Lara (4): La propuesta
Capítulo 14 de Las rosas de Abril.
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Eran ya las 16 h cuando bajamos al comedor el día que Harry llegó a casa. Acabábamos de tener dos sesiones completas del sexo más placentero que recordaba en una primera vez. Resultaba que aquel ser apolíneo no solo tenía unos atributos que hubieran encajado en el canon de belleza de cualquier siglo. Es que, además, era un amante excelente. Y superdotado. Harry Cross sabía cómo proporcionar placer a sus parejas sexuales, y yo me estremecí al pensarlo: ¿con cuántas mujeres habría acumulado toda esa experiencia? Aparté aquellos pensamientos intrusivos rápidamente. Poco importaba, porque en ese preciso instante estaba allí, conmigo.
Mis dotes culinarias no eran muy avanzadas, pero aquel día preparé porra antequerana para que mi británico probara algo de la tierra en su primera visita a Andalucía. En el horno dejé unas caballas del sur y, de postre, una crema fría sencilla hecha con limones de Sevilla. Brindamos, él con vino blanco y yo con cerveza sin alcohol, e hicimos una larga sobremesa que nos sirvió para conocernos mejor: pasajes de la infancia, inicios en nuestras profesiones, amigos, familia… Se pasó el día desnudo, con la única excepción de un bóxer.
—Qué calor hace en tu tierra, ¿no?
—¿Verdad que sí? Salir a la calle a las tres de la tarde es como recibir un masaje con un soplete.
Rio. Me encantaba hacerlo reír.
Él seguía durmiendo la siesta de rigor cuando yo subí a mi habitación para buscar mi bikini más sexy: un dos piezas blanco de croché que resaltaba mi bronceado. Pasé por el salón para decirle:
—Voy a darme un baño en la piscina. Te espero fuera.
Eran las 20 h y seguía haciendo calor. El sol se ponía sobre el horizonte, y con sus colores cálidos bañaba el mar de plata. Mi casa de Marbella era mi paraíso particular, un lugar que me llenaba de paz.
Tras la ducha, me tumbé sobre una colchoneta hinchable en el interior de la piscina, y estaba disfrutando de las suaves mecidas del agua cuando apareció él. Noté cómo se me subía la libido observando el agua de la ducha recorrer los músculos de su cuerpo. El bañador azul que se había puesto se ceñía poco a poco a su zona íntima para marcar su generoso miembro.
Se tiró a la piscina de cabeza como un nadador olímpico, y buceó rápidamente. Antes de que me diera cuenta, estaba bajo la colchoneta, que volcó para que yo cayera al agua.
—¿Qué pasa? ¿Quieres pelea? —le dije cuando emergí a la superficie, mientra le salpicaba y le daba unas patadas suaves por debajo del agua.
Se acercó a mí, y supe que había perdido antes de empezar. Con su 1,90 m, nuestra diferencia de altura era de más de 20 cm, y ni siquiera procede comparar nuestras envergaduras. En un movimiento sorpresivo, me agarró un brazo y lo colocó por detrás de mi espalda, lo que me dejó inmovilizada por las molestias. De frente a mí, me dio un beso furtivo justo antes de soltarme.
—Si me lesionas, eres hombre muerto —dije, alejándome.
Desoyó mis quejas y se me acercó en una brazada. Me agarró los muslos y me alzó suavemente para colocarlos en torno a sus caderas, momento en el que me rendí. Rodeé su cuello con mis brazos y lo besé.
Nuestras bocas se juntaron y nuestras lenguas se enredaron en un juego sensual que me ponía a mil. Sin soltarme ni dejar de besarme, caminó unos pasos y me puso contra la pared de la piscina. Tenía una posición de pleno control, y eso me excitaba. Me soltó las piernas sin separarse y me agarró la cara para seguir besándome. Estábamos encendidos de nuevo, y el agua ya no era suficiente para aliviar nuestro calor.
—Quiero penetrarte —susurró.
