Lara (1): Harry Cross ahora te sigue

Capítulo 1 de Las rosas de Abril.

8 min read

Hay que hacer muchas renuncias cuando eres deportista de élite. Llega un momento en que pierdes la cuenta de cuántas, aunque la pasión por el deporte, la satisfacción de prosperar y los triunfos compensan. Ser la número 1 del tenis mundial tiene un coste alto. Lo constaté mucho antes de serlo, el mismísimo día en que tuve que cambiar de ciudad, sola y lejos de mi familia. Solo tenía 13 años.

La Nochevieja y el Año Nuevo de aquel año, en que comienza el hilo temporal de mi vida que comienzo a relatar, los pasé en Marbella. Simplemente, porque suponía un giro de guion a los excesos de comida, bebida y amor familiar que me imbuían desde Nochebuena, y que me habían hecho desconectar de entrenamientos intensivos antes de empezar la temporada de tenis. Tenía que poner tierra de por medio entre mis primas y yo, al menos, los 180 km que separan Sevilla de Marbella. Se habían empeñado en llevarme de cotillón hasta ver salir el sol, pero no me lo podía permitir.

Por fortuna, no solo el hecho de alcanzar metas deportivas compensaban todas esas veces en las que tenía que decir que no. También lo hacía mi otra familia, la del tenis, y sobre todo mis mejores amigos, Marisa y Leo. Unos años antes, después de ganar mi primer Open de Australia, ella se incorporó a mi equipo como representante y asistenta personal, y él como responsable de comunicación. Los inicios siempre son de adaptación, de suspicacias y dudas. Pero, a nada que conecté con ellos, se convirtieron en mis amigos. Me sentía tan cuidada y querida fuera de las pistas que dentro de ellas solo tenía que brillar. Siempre y cuando, claro, las lesiones lo permitieran.

Aquel año hubo que descartar la competición de Brisbane del calendario, a fin de dar un último respiro a mi cuerpo de cara al inicio de la temporada. Había pasado parte del aquel año que se iba en el dique seco, por culpa de una lesión que coleó hasta el final. Hasta el punto de que me retiró de forma prematura del sueño olímpico en Londres, y me mandó a casa con mal sabor de boca y muy malas sensaciones. Si no fuera por mi preparadora física y mi coach, que me ayudaron en la puesta a punto física y mental, no hubiera tenido una recuperación tan rápida.

Mi foco estaba puesto en la nueva temporada, así que el fin de año no podía más que ser sosegado. Y, por si en algún momento pensara en salir del redil, ya estaba mi entrenador para meterme en vereda. “Melbourne está a la vuelta de la esquina y tienes que recuperar tu mejor estado”, me repetía machaconamente. Paco Gómez era, quizás, el miembro del equipo con el que tenía una relación más intensa. Y no por ser más estrecha que las demás, no, sino por nuestros épicos tiras y aflojas. Él me exigía, yo me revelaba. Él aflojaba, yo demandaba. Y así en un bucle infinito.

El último día del año me encontraba en Marbella, relajándome antes de ir a casa de Leo, donde haríamos una pequeña fiesta para despedir el año. Estaba revisando Twitter, con la comunidad por entonces concentrada en hacer acopio de recuerdos del año que se iba y expresar deseos para el que estaba por venir. Me costaba entender esa manía de solicitar al calendario los ansiados cambios en la vida, en lugar de emprender una verdadera transformación personal que los motivara. Pero no podía culpar a los tuiteros. La crisis económica seguía causando mella y había sido un año difícil, por lo que a nadie le daba pena dejarlo atrás.

Revisé los nuevos seguidores, una práctica que solía emprender a la búsqueda de personalidades a las que hubiera que devolverle el follow, aunque fuera por cortesía. Fue entonces cuando lo vi: “Harry Cross ahora te sigue”. Aunque estando tan expuesta me había acostumbrado a que me siguiera gente de toda clase, me sorprendió aquel nuevo seguidor.

Cotilleé su perfil y constaté que aquel no era un usuario de Twitter anónimo cualquiera. Era el actor revelación del año, el británico que había conseguido romper la taquilla con la adaptación al cine de una novela de espías que formaba parte de una exitosa trilogía. Tanto bombo se le dio a la película, que se vendió como la revolución de las de su género, que Leo me convenció para ir a verla. Sospecho que estaba más interesado en ver cómo se desenvolvía el protagonista en aquellos planos de infarto, pero no lo culpé en absoluto. Me llevé días pensando en el espectáculo que ofrecía Harry Cross. ¿Por su dominio de la interpretación? Me mantuvo pegada al asiento, no lo niego. Pero aquel hombre era poseedor de una belleza casi irreal, y buen conocedor de ello, sabía explotarla bien con su mirada, sus gestos y su lenguaje corporal. “Debería ser delito ser tan guapo”, repetía Leo los días después de ver la película.

Le devolví el follow de inmediato, claro, y se activó mi curiosidad. En 10 minutos conocía su procedencia, quiénes eran sus padres y hermanos, cómo entró en el mundo de la interpretación y cuál era su historial amoroso reseñable. Prácticas pseudodetectivescas que asociábamos a personas singulares y con vidas aburridas, pero que, en realidad, todos empleábamos alguna vez.

A la cena en casa de Leo y Alberto también asistiría Marisa, que a última hora había apuntado a nuestra pequeña reunión a un tal Pedro que decía ser su nuevo novio. Para mí, de momento, solo sería uno más en su larga lista de conquistas, porque mi amiga era casi tan activa en lances amorosos como mi prima Sole. Con la diferencia de que mi “repre” sí estaba abierta a las relaciones de pareja, pero tenía las ideas tan claras de lo que quería y no quería en su vida que, a la mínima, daba puerta sin contemplaciones. Daba igual quién fuera el susodicho y lo colgado que estuviera de ella para entonces.

