Lara (2): La fuente

Capítulo 7 de Las rosas de Abril.

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Cuando aquel año logré levantar la Copa Suzanne-Lenglen en Roland Garros, me invadió una sensación familiar. Era consciente de la gesta. Sabía lo difícil que era prosperar en torneos tan exigentes como los grand slams, y más aún hacerlo dos veces en un mismo año. Y, pese a ser consciente, no terminaba de procesarlo.

Así es la vida de un deportista de élite: trabajas duro para mantenerte al mejor nivel, pero, cuando alcanzas el éxito, apenas tiempo de saborearlo. Porque las competiciones siguen y no esperan por nadie. Con su ritmo frenético, ni siquiera te dejan margen para creértelo. Resulta insólito que sea precisamente cuando sufres una lesión, y tienes que parar sí o sí, cuando puedes detenerte a hacer acopio de éxitos y fracasos. A veces es el propio cuerpo quien te pide que pares.

Después de Roland Garros, vislumbramos la posibilidad de repetir la gesta de dos años antes y hacer el Grand Slam completo, es decir, ganar los cuatro grandes del año. Paco Gómez, entrenador imperturbable donde los haya, llevaba toda mi carrera deportiva insistiéndome en ir partido a partido, y en bajarme de la nube a nada que despegaba unos centímetros las zapatillas del suelo. Pero, ya visto lo que era capaz de hacer, se entusiasmó con la idea de repetir la épica. Y su entusiasmo siempre se traducía en más presión.

Entrenábamos a diario. Tanto el propio Paco como Teresa Ramírez, mi preparadora física, organizaban rutinas extenuantes. Comenzaban a primera de hora de la mañana en pista, con cada vez más accesorios para oponer resistencia con la que incrementar fuerza, velocidad y flexibilidad, entre otros objetivos. Para uno de los ejercicios habituales, debía colocarme una especie de cinturón con una cuerda elástica atada. El otro extremo quedaba enganchado en una estructura fija con pesas a cierta distancia de las líneas de fondo. Cuando quería correr para golpear la bola, la estructura me tiraba hacia atrás.

Aquellos ejercicios, los partidos con los hitting partners, las sesiones de gimnasio, las de camilla y otras tantas tareas me dejaban exhausta, pero lo disfrutaba. Al terminar el día, aunque agotada, me sentía bien, feliz, satisfecha. Sentía que estaba cumpliendo con mi parte dando lo mejor de mí. Y que, si ningún obstáculo me sacaba del camino del éxito, podría conseguir cualquier cosa.

El tenis copaba mi día a día y prácticamente todo mi foco, pero procuraba salir de la burbuja de cuando en cuando para no olvidar que, ahí fuera, tenía seres queridos con proyectos, ilusiones o atravesando malas rachas. Hablaba con mi familia a diario, a través de nuestros grupos de WhatsApp. Mis primas eran mi cable a tierra. A veces contaban nimiedades, algunas incluso escatológicas, y con frecuencia sugerían que a mí todo aquello debía resultarme aburrido de leer. Todo lo contrario. Me divertía mucho con ellas, y sus conversaciones me ayudaban a tomar perspectiva: no todo en la vida es tenis y flashes.

He de confesar que, en lo personal, tenía una nueva ilusión por entonces. Apareció de la nada, sin esperarlo ni desearlo. Y no había querido creérmelo ni había querido darle importancia. Pero, a esas alturas, era innegable que Harry Cross sentía un interés que, sí, era recíproco.

Me tenía pillada la hora, parecía conocer bien mis rutinas. Casi todos los días a eso de las 8 de la tarde, cuando yo me relajaba en casa o el hotel en el que me tocara estar, sonaba una notificación. Era él. Me preguntaba por el día, compartía algo que creía que me podía gustar saber, mostraba interés en mi profesión y en mi vida, aunque de manera educada, comedida y no invasiva. Cada vez más hecho a mi sentido del humor, también me enviaba material gráfico que creía que podía hacerme gracia. Y, así, las conversaciones con él, y él mismo, también se convirtieron en un bálsamo.

