La residencia
El amor surge en lugares inesperados, en momentos inesperados. Incluso cuando piensas que no eres deseable para nadie, que ya es tarde o que hay cosas que no te corresponde vivir.
1/10/20243 min read
A Consuelo le gusta recrearse en las facciones de su amante. Le gusta acariciar su rostro, pasando la yema de los dedos por los pliegues del contorno de los ojos y por los recortes de la suave piel del cuello. Le gusta mirar sus ojos, de un verde intenso. Quizás uno de esos viejos poetas diría que aún se aventura en ellos una belleza joven y salvaje detrás de las arrugas, las manchas y la flacidez. Pero no, no es que se intuya, es que se ve. No es cuestión de echar imaginación, sino de saber admirar la belleza madura.
Adelina, en cambio, prefiere cerrar los ojos y absorber las sensaciones que le provoca el tacto de Consuelo, sus yemas acanaladas por el paso del tiempo, el olor del perfume y la agitación gradual de su respiración. La mente de Consuelo va mucho más rápido que sus actos. Cuando Adelina nota que se está poniendo nerviosa, es porque ha pensado alcanzar un nivel mayor de intimidad, y quiere ejecutarlo.
Va poco a poco. Le pasa la mano por la espalda, aún sobre la blusa. La introduce con lentitud entre el elástico de la cinturilla del pantalón, y bajo la ropa interior. Acerca su cuerpo para tener mejor ángulo y, así, acariciarle el trasero que es, a la par, rugoso y suave. Adelina se deja hacer. Le gusta que la toque. Lo siente como un masaje, le provoca relajación y sosiego. Y también placer.
Así las encontraron hace dos semanas las niñas, que es como las residentes llaman a las auxiliares y enfermeras de aquella residencia de mayores. Ellas ya habían notado que Consuelo y Adelina pasaban mucho tiempo juntas y, alguna vez, las habían visto deslizarse sigilosas hasta uno de sus cuartos. En una de esas veces, las sorprendieron acariciándose una a la otra sobre la cama.
Tienen 80 y 83 años y están enamoradas. Lo saben. Consuelo sabe que nunca sintió nada ni medio parecido por Juan, su marido, muerto hace 20 años. Que Dios lo tenga donde se merezca. Era un hombre rudo, serio, autoritario, estricto y con las manos largas, pero no precisamente para las caricias. Le anduvo dando bofetadas (correctivas, según él) hasta que su hijo mayor, a los 23 años, le dijo que no volviera a hacerlo.
El marido de Adelina, que murió hace dos años, era un santo. Siempre la trató con cariño y respeto, pese a sus largas ausencias. Aquel bendito solo sabía de campo, de ganado y de meteorología. Se quejaba de la dureza de lo rural, de los pocos beneficios que da y del tiempo que hay que estar fuera. Pero estuvo haciendo labores ganaderas hasta que un infarto lo sorprendió en la finca. Cuando lo pudieron auxiliar, varias horas después, fue solo para confirmar su muerte.
La directora de la residencia habló con las dos amantes. Fue una conversación paternalista y condescendiente, aunque ambas entendieron que la buena mujer solo hacía su trabajo. Por lo visto, tienen un protocolo para casos de ese tipo. Cuando se trata de pacientes en plenas facultades psíquicas, como ellas, solo se aseguran de que hay consentimiento por ambas partes. Eso sí, no se hacen responsables de los cuchicheos, las risitas, las preguntas con sorna ni los cotilleos que quieran llevar y traer los miembro del personal.
Consuelo y Adelina ya han decidido que no les importa. Tampoco les importa que la hija de la primera pusiera gesto de repulsión cuando su madre se lo contó.
—Madre, por Dios, ¿a estas alturas tiene usted ganas de eso? ¿Se ha vuelto usted lesbiana a los 80 años?
—Hija, ¿tú no te acuerdas de mi amiga Virtudes, la que estaba soltera? Yo he sido lesbiana toda la vida.
La familia de Adelina, solo la visita un par de veces al mes, así que ni se ha molestado en contárselo.
Tampoco les importa que su compañero Antonio, otro residente, mostrara una oposición lapidaria el otro día en el salón. No se dirigió a ellas expresamente, pero habló alto y claro, para que lo oyeran.
—Tortilleras en la residencia, ¡lo que faltaba ya! ¡Pues yo no me siento cómodo!
Pero, sobre todo, han decidido que no van a lamentarse por nada. Porque sí, ojalá tener el vigor de los 20 o los 30 años, sin achaques, sin dolor de huesos y sin tratamientos que bajan la libido. Ojalá tener amigas con las que hablar abiertamente de sexo, como los jóvenes de hoy, de cualquier orientación. Ojalá tener información para explotar el placer, saber cómo estimular a la otra, quizás provocarse intensos y repetidos orgasmos. Ojalá.
No hay tiempo para lamentos. “Ahora” es el único “siempre” que tenemos. Ellas lo saben. Y sienten que lo tienen todo para disfrutar hasta el fin de sus días.

