Lara (5): Entre deseo y paparazzis

Capítulo 20 de Las rosas de Abril.

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Mi familia rememoraba con frecuencia anécdotas de mi infancia que yo ya había olvidado. No recordaba la vez que Sole y yo nos coronamos mutuamente con un cucurucho de helado, después de pelearnos siendo niñas. Ni cuando Javi, Víctor y Lola tuvieron que hacer una cadena para sacarme del agua, porque me estaban revolcando las olas de la playa de la Victoria de Cádiz, azotadas por el viento de levante. Ni siquiera recordaba que, en mi noveno cumpleaños, el abuelo me regaló una camiseta del Sevilla firmada por una de sus grandes leyendas.

Lo que nunca olvidaré es la primera vez que tuve en mis manos una raqueta de tenis, cuando solo tenía ocho años. Semanas antes de aquel momento, la dirección de mi colegio, un centro público en el Polígono de San Pablo de Sevilla, envío una circular a madres y padres. El director de entonces era maestro de Educación Física y estaba decidido a promover los hábitos saludables entre la comunidad educativa. Más aún después de haber realizado un estudio interno junto a otros maestros, en el que constató que el sobrepeso y la obesidad infantil habían ascendido en los últimos cursos.

En la circular advertían sobre los peligros de los malos hábitos y daban consejos para atajarlos. Uno de ellos era promover la actividad física entre los niños y adultos de la familia, para que interiorizáramos desde pequeños el impacto del deporte en la salud y en los valores personales.

Mamá y papá nos preguntaron a Víctor y a mí por nuestras preferencias deportivas, y aún no sé explicar por qué yo me decanté por el tenis. Sin duda, influyó el hecho de que hubiera visto a la española Samanta Vázquez Tenorio proclamarse campeona en tres Roland Garros y un Open de Estados Unidos, además de colgarse cuatro medallas olímpicas. Había sido un referente para mí y para otras tantas niñas y, aunque no fui del todo consciente de ello cuando dije a mis padres que quería probar con el tenis, siempre la nombraba en mis entrevistas. Además, tenía la suerte de conocerla personalmente, y me había dado muchos consejos profesionales.

No daban clases de tenis en el Palacio de los Deportes de San Pablo de Sevilla, aunque sí otras muchas disciplinas deportivas. Mis padres podrían haberme insistido en escoger cualquier otra para no tener que desplazarnos dos o tres veces a la semana hasta Santa Justa, donde estaba el gimnasio más cercano en el que sí daban clases de tenis. En el colegio habían insistido en que los niños tenían que entusiasmarse con sus actividades deportivas, así que mis padres se decantaron por un abono familiar en el gimnasio. Entre el trabajo y las responsabilidades familiares, incluso papá sacó tiempo para ponerse en forma.

Llegué asustada a aquella primera clase de tenis. No conocía a ningún otro niño, algunos de ellos hasta dos años mayores que yo y ya con experiencia. Las primeras indicaciones se ciñeron al modo correcto de empuñar la raqueta, y solo al final de la clase se nos dio opción a golpear una pelota. Muchos de los niños principiantes ni siquiera acertaron, pero yo conseguí darle bien y, al menos, mandarla a la red.

—Muy bien, muy bien. ¿Cómo has dicho que te llamas? —preguntó uno de los monitores.

—Me llamo Lara —respondí, cortada.

Me fui de la clase satisfecha y pensando que la sesión había sido muy divertida. Mi entusiasmo fue in crescendo, y nunca me dio pereza ir a aquellas extraescolares, como si solía sucederle a Sole, a Sofi o a Víctor. Mis progresos eran evidentes y enseguida me asignaron a uno de los dos monitores, a mí y a otros niños más avanzados. En teoría, y según supe más tarde, yo tenía que servir de sparring de uno de ellos, ya inmerso en circuitos de competición locales. Al final resultó que, pese a que se trataba de un niño dos años mayor que yo y que ya llevaba año y medio jugando al tenis, él fue mi sparring.

Los monitores estaban alucinados. Me preguntaron varias veces que si de verdad yo nunca había jugado al tenis, a mí y a mis padres. Hasta que, dos o tres meses después, les sugirieron clases más personalizadas.