—Está claro que le gustas. Y parece que bastante, viendo las conversaciones —me dijo Leo. Él era mi gran consejero del amor, así que prácticamente no tenía secretos con él.

—¿Tú crees? —pregunté, sin querer creérmelo. —No sé cómo tomarme esto ahora mismo, la verdad…

—Lara, no pongas parches antes de que salga el grano. A ti te gusta hablar con él, ¿no? Y te ayuda a desconectar de la presión.

—Sí —confirmé.

—Pues ya está. Continúa escribiéndole y, si alguna vez quiere desvirtualizar o te pide algo más, ya veremos. Pero no te anticipes, porque no sabemos si va a pasar.

Mi amigo, como casi siempre, tenía razón.

Harry me deslizó algunas sugerencias que, de momento, resultaban tan sutiles que eran casi imperceptibles. Muy sujetas a interpretación, y yo no quería que me nublara la fascinación que comenzaba a provocarme.

En cierta ocasión, estábamos hablando de música. Él solía escuchar indie rock, y me mencionó varios grupos. Yo solo había oído hablar de Babyshambles y de Florence+The Machine.

—¿Qué playlists estás escuchando tú ahora? —me preguntó.

—Lo que más me gusta oír cuando estoy entrenando, que últimamente es casi siempre, es música urbana latina. Todo lo demás me parece lento —dije.

—No he escuchado apenas nada del género —contestó él.

—Ya, querido. Eso es porque te falta calle y flow, probablemente —dije, en un tono jocoso que él ya había logrado entender, después de bastantes conversaciones.

—Pues puede ser. Pero, si eres tú quien me saca a bailar, yo intento el twerking y lo que sea.

Respondía con emojis a aquellas vagas insinuaciones, porque insisto en que no me las quería creer. Porque tenía el foco en el tenis, sí, pero también porque se trataba de uno de los hombres más deseados del planeta. No me había atrevido a preguntarle, pero me moría por saber por qué se había fijado en mí. ¿Qué había visto?

Harry Cross cada vez me atraía más. Me forcé a borrar algunos mensajes muy directos antes de enviarlos, pero me iba costando más y más hacerlo porque se incrementaban mis ganas de desvirtualizar. Hasta que, unos días antes de poner rumbo a Londres para participar en Wimbledon, le escribí:

—La semana que viene comienza el torneo de Wimbledon. Es tu ciudad, ¿no? ¿Asistirás? —pregunté.

—Sí, este año puedo ir. Espero verte por allí —contestó él.

Podría haberme conformado con saber que sí, que asistiría, considerando la apretadísima agenda que tendría uno de los actores más cotizados del momento. Y también con que me hubiera dicho que esperaba verme, lo que se podía interpretar como que deseaba verme. Pero el mensaje no me satisfizo por completo, ya que me resultaba muy enigmático.

¿Qué demonios quería decir eso de “Espero verte por allí”? No especificó qué días asistiría ni a qué partidos, mucho menos sugería algún encuentro. ¿Vendría a verme jugar, sin más, como cualquier otro aficionado? Ni siquiera supe qué responder. Tampoco Marisa y Leo me ayudaron a descifrar aquel mensaje encriptado por el que no quería preguntarle directamente a Mr. Cross. Consideraba que interesarme por su asistencia era un obvio movimiento de ficha y esperaba que él recogiera el guante.

Por fin, comenzó la cita en el All England de Londres. Wimbledon era un acontecimiento deportivo, pero, quizás incluso más que otras competiciones, era un evento social. Desde los miembros de la Casa Real a cualquier aficionado anónimo, a los británicos les gustaba enfundarse en sus mejores galas y pasearse por el complejo esperando encontrar a alguien interesante. La vida en All England era vibrante, y el alojamiento era mi favorito del año. Mi equipo, mi familia y yo alquilábamos una villa con habitaciones individuales. A mi madre le gustaba cocinar para todos, siempre respetando la pauta nutricional de la buena de Teresa, y más en días de competición. Con frecuencia la ayudaba Cris, mi cuñada, pareja de mi hermano Víctor. Tanto él como papá se habían vuelto grandes aficionados al tenis desde que comenzaran a acompañarme en competiciones locales a mí, así que se pasaban los días en las gradas.

