Lara (6): ¿Tú sí que has pensado en el futuro?
Capítulo 26 de Las rosas de Abril.
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—Está claro que la temporada ha sido brillante. Enhorabuena, todo el mérito es tuyo. Ahora hay que mantener el nivel, y el listón está muy alto.
Nunca vi mi éxito en el tenis como algo solo mío, aunque yo estuviera sola en la pista en última instancia. Había personas volcadas cada día en la tarea de prepararme física y mentalmente para que yo brillara, además de cuidar mi reputación y mi imagen pública para poder vender la marca Lara Martín, que debía cubrir mi futuro y el de mi familia.
Paco Gómez, mi viejo entrenador, hacía concesiones cuando debía hacerlo. Reconocía mis méritos y me alababa, pero siempre me exigía más. Había hablado sobre ello con mi familia muchas veces, especialmente cuando me encontraba cansada, y todos convenimos que Paco era la figura que necesitaba y que había que dejarlo trabajar.
—Tú tienes las ideas muy claras y eres muy disciplinada, hija —dijo mi padre en una de aquellas conversaciones. —Pero estás muy presionada y es normal que, alguna vez, te plantees bajar el listón. Para eso está Paco, para devolverte al carril y evitar que te arrepientas de tomar decisiones en caliente.
La terapia me enseñó a ponerle límites a las personas de mi entorno, y hacía años que Paco sabía que, aunque apreciaba su presión, porque indicaba confianza en mí, ciertas decisiones no admitían contestación. Y, a finales de aquella extenuante temporada, decidí desconectar del tenis y concederle tiempo a mi relación de pareja. Estaba feliz e ilusionada.
La primera vez que Harry visitó Sevilla, llegó un sábado de diciembre en el que la ciudad ya estaba contagiada por el espíritu navideño. Serían unos días especiales por las convivencias familiares y por un acontecimiento muy especial para mí: el Sevilla FC, mi equipo de fútbol de toda la vida, quería darme un pequeño homenaje en el partido del domingo contra el Athletic de Bilbao.
Mi chico apenas llevaba media hora en la ciudad cuando fue atosigado por todos los miembros de mi familia, deseosos de conocerlo. Lola había organizado un almuerzo prenavideño en el restaurante de nuestro hotel, y asistieron todos: mis tíos y tías, todos mis primos, papá, mamá, mi hermano con Cris y el abuelo.
Le pedí a Lola que repartiera asientos de manera estratégica, y mi prima incluso hizo etiquetas. Situamos a Harry de manera que estuviera rodeado por la propia Lola, mi prima Sofi, mi hermano y Cris y yo misma. Todos eran buenos conversadores y tenían un inglés fluido, así que Harry no se aburriría. Por el momento, prefería mantenerlo a cierta distancia de Sole para que no lo volviera loco. Además, a mi prima no se le daba muy bien el inglés. Antes de entrar en el restaurante, me dijo:
—Hostia, prima, el Ander estaba bueno. Pero con este espécimen te has pasado el juego.
—Sole, por favor. No digas nada que lo haga sentir incómodo, ¿vale? Soy testigo de cómo se le hipersexualiza día tras día. Si no me gusta que nos lo hagan a nosotras, tampoco a él.
—Sí, claro. Para él debe ser durísimo ser el objeto de las fantasías sexuales de hombres y mujeres de todo el mundo.
—Debajo de todos esos ondulantes músculos, hay un hombre increíble que me hace sentir muy bien. Y un actor talentoso dispuesto a trabajar muy duro.
—Vamos, que el tipo es perfecto —replicó Sole.
—No sé si perfecto, pero merece más que admiración por su físico.
—Estás pilladísima por él, prima —se burló.
—Sí. Lo estoy —reconocí.
Como era de esperar, el almuerzo se alargó. Después de comer llegó David con la guitarra, el novio de mi prima Lola, al que yo llamaba El Cretino. Detestaba el modo en que la trataba pero, como el resto de la familia, me limitaba a un segundo plano. Prefería evitar con ella las tiranteces que Sole y Sofi no siempre evitaban, pero el tipo me lo ponía difícil.
Lola tenía una voz privilegiada y siempre le insistíamos para que cantara en las reuniones familiares. Aquel día no fue menos. Grandes temas de Lole y Manuel, María Jiménez, El Barrio o Triana estaban en nuestro repertorio habitual. En cierta ocasión, entre canción y canción, David se dirigió a mi prima:
—Cantas por donde te da la gana, Lola, coño. No hay quien te siga, joder —le dijo El Cretino.