—La niña apunta maneras, Hilario. Que a lo mejor luego nada, estas cosas ya se saben. O se estanca, o se viene abajo con la presión, o se aburre. Pero apuntar, apunta. Esto es cosa vuestra, pero, si a ella le gusta, yo la llevaría al club —dijo a mi padre Isaías, uno de mis primeros instructores de tenis.

Mi padre suele mostrarse orgulloso al contar aquellos inicios míos, porque podrían haber ignorado la sugerencia de Isaías. Ser socia de un club era un gasto significativo para las cuentas familiares. Para ahorrarse el transporte, me apuntaron al más cercano, aunque no era el mejor de la ciudad: el club Santa Clara. Años después de mi primera lección en aquellas instalaciones, mi instructor, Bertín, ha asegurado a los medios que supo que sería una estrella desde la primera vez que me vio. No sé si mi viejo profesor es ventajista al hacer tales declaraciones, pero si le prometió una cosa a mi padre y a mi abuelo el primer día:

—Ustedes no se preocupen. Si la niña tiene tenis, aquí haremos que brille. En la medida de nuestras posibilidades, claro, pero lo haremos lo mejor que podamos.

Estaba repasando todos aquellos recuerdos la mañana siguiente a mi victoria en Nueva York, como modo de procesar la gesta. Me sentía exultante, pero también cansada. La vigorosa respiración de Harry ponía la banda sonora a mis memorias, y me alegré de que estuviera allí. Resultó que aquel hombre increíble no solo tenía un apariencia tan seductora que lograba subirme la libido en cualquier contexto. Es que, además, había demostrado que era cariñoso y que se preocupaba por mí. Me había llamado a diario desde que dejó mi chalet de Marbella unas semanas antes, se había esforzado por animarme cuando lo necesitaba y había hecho malabares para estar en aquella final, pese a lo apretado de su calendario. Además, la noche antes me había regalado su primer “Te quiero”, confirmando que su presencia allí también era motivo de celebración.

Intentaba distinguir las proporcionadas facciones de Harry en la penumbra cuando sonó el teléfono por primera vez. Era Marisa, que quería saber cuándo bajaríamos a desayunar. Tenía que atender a una lista infinita de medios de comunicación aquel día y asistir a la ceremonia de clausura, y ya comenzaba a ponerse nerviosa pensando que no sería puntual. Ya con la luz encendida, miré a Harry, que se resistía a abandonar su sueño aún afectado por el jet lag.

—Dame al menos una hora, ¿vale? —dije a mi representante y amiga.

Me coloqué sobre mi adonis y froté cariñosamente mi nariz contra la suya. Él emitió un gruñido de queja, pero insistí. Besé suavemente sus párpados, sus mejillas y sus labios, hasta que abrió sus ojos azules y se quedó mirándome.

—¿No puedo quedarme aquí todo el día contigo? —me preguntó.

—Lamentablemente, no. Pero podemos aprovechar lo que nos dejen —respondí.

Captó el mensaje y me agarró por la cintura para devolverme los besos. Me echó a un lado para colocarse de costado junto a mí y enredar sus piernas con las mías. Así tenía mejor posición para acariciar mi pelo, mi cintura y mis nalgas.

El teléfono volvió a sonar y nos interrumpió. Esta vez era mi padre, que también quería saber cuándo bajaríamos a desayunar. Quería contarme todo lo que decían las crónicas deportivas del día después del partido. Mientras hablaba con él, Harry se levantó y me hizo un gesto con la cabeza para indicarme que se dirigía a la ducha. Yo interrumpí la letanía de mi padre, empeñado en darme todos los detalles de la pieza del Marca, y le dije que nos veríamos en el restaurante del hotel en una hora. Colgué, desconecté el teléfono de la habitación y el móvil y comprobé que en el pomo de la puerta se podía ver el cartel de “No molestar”.

Cuando entré en el baño, Harry ya estaba desnudo y con el grifo abierto.

—¿Quepo contigo? —le pregunté.