No dije nada. Lo empujé suavemente para que se apartara, me quité la braguita del bikini y me di la vuelta. Esperé unos instantes mientras se quitaba el bañador, y luego desabrochó la lazada de la parte superior de mi traje de baño. Se pegó a mi espalda acariciando mis pechos, sirviéndose del medio acuático para proporcionarme una fricción muy excitante. Me despejó el pelo para decirme bajito al oído con su voz profunda: “Me encanta follarte”.
Tras semejante declaración, me penetró analmente y en un único movimiento con el que sentí que me iba a romper. Se agarró con sus potentes brazos al pediluvio de la piscina y comenzó a dar golpes de pelvis enérgicos sin dejarme espacio. Estaba absolutamente dominada, sin ni siquiera un poco de holgura entre su cuerpo enorme y la pared. Después me cedió algo de sitio, sin dejar de penetrarme y jadeando en mi oído.
—Me voy a correr —musitó tras unos minutos. —Oh, sí. ¡Ahhh!
Se separó de mí y me volví para besarlo, interrumpiendo su respiración aún entrecortada. Él me agarró de la mano y me dirigió con delicadeza a las escaleras esculpidas en el lateral de la piscina. Se sentó en uno de los peldaños sin soltarme la mano.
—Ven aquí —me dijo.
Me acerqué a él, obediente. Me asió por los hombros para darme la vuelta y que quedara de nuevo de espaldas a él. Colocó mi cuerpo en paralelo al suyo, ayudado por la densidad del agua que oponía resistencia a la gravedad. Ahí comenzó su juego de manos. Primero acariciando mi vientre. Luego haciendo movimientos circulares en el clítoris con una suave presión. Después tocando los labios mayores y menores. A continuación introduciendo los dedos en mi vagina, mientras acariciaba mi pecho con la otra mano y buscaba mi boca para besarme.
—Me encantan tus tetas y tus pezones duros. Me encanta tu cuerpo —me dijo al oído mientras yo gemía de placer, extasiada por sus palabras.
—Oh, Harry. Voy a correrme ya —dije después de unos minutos de juego, con voz entrecortada.
—Di mi nombre.
—Harry —dije jadeante mientras alcanzaba el orgasmo. —Harry, Harry, Harry, Harry.
Me dio la vuelta con la facilidad que se le da a un corcho flotando en la piscina y me besó. Luego salió del agua completamente desnudo y se tumbó en un lateral sobre el pediluvio, bocabajo. Los últimos minutos de luz solar dejaban ver cada poro de aquella figura tan bien proporcionada que parecía estar esculpida en mármol blanco, como el David de Miguel Ángel.
—¿Crees que podremos parar? —le pregunté.
—¿Acaso tenemos que hacerlo? —me respondió, sonriendo, y supe que aquella no sería la última excitante sesión de la jornada.
Al día siguiente, aún me temblaban las piernas cuando tuve que dejarlo en la cama para entrenar. Era temprano, las 7 h, y me aguardaba una rutina intensa preparada por Teresa y al menos hora y media de pista con la máquina lanzabolas que tenía en casa.
—Entrena las voleas y el revés paralelo. La puntería al fondo de la pista también. Y la velocidad. Deberías venir a Puente Romano, pero como no quieres...
—Necesito desconectar, Paco, y no voy a dejar de entrenarme.
Maldije entre dientes a mi equipo por no dejarme compartir la cama un rato más con el hombre más guapo del mundo. Pero no podía perder el foco a esas alturas de la temporada, así que vencí la holgazanería y salí de la habitación sin hacer ruido.
Entré en la cocina unas tres horas después, y mi galán me había preparado un segundo desayuno a base de proteínas y carbohidratos de lo más completo.
—Good morning —le dije, dándole un beso.
—Good morning, pretty —contestó sonriendo. No terminaba de acostumbrarme a esa mandíbula cuadrada y a su sonrisa de anuncio. Me derretía cada vez que se estiraban las comisuras de su boca.
—¿Has dormido bien? —pregunté.
—Maravillosamente.
Mientras desayunaba, me llegó un mensaje de Leo al grupo de WhatsApp que compartíamos Marisa, él y yo.