—Bueno, David, no soy profesional, hijo —contestó ella.
—Pues aprende ya, que es para lo que vienes bien en las fiestas.
Me iba a levantar para decirle un par de cosas, pero mi primo Javi aventuró mis intenciones y se llevó a David a la barra. Odiaba que lo protegieran de esa manera, pero lo dejé pasar.
Sobre las 20 h anuncié mi marcha, ante las protestas de todos. A Harry le costaba mantener los ojos abiertos porque había probado todos los caldos durante el almuerzo, desde la manzanilla y el Barbadillo al vino dulce de Jerez. Por si fuera poco, mi padre no le daba tregua con el Cardhu on the rocks: cuando veía que le quedaba un filito, le ponía otro vaso en la mano.
Mi madre y Sole ni siquiera se despidieron de mí, enfadadas, pero yo tenía que sacar a mi galés del sarao porque ya iba doblado como una alcayata.
—¿Lo has pasado bien? —le pregunté en el taxi de camino a mi piso de la avenida de la Constitución.
—Muy bien —dijo, echándome un brazo por el hombro y con los párpados abiertos a la mitad. —Tu familia es genial. Como tú.
Me agarró la cara para besarme, pero olía a alcohol y le costaba conservar sus maneras habitualmente delicadas.
—Ahora no, Harry —dije, zafándome.
Él no pudo insistir. Llegados a mi apartamento, que tenía vistas a la Puerta de Jerez, apenas pudo quitarse la ropa antes de caer desplomado sobre la cama. Prácticamente no alteró su postura en toda la noche, hasta que al día siguiente lo llamé.
—Cariño, despierta —le dije.
—Uff… ¿Qué hora es? —preguntó, gruñendo.
—Son las 7 h —dije.
—¿En serio? Déjame dormir un poco más. Aún tengo resaca —dijo, dándose la vuelta.
—Quería enseñarte algo de mi ciudad antes de que se llene de paisanos tuyos en chanclas —insistí, con tono suplicante.
Al principio se resistió, pero luego me miró, vio mi cara de gatito pidiendo su dosis de alimento y se levantó.
—OK. Fine. We’re going out —dijo.
—Yay! —celebré.
Tras el desayuno de rigor, con ibuprofeno incluido, salimos a dar un paseo caminando. Lo guié hasta la Plaza de España, los Jardines de Murillo, el barrio de Santa Cruz, la Plaza de la Virgen de los Reyes, la de San Francisco, la Nueva y la del Salvador.
—Esta iglesia tiene fachada barroca. Antes hubo aquí una mezquita, puedes verlo en… ¿Qué pasa?
Estaba realizando unos apuntes de El Salvador. Me había afanado por que le gustara Sevilla, incluso pedí ayuda a Sofi para que me diera los highlights. Pero mi novio me miraba cómo él acostumbraba, fijamente y con intensidad.
—Me estoy currando el paseo y tú no me estás haciendo ni puto caso —me quejé.
—A lo mejor no deberías haberte puesto un pantalón tan ceñido. Me distrae —respondió él, agarrándome el trasero y apretándome contra sí para besarme.
Mantuve las distancias para no repetir un numerito como el de Lanzarote en mi ciudad, lo que mi madre no me hubiera perdonado. Volvimos al piso a las 11 h recorriendo la orilla del río, para que mi chico viera la Torre del Oro, la Maestranza y otros edificios históricos.
Descansamos y comimos en el hotel Alfonso XIII, que nos proporcionó intimidad. A Harry le encantó Sevilla.
—Me gusta, me gusta —decía en español a cada paso.
Cogimos un taxi hasta el Ramón Sánchez-Pizjuán sobre las 16:30 h, el estadio del Sevilla FC. El partido no comenzaba hasta las 18 h, pero toda mi familia estaría en nuestro palco para asistir a mi pequeño homenaje. Se unió mi equipo: Paco, Teresa, Marta, Leo y Marisa, estos dos últimos con sus parejas, Alberto y Andrew, el irlandés. Harry y él se habían convertido en buenos amigos.