—Por supuesto —respondió él, derritiéndome con su sonrisa.

Me desnudé y lo seguí al interior de la ducha. Dejamos que el agua resbalara por nuestros cuerpos mientras nos besábamos apasionadamente. Harry me acariciaba la espalda, y luego descendió a mis caderas y a mis nalgas.

Sin dejar de besarme, también masajeó mis pechos con sus habilidosas manos. Los juntó y bajó su boca para lamer mis pezones, que estaban duros por el placer.

—Me encantas —me susurró. —Quiero comerte entera.

—Haz lo que quieras conmigo —respondí.

Se puso de rodillas en el suelo de la ducha, con el agua aún cayendo sobre nosotros. Me besó el vientre mientras yo me agarraba a una barra de metal de la pared, sintiendo que el deleite haría que mis piernas fallaran de un momento a otro. Gemí cuando él rozó mi clítoris con sus labios, que se hinchó rápidamente. Comenzó con movimientos circulares con su lengua alrededor, y lo besó suavemente mientras yo lo miraba. Cerré el grifo para verlo bien, ya que quería disfrutar lo que Harry me hacía con todos mis sentidos.

Tocó mi clítoris con el dedo índice, y siguió acariciando mi vulva. Después introdujo un dedo en mi vagina, y otro, hasta un tercero. Continuó su exquisito juego con su lengua mientras yo gemía.

—Harry… No pares, por favor —le pedí bajito y con la voz entrecortada.

Él aumentó el ritmo de sus dedos, sus labios y su lengua, y yo sentía que no podía más. Me agarré más fuerte a la barra de la ducha justo antes de sentir un orgasmo intenso que me atravesó entera. Solo la cercanía de Harry evitaba que cayera al suelo, pues las piernas parecían no responderme. Se puso de pie y me besó.

—Te quiero —le dije, agarrándome a su cuello.

—Y yo a ti —me contestó, sonriendo.

Se separó un momento para alcanzar un preservativo, y se lo colocó en su pene erecto mientras yo aguardaba. Me agarró por los muslos para colocarme sobre él, y me penetró directamente con una habilidad pasmosa y ahogando un grito de placer. Él estaba de pie y yo sobre él, con las piernas enlazadas en torno a su cintura, así que volví a usar la barra de la ducha para facilitarle el movimiento. Subía y bajaba los codos poniendo a prueba mis entrenados tríceps, mientras él me agarraba por la cintura y completaba el esfuerzo con sus poderosos brazos. Arriba y abajo, arriba y abajo.

Me miraba con sus intensos ojos azules, la boca entreabierta y el pelo mojado sobre su frente. Estaba tan guapo. Nuestro ritmo continuaba y yo cerré los ojos y eché la cabeza hacia atrás, consumida por el placer que me proporcionaba su miembro largo, ancho y duro dentro de mí.

—Mírame. No dejes de mirarme —me pidió, y yo obedecí.

Llegó al orgasmo unos minutos después, emitiendo esos sonidos guturales que me volvían loca. Me dejó cuidadosamente en el suelo, salió un segundo a retirarse el preservativo y regresó conmigo.

—Y, ahora sí, vamos a ducharnos —dijo.

Nos untamos de gel y champú el uno al otro sin separarnos, jugando con la fricción fluida que permitían nuestros cuerpos embadurnados. Nos enjuagamos y salimos de la ducha envueltos en los albornoces del hotel.

Fuera del baño, él se quitó la prenda para secarse y vestirse. De nuevo, quedó desnudo.

—Aún tenemos media hora —le dije, extasiada de nuevo ante la visión de su cuerpo perfecto.

Se quedó mirándome contrariado, y aproveché el momento de confusión para correr hacia él y derribarlo sobre la cama. Como no lo esperaba, no me costó hacerlo. Me volví a colocar sobre su pelvis y le sujeté las muñecas con las manos, para mantenerlo en una posición de sumisión que yo sabía que no duraría si él decidía forcejear. Comencé el juego que minutos antes había interrumpido el dichoso teléfono, y lo besé en la boca, las mejillas y el cuello.

