La vecina del 5º
El palique que gasta Manuel suele espantar a la mayoría de mujeres, pero esa noche le está funcionando con Nerea. No se cree la suerte que tiene cuando ella le pregunta si quiere acompañarla a casa, pero no se imagina lo que le espera tras la puerta…
10/24/20248 min read
La noche en aquel pub se tornó prometedora cuando a aquella mujer, llamada Nerea, pareció divertirle el palique obstinado de Manuel, el mismo que espanta a la mayoría de féminas. Él lleva 20 minutos intentando venderle todos los atractivos de la costa onubense, de donde procede, como si trabajara en una agencia de viajes. A ella, madrileña con casa de veraneo en Denia, no le interesa nada aquella parte del planeta ni la turra de un tipo tan chovinista, pero le hace gracia su modo de expresarse.
—Bueno, yo me voy a casa, ha sido un placer conocerte —anuncia Nere de un momento a otro.
Manuel habría jurado que la chica tenía interés, así que se queda petrificado cuando ella se despide y pasa a centímetros de su cara en dirección a la salida del pub, dándole la espalda. Pero, antes de perderse entre la muchedumbre, se gira.
—¿Te gustaría acompañarme?
Si en lugar de esa pregunta Manuel hubiera escuchado “¿Vienes a que te arranque la piel a tiras y me la coma cruda mientras te mantengo atado y consciente?”, la hubiera seguido igual.
Los dos salen juntos del pub. Manuel ni siquiera pregunta en qué dirección van, pero, para confirmar su interés, le posa una mano caballerosa en la espalda.
—Voy a pedir un taxi, ¿vale?
Nere parece desganada al dirigirse a él. Por eso Manuel se vuelve a sorprender cuando, ya en el interior del vehículo que han conseguido parar, ella tira de las solapas de la chupa de él y explora con la lengua cada rincón de su boca. Ha pasado del cinturón de seguridad, para disgusto del taxista, que chasquea la lengua sin atreverse a interrumpir. Al comprobar lo animada que está, Manuel le desliza una mano sobre las medias, en dirección a la cara interior de los muslos. Pero, justo entonces, ella se separa:
—Es aquí.
Manuel está tan excedido por la forma en que ella ha tomado la iniciativa que no reacciona ni a la hora de pagar. Es ella quien suelta 10 € al taxista, le dice que se quede con el cambio y se dirige al portal frente al que el coche acaba de parar.
Manuel persigue a Nere escaleras arriba, casi sin aliento. Ella corre con agilidad suficiente como para ser mucho más rápida que él y, al mismo tiempo que toma distancia, sacar las llaves del bolso. Aún hay un tramo de escaleras entre Manuel y ella cuando él la observa entrar en la casa y cerrar tras de sí, dejándolo a él parado en mitad del rellano.
—Vamos, no me jodas.
Él observa la puerta, como buscando algún mecanismo secreto con el que abrirla. Suspira fastidiado y, cuando está a punto de llamar, la puerta se abre. Justo detrás está Nerea. Solo que donde antes había botas, medias, falda, jersey y abrigo, ahora no hay absolutamente nada. La mujer se ha quitado toda la ropa y ha soltado su cabello castaño ondulado, que cubre sus hombros.
—Uf, madre mía…
Manuel no puede reprimir la exclamación y, como llamado por la piel de Nere, dirige sus pasos al interior del apartamento. Cuando va a atravesar el dintel, ella detiene su camino posando una mano firme en su pecho:
—¿Vas a hacer todo lo que yo te diga?
—Lo que tú me pidas y más, guapa.
Nere sonríe y lo deja pasar.
Manuel no quita ojo al trasero de la mujer mientras ella lo guía con parsimonia hacia el salón. Parece que ya no tiene prisa. Se detiene en la puerta que separa el salón del pasillo que dirige hacia las habitaciones y hace una nueva petición a Manuel:
—Desnúdate. Todo. Excepto los calzoncillos.
Él obedece. Todavía no se cree la suerte que ha tenido esa noche.