Aquel año recibí homenajes de todas las instituciones habidas y por haber. Varias cabeceras de moda y prensa deportiva me invitaron a sus galas para entregarme galardones, aunque no a todas pude asistir. La Real Federación Española de Tenis organizó un evento especial en Madrid, al que acudieron miembros de la familia real, políticos y personalidades del mundo del deporte y la cultura de España. En todos las ocasiones me mostré sinceramente agradecida, porque lo estaba, pero ningún homenaje me hizo más ilusión que el que me brindó mi club.
Fue uno de mis primeros grandes patrocinadores, cuando yo ni siquiera era una adolescente, pero ya empezaba a ganar campeonatos. Mi abuelo era socio histórico del club, como su padre, y movió algunos contactos para motivarlo. Yo nací sevillista, pero aquel gesto terminó por conquistarme para siempre. Era frecuente que luciera el escudo en mi camiseta para los entrenamientos, e incluso lo había hecho en competición oficial.
El acto de homenaje fue sencillo, y lo agradecí. Bajé al césped cuando las gradas ya estaban repletas y el partido a punto de comenzar. El Athletic quiso sumarse y participó en el pasillo que me hicieron los jugadores del Sevilla. Ya en la previa, había podido saludar a algunos de ellos, viejos amigos.
Al final del pasillo de jugadores estaba el presidente, que me dio un cuadro con un collage de fotos: con mi abuelo junto a la primera UEFA, en el palco con mis primas, sujetando un trofeo ganado en Indian Wells con la camiseta del club y posando junto a Antonio Ortega. Este último era mi mejor amigo dentro del mundo del fútbol, y unos de los jugadores más importantes de la historia del equipo. Debajo del collage, había una pequeña placa: “Para nuestra sevillista por el mundo más querida. Enhorabuena por tu segundo Grand Slam y gracias por lucir los colores de tu club allá donde vas. Del Sevilla FC”. En las gradas de Fondo me habían preparado un mosaico en el que se podía leer, “Felicidades, Lara”, similar al de Flushing Meadows. Saludé efusivamente con la mano y tiré besos a los cuatro lados de las gradas. Estaba emocionada, incluso se me saltaron las lágrimas.
No fui la única. Cuando volví al palco, le pregunté a mi abuelo si le había gustado y él no pudo contestar. Le temblaba la barbilla y tenía los ojos brillantes.
—Ha llorado —me dijo Sole.
Tomé asiento entre Harry y ella para ver el partido. También le pregunté a mi chico qué le había parecido.
—Ha sido espectacular, cariño, increíble. Se me han puesto los vellos de punta, de verdad. Se ve que eres muy querida en tu cuidad. Es imposible no estar orgulloso de ti —me dijo.
Después del partido, Harry y yo pusimos rumbo directo a Marbella. No me podía permitir más escaqueos, a pesar de que Paco me estaba dando una tregua inusual tras el temporadón que habíamos conseguido cerrar.
Marbella me servía para descansar y recuperar el foco, aunque Marisa y Leo siempre organizaban algo. Una noche, tras cenar en casa de Leo y Alberto, mis amigos y yo estábamos en la cocina mientras Harry y Andrew charlaban en el salón, esperando el postre.
—Vaya, Marisa, este novio te está durando, ¿no? —dije a mi amiga, intentando picarla para que sacara su carácter.
—Pues sí, me gusta mucho —contestó ella, escueta.
—¿Qué te parece, Leo? ¡La Quispe se nos ha enamorado! —exclamé, usando el apellido de Marisa con el que habitualmente la llamábamos.
—Las dos lo habéis hecho —contestó mi amigo.
—Sí. No lo puedo negar —reconocí, con una media sonrisa.
Harry y yo cogimos un vuelo a Londres unos días después, tras los primeros entrenamientos intensos de la temporada. El 30 de diciembre comenzaba el torneo en Brisbane, adonde llegaría con el equipo dos días antes. Mi estancia en Gales iba a ser corta, pero Harry estaba emocionado. Emprendimos el camino a su tierra natal en su Lexus RX un día antes de Nochebuena.
Me asaltaron algunos pensamientos durante el trayecto. Pese a mis saltos continuos por el mapa, yo no había pasado muchas Nochebuenas lejos de mi familia. De hecho, separarme de ellos aquel año me costó un disgusto general y la promesa ineludible de que, al año siguiente, sería Harry quien pasaría la Nochebuena en Sevilla.