—¿Te suena de algo el periodo refractario? —preguntó, sonriendo.

—Que le den al periodo refractario. Mi hombre fuerte y vigoroso no sabe lo que es eso —contesté.

Bajé por su torso, acariciando su piel con mis labios, y me detuve en su pubis rasurado. Después agarré su pene, que se encontraba en algún estado entre la dureza y la flacidez. Lamí su tronco, subí hasta el glande y lo chupé, variando los movimientos de mis labios y mi lengua.

Continué lamiendo su glande mientras, con una mano, estiraba la piel del tronco arriba y abajo para masturbarle. Él se había rendido y me miraba con la boca entreabierta, extasiado.

Cuando su pene recuperó por completo la erección, me volví a colocar sobre él. Lo besé, agarré su miembro y lo introduje en mi vagina para comenzar a subir y bajar.

—No, Lara, cariño, espera —me dijo.

—Shhh… —siseé para que se callara.

—Cariño, no podemos —insistió.

—Pero es que me gusta tanto así —dije cerrando los ojos y sintiendo un placer intenso.

—Y a mí, preciosa, pero no puede ser.

Ignoré lo que me decía, pero él me sujetó por la cintura, se incorporó y me hizo a un lado para luego ponerse de pie. Fue de nuevo al baño a por otro preservativo, y luego volvió a la cama. Yo lo esperaba molesta por su negativa, pero, sobre todo, porque sabía que tenía razón. Se colocó de rodillas delante de mí, que permanecía tumbada de costado y mirando al vacío. Acercó su boca a la mía para besarme y me susurró:

—Eres preciosa y te haría el amor cada día de mi vida, con condón o sin él.

Fue suficiente como para volver a encenderme. Después me levantó la pierna y, en esa posición, sin alterar mi postura, me volvió a penetrar con energía. Mis pechos subían y bajaban con su movimiento y él variaba el ritmo. De vez en cuando, realizaba embestidas potentes que hacían que sintiera toda su profundidad dentro de mí, estremeciéndome de placer.

Paró un segundo para cambiar la postura y me dijo:

—Ven aquí.

Se sentó sobre una toalla en el suelo de la habitación, con la espalda apoyada en el lateral de la cama, y yo me coloqué sobre él.

—Me encanta cuando tú estás sobre mí —dijo.

Subía y bajaba sobre él en cuclillas, y combinaba con golpes horizontales con la pelvis mientras él me miraba y gemía. Hasta que, una vez más, anunció su orgasmo. Lo observé mientras alcanzaba el clímax, haciendo unos últimos movimientos suaves antes de dejar su regazo para sentarme a su lado.

—Lo siento —dije tras unos instantes, besándole su hombro izquierdo.

Él estiró su brazo para pasarlo sobre mis hombros.

—Cuando lo estoy haciendo contigo, soy irracional. Disfruto tanto que me cuesta pensar con claridad —añadí.

—Tranquila, no pasa nada. Pero sé que no es lo que quieres —me contestó.

Me quedé callada pensando en sus palabras. “No es lo que quieres”. ¿Acaso él sí quería? Pese a ser él quien mantuvo la mente fría en aquella ocasión, ¿estaba dispuesto a llegar hasta el final y asumir las consecuencias? Preferí no preguntar.

—Bueno. Tenemos menos de 10 minutos para bajar —dije poniéndome de pie para comenzar la rutina de inmediato.

Estaba acostumbrada a ducharme y vestirme con rapidez, aunque hubiera preferido esmerarme un poco más con el peinado y el maquillaje porque aquel día saldría en las televisiones y medios digitales de medio mundo. Bajamos al restaurante 10 minutos más tarde de lo previsto, con todo mi equipo y mi familia esperándonos.

—A ver, parejita —dijo Leo. —Aquí tenéis las principales cabeceras de Nueva York y de España. Echad un vistazo a las crónicas “deportivas”.

Recalcó esta última palabra y las enmarcó con unas comillas imaginarias que dibujó con sus dedos.