No hay nada que llame la atención de Manuel dentro de la habitación de Nerea, un cuarto sencillo, de estilo minimalista y con cama doble. Un sitio cómodo para follar. Ella señala el centro de la cama.
—Quítate los calzoncillos y ponte de rodillas ahí.
Manuel obedece de nuevo. Nota el colchón hundirse tras él cuando Nerea lo alcanza por detrás. El primer roce de sus dedos en la espalda lo hace estremecer. Todos los vellos del cuerpo se le ponen de punta cuando ella dibuja un surco con los labios desde sus hombros hasta sus nalgas.
—Inclínate hacia delante.
Manuel acerca su pecho al colchón y se apoya sobre los antebrazos para hacer lo que ella le pide. No quiere mirar. Le gusta esa sensación de estar sometido a su voluntad, sin saber siquiera cuál será su siguiente movimiento. Es una morbosa incertidumbre que está disfrutando más de lo que pensaba.
Solo una pequeña lámpara alumbra la habitación desde la mesita de noche. En la penumbra y de espaldas, Manuel puede oír el ruido que hace Nere al manipular un objeto que parece de plástico. Segundos después, por el tacto, descubre lo que es. La mujer ha extraído una toallita húmeda de su envase y ahora está limpiando cuidadosamente su ano. Manuel, por instinto, se contrae.
—Shhh… —sisea Nere, llamándolo a la quietud.
Él cree que es mejor no preguntar y se deja llevar. Sabe que Nere da la limpieza por concluida cuando la oye escupir y, al mismo tiempo, nota un proyectil de algo caliente sobre el perineo. Un instante después, Nere agarra sus nalgas y explora con la lengua el ano de Manuel, con el mismo ímpetu con el que se abalanzó sobre él en el taxi.
Manuel hunde la cara en el colchón y se deja llevar, pero vuelve a tener un espasmo cuando la mujer se aventura con un dedo por la zona rugosa de su trasero. Él adivina sus intenciones, pero no protesta. Su exnovia se lo hacía a veces y a él al principio le daba reparo, más por prejuicios que por otra cosa, porque, en realidad, le gustaba cuando se lo hacía.
Manuel revive las sensaciones cuando Nerea lo penetra con el dedo índice, y luego con el corazón. Mueve los dedos en su interior briosa, y él cede ante ese punto justo entre dolor y placer que le provoca. Cierra los ojos y se sume en el goce cuando, de repente, ella arrastra un textil entre el colchón y su cara. Antes de que Manuel pueda averiguar qué es, Nerea tira de su cuello haciendo que su cabeza se levante un palmo del colchón.
—¡Ay!
Desde su posición, sin dejar de penetrar su ano con el dedo, Nerea ha enganchado el calzoncillo de Manuel a su cuello y ahora tira como si estuviera tomando las riendas de un corcel. Él, a duras penas, sintiendo la presión sobre su tráquea, consigue deshacerse de la atadura.
—Tía, ¿qué haces? ¡Me estabas ahogando!
—Mmmm… Vale, ya veo que eso no te ha gustado. Lo dejo, tranquilo. Gírate otra vez.
Manuel vuelve a su posición. Se tambalea ligeramente sobre el colchón cuando Nerea lo abandona un segundo para buscar algo en el cajón. Esta vez él, que ha perdido la confianza, se gira para ver qué es.
Es un strapon, un arnés con dildo. Se coloca a modo de braga o calzoncillo de manera que, por la parte delantera, queda bien firme una polla de plástico, lo suficientemente tersa como para introducírsela a alguien. Manuel sabe que él mismo será el objeto de la penetración.
—“Illa, illa, illa”, ¿eso qué mierda esa? ¿Tú estás “zumbá” o qué te pasa? A mí no me metes eso, ¿eh?
—Pero si…
—Pero si “na”, guapa, eso se lo meterás a otro. A mí no.
—Has dicho que harías lo que yo quisiera.