Yo trataba de concentrarme y disfrutar con uno de los grandes eventos del año, aunque la hierba no era, ni de lejos, mi entorno predilecto. Nunca partía como favorita en un torneo como aquel, ni aunque lo hubiera ganado antes, ni aunque ya hubiera levantado los dos grandes previos. Además, pese a mis esfuerzos por mantenerme presente, la cabeza se me iba a Harry Cross. Abría nuestro chat de WhatsApp con frecuencia, por si me había dejado algo nuevo. Ante la falta de novedades, repasaba conversaciones antiguas.

No dio señales durante los primeros días de competición. Tanto las revistas como la prensa especializada ya habían publicado todas las fotos de los asistentes de gala, con esos pulcros estilismos que los británicos utilizan para decirle al mundo que su evento es el más fino y elegante de cuantos acontecen en el año. Siempre he estado convencida de que muchas de esas opulentas personalidades ni siquiera se sientan en sus localidades hasta la final masculina, y con suerte. Wimbledon, como otros grand slams, era un patio de recreo para las actitudes impostadas que la élite adoptaba por mera presunción.

Ni rastro de Harry Cross en las gradas ni el papel cuché durante las primeras jornadas, ni sin acompañante ni con ella, lo que hubiera sido una rotunda decepción. Me escribió el día antes del comienzo del torneo para desearme suerte, y luego nada. Varios días llevaba sin saber de él y ya comenzaba a causarme cierto malestar la idea de que él no tenía interés alguno en desvirtualizar. No quería quedarme sin saberlo y, como ya digo que cada vez me constaba más contenerme, terminé escribiéndole de nuevo:

—¡Hola! Mañana por la tarde me acercaré a la zona VIP de la Pista Central con parte de mi equipo. Nos apetece saludar a algunos amigos. ¿Estarás?

Minutos después, comprobé que estaba escribiendo y contuve la respiración. Temía estar resultando insistente.

—Mañana tengo un compromiso y no podré ir, pero al día siguiente sí estaré por allí. ¿Podrás pasarte?

Leí aquella palabras como si hubieran sido la letra de una canción dedicada en exclusiva para mí, y no tardé en contestar, aunque escueta:

—De acuerdo.

Aquel día por la mañana me esperaba sesión de entrenamiento, pero tenía la tarde despejada y el único propósito de relajarme para afrontar el partido del día siguiente. Solo tenía que lidiar con mi familia, pues se había convertido en tradición que se desplazaran a Londres y París para verme jugar, los únicos grand slams para cuya asistencia no había que completar interminables horas de avión.

Afortunadamente, mi madre y mi cuñada tenían previsto irse de compras al centro de la ciudad, y mi padre y mi hermano tenían buenos asientos para ver el próximo partido de mi gran amigo, el español Roberto López, una de las estrellas indiscutibles del torneo. Les pedí a Marisa y Leo que me acompañaran. Mientras tanto, Paco, Teresa y Marta (mi entrenador, mi preparadora física y mi fisioterapeuta), se quedaron gestionando las próximas jornadas de entrenamientos y competiciones en nuestra villa.

Sobre las 15 h pusimos rumbo a la zona VIP, y una maraña de nervios se me juntó en el estómago. Me sentí estúpida. ¿Era capaz de jugar ante miles de personas como si estuviera ante gradas vacías, pero me abrumaba la idea de ver personalmente a un hombre al que ni siquiera conocía?

Llegamos al recinto, que estaba abarrotado. Pero no tardé en sentir un nudo en el estómago, porque, pese a la multitud, él lograba sobresalir. Lo distinguí enseguida y, de hecho, creo que hubiera sido imposible no verlo. Era muy alto y poseedor de una extraordinaria figura. Llevaba traje gris con camisa blanca, y, en aquel momento hablaba con su interlocutor manteniendo una postura bien erguida pero relajada, con una mano en el bolsillo y una expresión de atención mientras un par de ondas le caían sobre la frente.