Cogí primero The New York Times, una de las cabeceras más importantes del mundo y que, además, se editaba en la misma ciudad donde el día antes había logrado hacer historia. Me dedicó una imagen en la portada, tumbada sobre el suelo de la pista, la raqueta a un lado y llorando. “La española Lara Martín vuelve a conseguir un Grand Slam completo en el Flushing Meadows”, decía el titular bajo la foto.

En el interior reservaron dos dobles páginas completas con un texto extenso que recogía la crónica del partido y una amplia selección de fotos a color. En una de ellas, aparecía Harry rodeado de gente y lanzando besos al aire desde las gradas. “El actor Harry Cross, pareja de Martín, la felicita desde la grada”, rezaba el pie de foto.

—Lo han hecho oficial —dije a Harry, acercándole el periódico abierto entre mis manos.

Él sonrió. Mientras yo miraba el resto de fotos, escaneó la crónica con los ojos y leyó en voz alta lo que decía al final:

“Sin duda, es el año de Lara Martín. La tenista española no solo ha conseguido un Grand Slam completo por segunda vez en su impresionante carrera deportiva, a lo que se suman otros tantos torneos del circuito WTA que probablemente la mantengan en lo más alto del ranking hasta fin de año. También ha iniciado una relación sentimental con uno de los actores del momento, el británico Harry Cross, que la arropó durante la final junto a sus familiares, amigos y equipo técnico. Al intérprete de Mark H. también lo vimos en las gradas durante la final de Wimbledon, y ahora entendemos que no acudió como un simple aficionado. Las especulaciones se confirmaron solo unas horas después de la última gran final del año, cuando la comitiva de la tenista salió del restaurante en el que celebraron su histórica victoria. Ambos se dejaron ver agarrados y en actitud cariñosa”.

—Bueno, ya sabes. No podían dejar pasar la oportunidad de meter salseo en una crónica deportiva — dije.

—El NYT no debería permitírselo. Es un periódico serio, y la tuya fue una proeza capaz de llenar el periódico entero sin tener que aludir a nada más —contestó Harry.

Los miembros de mi familia y de mi equipo le dieron la razón, pero yo no quise darle importancia. Mi relación con la prensa había sido tensa en muchos momentos al principio de mi carrera, cuando me sobrepasó la exposición inicial. Tras ganar mi primer Grand Slam en Australia, con solo 18 años, no gestioné bien que otras personas manejaran y publicaran tanta información sobre mí, personal y profesional, no siempre correcta. Pero la llegada de Leo a mi equipo motivó mi cambio de actitud: “Cuando te lleven al límite, saca toda la gracia que tienes, suéltales una fresca y elude la pregunta haciéndoles reír. Es más productivo que ponerte borde, y tiene el mismo efecto”.

Lógicamente, la foto también llegó a Sevilla. Durante el desayuno, mi padre me pasó su móvil:

—Tu prima Sole. Que te pongas urgentemente.

Supuse que la urgencia no era para felicitarme, porque lo hizo el día anterior. Cogí el teléfono y contesté:

—Dime, cariño —dije.

—“Cariño”, dice, la hija de puta. ¿Cuándo pensabas contarle a tus primas que te estás tirando a Harry Cross? —contestó Sole, gritándome.

Me levanté de la mesa temiendo que alguien la oyera. La discreción no era el punto fuerte de mi prima, razón por la que preferí esperar para hablarle de Harry.

—No os enfadéis, anda. Llevamos poco juntos y, con la temporada que llevo, apenas he tenido tiempo para pasarme por Sevilla y hablar con vosotras largo y tendido.

—¡Pues ya estás viniendo! Y, a ser posible, tráete a tu novio. ¿Sabes que es mi crush famoso número 1?

—Puedes seguir teniendo fantasías con él, pero no me las cuentes.

—Disfruta de tu victoria, anda. Y folla mucho.

—Solito, por favor —dije, riendo. —Hablamos luego por WhatsApp, ¿vale? Te quiero.

—Y yo a ti, perra.