—¿Vas a sacar a tu amiguito o lo vas a tener de esclavo sexual hasta el domingo en tu casa? Veníos a cenar esta noche, anda.
—Sí, Lara, joder. Sal de la cueva, que Andrew te quiere conocer. Yo esta noche no puedo, pero Andy quiere alquilar un yate mañana para conocer la costa de la Axarquía.
Andrew era el enésimo novio del año de Marisa, un irlandés procedente de una pequeña ciudad del sudeste al que había conocido hacía un mes en un pub de Marbella. Su familia era propietaria de un lujoso hotel a las afueras de su ciudad natal, rodeado de campos de golf, y la chispa se prendió durante unas vacaciones en Sierra Blanca.
Sonreí leyendo sus mensajes, y trasladé a mi adonis los deseos de mis amigos:
—Leo quiere que vayamos a cenar esta noche con Alberto y con él.
—That’s great —contestó él.
Alberto y Leo vivían a las afueras de Marbella desde hacía un año, ya que su relación marchaba viento en popa. En su azotea montaron una zona chill out con barbacoa, el escenario perfecto para unas plácidas noches de verano. Cuando llegamos, nos saludaron efusivamente.
—Harry, ¿has conocido algo de Marbella? —preguntó Alberto.
Los dos nos miramos e intercambiamos una sonrisa cómplice. Algo que no pasó inadvertido para Leo, que escudriñaba nuestro gesto detrás de sus gafas.
—Vaya dos —se limitó a decir.
Habían preparado brochetas y unos cócteles sin alcohol para después, amenizado con un hilo de música lounge. Alberto era un voraz cinéfilo y cosió a Harry con su peculiar batería de preguntas. Lejos de sentirse abrumado ante sus cuestiones inquisitivas, él estaba encantado. Además de buen actor, era amplio conocedor de la industria y no solo de Hollywood, también de cine europeo y otras regiones del mundo.
Antes de los cócteles, y mientras Leo y Alberto recogían insistiendo en que no nos moviéramos, me levanté para admirar la composición de luces que Marbella nos regalaba desde la lejanía. Estando apoyada en el alféizar y admirando la belleza de la noche, Harry se acercó a mí. Desde detrás, me agarró por la cintura, puso su pecho contra mi espalda y me besó en la mejilla.
—¿Qué te parecen las vistas? —le pregunté.
—Me gustan. Pero no tanto como tú —respondió.
No tardamos mucho en irnos porque al día siguiente Marisa y Andrew nos esperarían en un yate en Puerto Banús. A Harry le encantaba navegar, así que le pareció una idea excelente. Antonio, el chófer, nos esperaba al día siguiente para llevarnos, y yo recé para que ningún objetivo indiscreto nos descubriera en el camino. A excepción de Marisa y Leo, nadie en el equipo ni en mi familia sabía que aquellos días de relax los pasaría acompañada. Mis primas no me perdonarían que no les hubiera contado nada, y Sole menos aún, pero ni siquiera sabía aún si había algo que contar.
Andrew me transmitió buenas sensaciones desde lo que lo vi por primera vez. Irradiaba buena vibra, como decía mi hermano. No era el típico irlandés pelirrojo, pero sí tenía algunos mechones rojizos por la barba. Se había prendado de mi amiga, una belleza morena racializada mitad andaluza, mitad boliviana. Y, por lo que capté, parecía que también sucedía al revés.
—Nice to meet you guys, at last! —dijo al vernos.
Harry y él hicieron buenas migas desde el principio, compartían el mismo sentido del humor. Se pasaron un buen rato hablando de un deporte irlandés llamado hurling del que yo apenas había oído hablar, pero que a Harry sí parecía interesarle.