Aquella noche, en casa de Leo, no pude contener mucho mi reciente nuevo hito en redes sociales, acostumbrados como estábamos a contarnos todos los detalles de nuestras vidas.

—¿Sabes quién me sigue desde ayer en Twitter? —pregunté a Leo con una media sonrisa que buscaba su complicidad. -Harry Cross.

—¿Harry Cross? ¿Qué dices? ¿El actor de esa peli de espías que triunfó a principios de año?

Mark H, sí. Él es Mark H -le dije, a la vez que giraba la pantalla de mi móvil para que viera una foto suya de medio plano.

—Dios, hija, ahora que casi se me había quitado de la cabeza. ¿Pero tú has visto estos brazos de empotrador nato? ¡Madre mía! ¿Sabes si es gay?

—Por mi bien, espero que no. Y por el tuyo, que tienes novio —contesté, riendo.

Leo tenía razón. Aquellos gruesos y musculosos brazos parecían capaces de levantar un edificio. Me los imaginé llevándome en volandas, pues no parecía que mis 55 kilos fueran un obstáculo insalvable para aquel cuerpo atlético y moldeado. “Enfoca, Lara. Déjate de fantasías”, me dije.

Apenas me permitía fantasear porque, a menudo, esas inocentes elucubraciones se convertían en pensamientos recurrentes y obsesivos. Ya me había pasado. Y si bien esa obcecación me había llevado al número 1 del tenis mundial en lo profesional, en lo personal me había jugado alguna mala pasada. Afortunadamente, años de aprendizaje de la gestión emocional habían logrado ponerle freno.

No tuve mucho tiempo para pensar en aquel adonis moderno que, siendo realistas, era muy probable que no tuviera ningún interés en mí, más allá de cierta afición al tenis femenino. Con la fiesta de Nochevieja hicimos una entrada de órdago en el año nuevo, que se presentaba prometedor. Entre el paso fugaz por Sevilla, los entrenamientos y la inminente primera competición del año, poco tiempo había para dejar volar la imaginación hasta los brazos de aquel británico que parecía tener el secreto para lucir una sonrisa perfecta.

A pesar de los excesos de las pascuas, el año no pudo empezar mejor. Pusimos rumbo a Sidney para competir en el Apia International, la antesala del primer grand slam del año, para el que me encontraba plenamente concentrada y en una forma física excepcional. Las incomodidades parecían haber quedado atrás. Pasé con sorprendente facilidad las primeras rondas en Melbourne y, aunque más complicados, afronté los pases de cuartos y semifinales con plena seguridad en mí misma.

En la final me esperaba mi némesis, mi archienemiga de los pistas. Aunque era puro candor y dulzura en lo personal, se había convertido en la mujer que más apuros me había hecho pasar en las competiciones. Era la número 1 del mundo en aquel momento, la canadiense Hailey Atwood. Era casi tan agresiva en el juego como yo y su derecha electrizante la ayudaban a conectar winners que levantaban gradas enteras.

El primer set se saldó con un contundente 6-1, pero en el segundo me costó cerrar. Mi rival me rompió el saque en un par de ocasiones y perdí varias bolas de partido. Pero Teresa y Paco, quienes eran respectivamente mi preparadora física y mi entrenador, me ayudaron a preparar el partido durante días. Entrené a conciencia los reflejos y la velocidad, a fin de que aquellos golpes ganadores de Atwood no lo fueran. Necesité mucha cabeza para mojar la pólvora que ella fue arrojando por la pista durante el partido, pero a fuerza de disciplina y de creer en mí, conseguí alzarme con el primer gran trofeo del año. Nada más y nada menos que un grand slam, el tercer Open de Australia de mi carrera.

Lo celebramos por todo lo alto y no solo por la victoria, sino por las sensaciones: sentí que volvía al mejor estado de forma física, y que todo el trabajo de recuperación había merecido la pena. Habían sido muchas horas de camilla y mucho trabajo medido de fuerza para ir recuperando el tono en mi dolorido hombro derecho. “Este será tu año”, me había dicho mi padre en mi fugaz visita a Sevilla antes de poner rumbo a Sidney. Y, a falta de que pasara siquiera el primer mes, su pronóstico estaba resultando certero.

Nos quedaríamos un par de noches más en Australia para asistir a la clausura y, de paso, dar soporte moral a un amigo muy querido dentro del mundo del tenis, el argentino Juan Carlos Ruiz, que había conseguido el pase a su primera final de un Grand Slam. Cómo me alegraba por él.

No estuve muy centrada en la cena aquella noche. Mi familia no solía viajar a Australia, pero todos me llamaron para felicitarme y tenía que atender sus llamadas: mis padres, mis tíos, mis primas… Todos me llamaron emocionados para trasladarme efusivas felicitaciones y deseos de verme pronto. A ellos se sumaban todos los patrocinadores, organizadores y personalidades de la cultura, el deporte y la política a los que tenía que atender.

La noche de la victoria, ya de vuelta al hotel, el día aún me tenía algo preparado. Abrí Twitter para enviar un mensaje general de agradecimiento ante el aluvión de felicitaciones recibidas desde mi victoria. Consiguieron que el trending topic “Lara Martín” se mantuviera durante varias horas. Ojeé rápidamente la inmensa cantidad de mensajes privados, una suma considerable pese a tener restringida la recepción de misivas virtuales. Un nombre llamó mi atención y me detuve para abrir el mensaje: “Enhorabuena por el partido y por la victoria. Me encanta verte jugar”.

Era de Harry Cross.