—Hija, pero estaba pensando en otra cosa, ¿sabes? Una comidita de coño (o dos, si quieres), un bote de nata, no sé, otra cosa. ¿No podemos follar normal?
—Mmm… En esta casa no se hace eso.
Seria, Nerea guarda el arnés en un cajón. Manuel aventura un cierre precoz a una noche que se prometía sublime, así que reformula.
—A ver, si te gusta duro, lo hacemos duro. Pero, no sé, hija, una cosa más normal.
Nerea abre otro cajón y saca un nuevo objeto. Es alargado, negro y tiene un mango en un extremo y una especie de paleta en el otro. Es una fusta. Manuel la identifica tras unos segundos de exploración visual y, resignado, suspira.
—Vale. Pero dame flojito, ¿eh?
Nerea asiente con media sonrisa cándida.
—Fóllame la boca —pide.
La mujer se sienta en la cama con la espalda apoyada en el cabecero. Manuel, avanzando con las rodillas sobre el colchón, coloca la polla a la altura de su boca abierta y hace como ella le pide. Por primera vez en la noche, Nerea parece renunciar a la iniciativa y concede a Manuel la posición dominante. Él se mueve como quiere mientras, desde arriba, observa su propio miembro entrar y salir de la boca de ella, al ritmo que él mismo marca.
Pero, entonces, algo roza un pezón de Manuel. Es la fusta, con la que Nerea juguetea acariciando su cuerpo: los pezones, el costado, el trasero y otra vez el pecho. La mujer suelta un primer azote en las nalgas de Manuel. Ha sido suave, como aseguró, pero él contraataca subiendo el ritmo de la penetración bucal. Observa su reacción para comprobar que no le molesta, pero, si no fuera por el falo que le tapa la boca, diría que ella está sonriendo.
La sesión se convierte en un toma y daca. Nere vuelve a golpear el trasero de Manuel con la fusta, esta vez más fuerte, y él, apretando los dientes para no dejar ver dolor, aumenta la intensidad de la penetración. En una de esas, cuando a él le toca responder, intenta volver a castigar a Nerea con su polla rozando la campanilla con el glande, pero ella se le adelanta y entrecierra la boca para que los dientes hagan de barrera natural.
—¡Ay! “Quilla”, loca, es que me está doliendo.
—Yo diría que te está gustando.
—¡Pues no, hija!
Manuel se ha levantado y permanece de pie, mirándola. La mordida le ha dejado la polla en un estado que él llama “morcillona”.
—Entonces… Veo que no vas a querer pasar al siguiente nivel…
Nerea se lamenta con voz trémula y morros, una actitud infantil tan distinta a la que ha mantenido toda la noche que ablanda a Manuel. Lo que en realidad ablanda a Manuel es su desnudez al alcance de la mano y la creciente posibilidad de volverse a casa a medias.
—¿Cuál es el siguiente nivel? —pregunta.
La mujer sale de la habitación y él la sigue en dirección a una contigua. Cuando enciende la luz, Manuel descubre en el centro algo parecido a un aparato de gimnasio, solo que en el extremo tiene una tabla de madera con un agujero grande en el centro y dos más pequeños a ambos lados. Se parece sospechosamente a un cepo de castigo y, a las espantosas imágenes que se están formando en la cabeza de Manuel, no ayudan las cadenas que cuelgan del aparato.
—A ver, no te asustes, ¿vale? —explica Nerea mientras camina hacia la máquina—. Podemos ir despacio, si quieres, es para que te coloques y…
Pero, cuando Nere se gira, Manuel ya no está allí. Ha salido corriendo, prácticamente dejando un agujero en la puerta de la casa coincidente con su silueta. Se está poniendo los pantalones a toda velocidad en el ascensor cuando entra un vecino, que sonríe al verlo semidesnudo y tan apurado.
—¿Qué? Vienes de la casa de la vecina del 5º, ¿verdad?
Manuel, con una expresión de sorpresa que contesta por él sin necesidad de que hable, se promete no volver nunca más a aquella casa.