Andrew había contratado servicio de catering, así que no tuvimos que preocuparnos por nada. En mi caso, lo único que me inquietaba era no saber qué selección musical haría Leo. Ya le había advertido que nada de twerking aquel día, que aún no quería desvelar mis salseros movimientos a Harry. Pero, por supuesto, no me hizo caso. Después del aperitivo puso algunos de nuestros clásicos, de Daddy Yankee a Shakira, pasando por algún viejo hit de Don Omar. No demasiado para no abrumar a unos isleños de más allá del Cantábrico a los que aquello les parecía mero ruido. Pero sí lo suficiente como para hacer sensuales y sutiles movimientos de cintura que dejaron a Harry fascinado.
Mis amigos me pusieron en más de un brete aquel día, como sucedió en una conversación durante la comida.
—Bueno, Lara, ¿y qué tal llevas la presión? Porque después de haber ganado los tres primeros grandes, querrás ganar el cuarto, ¿no? —preguntó Andrew.
—Pues ahí voy, ahí voy. No es fácil. ¿Sabéis que he soñado ya varias veces que llego tarde al torneo? ¿O que alguien me dice que, en realidad, no he ganado ninguno de los trofeos anteriores y tengo que empezar el año otra vez?
—Ufff… Pues no lo es lo mismo, pero a mí me pasa eso con la carrera. De repente, sueño que aún me quedan varias asignaturas para terminar —dijo Leo.
—Sí, a mí también me pasa —apostilló Marisa.
—Bueno, yo creo que necesitas desconectar. Y para eso estamos hoy aquí —dijo Andrew.
—Os lo agradezco. Harry también me está ayudando mucho a desconectar estos días —dije, sonriendo al aludido.
—Ya, claro —dijo Leo. —Con el estás conectando y desconectando continuamente.
Para ilustrar a qué se refería, mi amigo hizo un círculo con el pulgar y el índice de una mano, a la par que usaba el índice de la otra para que entrara y saliera del círculo.
—No, tío… —dije, agachando la cabeza avergonzada, mientras mis amigos reían.
—Bueno, yo encantado de echar una mano —dijo Harry.
—Ya, o las dos —apostilló Alberto, provocando de nuevo las risas de los demás.
Estaba como un tomate. Aquellas bromas eran habituales entre nosotros, pero aún me daban corte delante de Harry. Sin embargo, me alegró que él encajara bien el sentido del humor de mis amigos.
Comimos en una cala recóndita de la costa de la Axarquía, cerca de Nerja. Andrew se animó con la guitarra tras un lapso de descanso al sol sobre la cubierta, en el que Harry y yo estuvimos cariñosos. Nos sentamos alrededor de la mesa para repasar algunos clásicos: de Pink Floyd, de The Beatles, de Bob Dylan… Después fue Alberto quien tomó el relevo con la guitarra, pero él, gaditano de nacimiento, optó por un par de temas de Los Delinquentes. Andrew lanzaba algunos “ole” a destiempo y tocaba las palmas como si estuviera aplastando cráneos. Harry se limitaba a sonreír.
—¿Tú tocas algún instrumento? —me preguntó, mientras miraba a Alberto tocar la guitarra.
—“¿Además del tuyo, quieres decir?”, pensé. —No. Hace unos años lo intenté con el ukelele, pero no tengo paciencia para eso —me limité a decir.
Casi había caído la noche cuando el yate nos dejó a Harry y a mí en Cabopino, un puerto más discreto que era la alternativa perfecta al bullicio de un viernes noche en Puerto Banús.
Estábamos ya en el puerto cuando iniciamos el ritual de despedidas. Andrew y Harry hablaban sobre planes inmediatos, Marisa y Alberto aprovecharon para recoger sus bártulos y Leo quiso contarme sus primeras impresiones sobre mi visitante.
—Tú sabes que tienes enganchando a ese tío, ¿verdad? —dijo.
—¿Sí? ¿Tú crees? —pregunté.
—Madre mía, Lara. Podría haber resurgido una antigua carabela del fondo marino, cañonearnos y hundirnos, y él ni se habría enterado. Lo tenías absorto.
Sonreí.
—He notado que me mira, pero creo que exageras. Estará encandilado, pero ni siquiera me conoce bien aún.
