conciertos, tardes de viernes y borracheras de sábado noche.
Con paciencia y cariño, Lolo le cedió espacio y tiempo para que ella lidiara con sus propias dudas. El largo plazo, en el que se vislumbraba ese horizonte común que él representaba, a ella le provocaba vértigo. Lolo estaba por ella más de lo que lo había estado nadie antes, y eso, a veces, asusta.
Se fue sacudiendo dudas entre besos, abrazos y risas, con su brillo en los ojos, sus visitas sorpresa o las ganas de agasajarla cocinando sus platos favoritos. Fue el primero que, durante el sexo, le preguntó qué le gustaba y cómo. El primero que le susurró: “Como tú quieras”. El primero que le cedió la iniciativa en cada encuentro. Con Lolo aprendió a distinguir entre el consentimiento y el deseo. Conoció la verdadera diferencia entre esos “sí” que en realidad son un “no”, y esos otros “sí” que ni siquiera hay que dar, porque se sobreentienden tras un deseo tangible, casi palpable.
Con Lolo descubrió el amor verdadero en una relación sana de igual a igual. Hoy llevan 15 años juntos.