Sin duda, tenía hechuras de galán de cine. En algún momento sonrió, y a mí me pareció el hombre más guapo del mundo. Poseía una belleza intimidante, de esas que tienen el don de cambiar la actitud de las personas que están alrededor, capaz incluso de doblegar voluntades. Y, de repente, me sentí insegura. ¿Qué iba a decirle a un hombre como aquel si se presentaba la oportunidad? Estuve a punto de salir corriendo.

—Madre del amor hermoso, Lara —dijo Leo.

—Dios, nena, qué ejemplar. Impone, ¿eh? —apostilló Marisa, ambos mirando en su dirección.

—¡No seáis tan descarados, que se va a dar cuenta! Mejor vámonos —contesté yo, seria.

—¿Qué dices? No vamos a ir a ninguna parte. Relájate anda, que te has quedado lívida —zanjó Leo.

Mis amigos se acercaron a pedir unas bebidas. Yo, aun muerta de la vergüenza, me coloqué a una distancia prudencial y en un ángulo desde el que pudiera verle, haciendo un corrillo con Marisa, Leo y personas que se nos iban acercando. Deseé que ninguna de las celebridades que se encontraban en el recinto en aquel momento quisiera retenerme más de la cuenta.

—Quedaos aquí, ¿vale? Voy al baño —dije a mis amigos.

A pesar de mis inseguridades, Harry actuaba como un imán. Mi única intención al ir al baño era pasar cerca de su ubicación, para que reparara en mí. Ya tenía claro que no iba a irme sin saludar a Harry, aunque fuera de lejos con la mano.

Entré al aseo solo para mirarme brevemente al espejo. Me había puesto un discreto maquillaje ahumado que realzaba mi color de ojos, y retoqué mis labios con el marrón que llevaba en el bolso. Al salir no me dirigí directamente al punto en el que se encontraban mis amigos. Di un rodeo para ir bordeando la fuente de agua del lateral, y me detuve unos segundos para mirar distraídamente las suaves ondas que se dibujaban sobre la superficie. Estaba absorta en mis pensamientos cuando oí una voz a mi espalda.

—Me pregunto qué pasará por la mente de mi favorita del torneo. No es por aumentar tu presión, pero tienes todos los ojos puestos en ti.

Su voz era tan profunda como la de un barítono pero, a la vez, cálida como una melodía dulce. Definitivamente, todo en él resultaba seductor. Estaba hecho para ser un conquistador y sabía perfectamente cómo jugar sus cartas. Me giré, y me dedicó una sonrisa capaz de parar el tráfico en el corazón de Ciudad de México en hora punta. Me miraba fijamente con sus vivos ojos azules, y tuve que tragar saliva antes de contestar.

—La presión es parte del oficio —atiné a decir.

Harry alargó su mano para que la estrechara. Aquello era una presentación oficial y un británico como él no dejaría pasar la oportunidad de mostrar su lado más polite.

—Está claro que eres una gran profesional. Estoy deseando verte jugar la final y espero sinceramente que ganes.

—Gracias, pero hay que ir partido a partido. Aún queda mucho que superar. Sería temerario dar los encuentros por ganados.

Apenas pudimos intercambiar un par de oraciones más. Desde el otro lado del jardín, mis amigos me llamaron:

—¡Lara! —gritaron, moviendo efusivamente las manos.

Estaban junto a la tenista colombiana Sandra Martines y su novio, y supusieron que querría saludarles por el cariño que les profeso y por la larga temporada que ella llevaba en el dique seco, por culpa de una lesión. Harry entendió el contexto y no quiso retenerme.

—Nos vemos en otro momento, ¿no? —dijo.

—Es muy probable que me quede en Londres hasta que termine el torneo, gane o pierda, porque mi familia está aquí para disfrutar esta fiesta del tenis. El sábado por la tarde estaré aquí.

—Celebrando, espero. Te veré entonces. Y te deseo mucha suerte.

—Gracias.

Se retiró para dejarme paso mientras me miraba fijamente y sin dejar de sonreír. En la trayectoria hacia mis amigos, giré la cabeza para mirarle de nuevo. Él seguía sonriendo y con sus ojos clavados en mí.