Adoraba a mis primas y volví a la mesa sonriendo, aunque sin revelar nada de nuestra conversación. Tuve que despedirme de Harry después del desayuno. Por delante tenía una larga sesión de atenciones a la prensa, la final masculina y la gala de clausura, pero él tenía que coger un avión a primera hora de la tarde para reincorporarse a su gira de promoción. Le prometí que me reuniría con él tan pronto como fuera posible. Mi equipo y yo habíamos decidido relajar el calendario tras el extenuante último Grand Slam, ante el riesgo de sufrir una lesión fruto del agotamiento físico y mental. Hasta el Abierto de China de finales de mes, solo haría entrenamientos.

—¿Por qué no te vienes al estreno en LA? Me encantaría que estuvieras —me propuso Harry.

—Mmmm… Bueno… Vale. Vale, estaré —dije tras unos segundos de duda.

Me quedé en Nueva York una semana más, con la única compañía de Marisa y Leo. Mis amigos estaban desbordados de trabajo porque, tras conseguir los cuatro Grand Slams y hacerse pública mi relación con Harry, mi popularidad había alcanzado cotas inimaginables. Elle, Vogue, Cosmopolitan, Grazia y otras tantas revistas femeninas querían reservarme unas páginas en algunos de sus siguientes números. Nike insistía en renovar el contrato con números aún más jugosos, como Jaguar, Tag Heuer y Cartier. Otras tantas querían iniciar una colaboración y, mientras mis amigos gestionaban la ingente cantidad de trabajo desde su oficina improvisada en el hotel, yo completaba sesiones de entrenamiento y esquivaba a los paparazzi.

Nueve días después de la clausura del US Open puse rumbo a Los Ángeles para reencontrarme con Harry. Llegué a la ciudad un martes. El viernes era el estreno, aún había mucho que hacer y yo no podía dejar de entrenar. Marisa y Leo no me acompañaron, pero trabajaron codo a codo los días previos para que yo brillara sobre la alfombra roja. Mi amigo se empeñó en ensayar una y otra vez el recorrido y practicar todo tipo de poses ante cámaras imaginarias, desde las más casual a las más sofisticadas, desde las clásicas a las originales. No me sorprendió su soltura.

—Deberías ir tú, Leo.

—Lo sé, reina. Pero vas a ir tú y quiero que lo hagas bien.

Estaba atacada de los nervios. Tener millones de ojos puestos en mí durante un partido de tenis era algo con lo que podía lidiar con plena solvencia, pero en una alfombra roja como aquella me sentía como pez fuera del agua. Harry intentaba tranquilizarme:

—Cariño, relájate. Con tu sonrisa y tu espontaneidad es suficiente. Conmigo funcionó —me dijo, candoroso.

La noche del estreno llevé un vestido negro con cuello halter y largo asimétrico, por un lado hasta casi el tobillo, por el otro algo por debajo de la rodilla. Sobre mi hombro derecho y hasta la abertura se extendía un tejido de pedrería plateada, y en la cintura llevaba un pequeño cinturón negro. Pedí un estilismo sencillo, así que peluquera y maquillador se limitaron a ondas suaves en el pelo y un ahumado discreto, pero suficiente para resaltar mis ojos.

Harry me esperaba en el bar VIP del hotel. Completar su estilismo llevó mucho menos tiempo, como es habitual, y la invasión de lacas, secadores, brochas, sombras de ojos y otros tantos utensilios de belleza lo desplazaron fuera de la suite. Se había puesto un traje gris marengo con camisa blanca y zapatos y corbata en negro. Llevaba barba de varios días, bien perfilada, y el pelo peinado hacia atrás. Estaba convencida de que no había un hombre más atractivo sobre la faz de la tierra en aquel momento.

Fui a su encuentro y, al verme caminar hacia él, me miró fijamente con esa intensidad con la que acostumbraba a hacerlo. Me desnudaba con los ojos y sonreía.

—¡Ufff…! —suspiró. —Algún día me vas a matar —me dijo al llegar hasta él.

—Así sabes lo que yo siento cada vez que te miro —contesté.

Agarré su mano para salir del hotel y poner rumbo al teatro donde se estrenaría la película. Aquella noche sentí que podría acompañarlo a cualquier lugar del mundo si eso me garantizaba estar con él para siempre.