—El principio cuenta, cariño. Creo que, para que una relación prospere, tiene que haber fuego de inicio. Atracción.
—¿Qué relación? No tenemos nada, ni siquiera hemos hablado de nosotros. No hay ningún “nosotros”, de hecho.
—Me apuesto lo que quieras a que te lo va a proponer más pronto que tarde.
—No sé yo —dije.
—Bueno, pase lo que pase, tú disfrútalo, anda. Es un regalazo.
Antonio nos recogió para llevarnos de vuelta a casa.
La jornada siguiente la pasaríamos en el chalet, apurando las últimas horas antes de la despedida del domingo por la mañana. Aproveché para entrenar, y luego fue Harry quien me dio el relevo en el gimnasio mientras yo me ponía al día en redes sociales y con los negocios que compartía en Sevilla con mi familia. Sabía que mi prima Lola llevaba el hotel que habíamos adquirido el año antes como la seda. Me preocupaba más la gestión de la red de aparcamientos privados en el centro, que había dejado en manos de mi hermano. Me tranquilizaba saber que Sole también se ocupaba de su gestión.
Por la noche encendí unas velas y perfumé el salón. Le pedí a Harry que se tumbara con la cabeza colocada en mi regazo, y que cerrara los ojos para relajarse. De fondo sonaba Todo es de color, de Triana, y yo pasé lentamente las yemas de mis dedos por su pelo, su cara, su cuello y sus prominentes pectorales. Entre el hormigueo y el cuidado ambiente, entró en un estado de relajación profunda.
—Kiss me, please —me pidió cuando terminó la canción y se hizo el silencio. Yo obedecí.
Después, se quedó mirándome con sus penetrantes ojos azules.
—Lara...
—¿Sí?
—Lo he pasado muy bien contigo estos días.
—Yo también lo he pasado muy bien.
Nos quedamos en silencio unos instantes, mientras yo le acariciaba el pelo.
—¿Crees que volverá a pasar? ¿Volveremos a tener días y noches así? —me preguntó.
—Si los dos queremos, claro.
Se incorporó para mirarme de frente.
—Lara, yo…
Comenzó a titubear, con el ceño fruncido y la mirada baja. Parecía no encontrar las palabras adecuadas para expresarse.
—Dime, Harry. Puedes contarme cualquier cosa. Confía en mí.
—Yo sí quiero que esto siga pasando. Y... me gustaría que solo pasara contigo.
—¿Me estás pidiendo exclusividad?
—Bueno… Te estoy pidiendo algo más.
—¿Una relación?
—Al menos, un compromiso mutuo para intentar que funcione.
Suspiré. Él me miró expectante.
—Harry, me gustas mucho y… también querría tener algo más contigo. Pero esto es un oasis de relax en medio de jornadas maratonianas y siempre contrarreloj. Estoy cerca de conseguir el segundo Grand Slam completo de mi carrera. Mi prioridad es el tenis.
Temía haberlo decepcionado, pero tenía que decirle la verdad.
—Lo entiendo —me dijo. —Sé que será difícil, pero me gustaría intentarlo. Me gustas mucho, Lara. Eres divertida, carismática, inteligente y muy sexy. Quiero conocer más de ti.
Lo pensé unos segundos, mientras Harry me observaba. Después exhalé y dije:
—De acuerdo. Lo intentaremos.
Suspiró aliviado y me besó. Hicimos el amor de manera lenta y apasionada en el sofá, disfrutando de nuestros cuerpos a la luz de las velas que aún parpadeaban a nuestro alrededor. Me había guardado lo que de verdad sentía. Que me había enamorado profundamente de él. Que me provocaba una atracción irrevocable, arrebatada, casi salvaje. Y que ojalá no tuviera que marcharse.
Al día siguiente, Antonio vino a recogerlo para llevarlo al aeropuerto. Me despedí de él con un prolongado beso en la puerta de entrada.
—Quiero contigo —me susurró en español con las manos sobre mi pelo, antes de bajar las escaleras hasta el coche.
Sonreí, temblando de la emoción mientras él se alejaba.