Me sentía algo melancólica, pero también nerviosa. Seríamos 18 comensales en la cena del día siguiente, y yo no conocía ni a la mitad, a pesar de mis recientes visitas a Gales en las que no habíamos podido cuadrar agendas. Harry debió adivinar mis pensamientos, porque me agarró la mano para besarla y acariciarla.
—Les vas a encantar —me dijo.
Agarré la suya, le devolví un par de besos y la puse de nuevo en el volante. Mi chico, gran aficionado al motor, tendía a pisar el acelerador. Yo me esforzaba por no protestar, pero quería asegurarme de que, al menos, tenía los cinco sentidos en la carretera.
Eran las seis de la tarde del 23 de diciembre cuando llegamos a Brecon, la pequeña villa del condado de Brecknock en la que Harry y sus hermanos se habían criado. Mi chico se sentía más apegado a Londres, donde fue enviado para estudiar la Secundaria, pero también seguía vinculado a su pueblo natal. Sus padres y tíos aún vivían allí, y él no quería perder sus raíces.
Todos estaban en casa cuando Harry y yo llegamos. A mí me cortaba el habitual caos inicial de las presentaciones, pero la familia de mi chico me dejó espacio. Harry hizo de maestro de ceremonias para presentarme a sus padres, hermanos, sobrinos y a un tío abuelo ya mayor que también pasaría las Navidades con nosotros.
Lo cierto es que su familia me hizo sentir cómoda desde el primer momento. Ya conocía a Tom, Beth y sus hijos, y con ella había congeniado especialmente bien. Su hermana, Maggie, era algo más adusta, pero Maddox, su marido, parecía muy interesado en la cultura española y sabía bastantes palabras de mi idioma. Más serios y distantes fueron Daniel y Sharon, su hermano pequeño y su cuñada, pero sus tres hijos eran tres amores. Harry les veía poco porque vivían en Malta.
No tardamos mucho en despedirnos, pues al día siguiente los preparativos empezaban temprano. Harry estaba deseoso de enseñarme la casa que había comprado hacía unos años a las afueras del pueblo, al abrigo de las Brecon Beacons. Un entorno precioso que no pude ver hasta el día siguiente, ya con claridad.
La cena de Nochebuena fue como la seda, y lo pasé realmente bien. Mary Alice, la madre de Harry, era una cocinera sobresaliente y preparó un asado exquisito junto a otros platos típicos. En una de mis visitas a Londres, confesé a Harry lo mucho que me gusta el trifle, y precisamente aquel fue el postre en la cena del 24.
—Lleva vino de Jerez, de tu tierra —me dijo Mary Alice al acercarme mi copa, guiñándome un ojo.
La madre de Harry no perdonaba la sesión de villancicos típicos galeses. Tras la cena se montó la barra libre casera, y la familia de mi chico se entonó. Yo me permitía tomar combinados en la noche del 24, y el padre de Harry se había ocupado de proveerme de ron con Cola-Cola. Era la única que bebía combinados entre los presentes.
Durante los villancicos me limité a escuchar, pero la pequeña Ann, la menor de Daniel y Sharon, tenía otro plan para mí. Se sentó en mi regazo y me pidió que dibujara con ella, a lo que obedecí derretida de ternura después de que me llamara “aunt Lara”. Harry me observaba sonriendo.
Era Mary Alice quien debía dar por concluida la sesión de villancicos antes de pasar al plato fuerte de la noche: el karaoke. Era una curiosa costumbre de los Cross-Williams: el 24 acababa con un concurso de karaoke ineludible para cualquiera que asistiera, aunque fuera un miembro reciente como yo.
—Tienes que cantar y votar —me dijo Maggie, que cada vez me parecía menos seria.
—Vale —dije, preocupada por el momento de tomar el micrófono.
La timidez se disipó y, un par de rones con cola después, me estaba echando un mano a mano con mi suegro en el escenario, ambos cantando por Bonnie M. Quien también parecía serio, resultó ser un cachondo. Me atreví también con I’m so excited con las cuñadas de Harry y con Maggie, pero para mi solo insistieron en que cantara algo en español.
—Canta algo en español, tía —me pidió Reese, la hija de Tom y Beth.
—Sí, Lara, en español —apoyó Maddox, un entusiasta del idioma.
—Vale, vale —dije.
A esas alturas ya estaba bastante festiva y podría haber cantado el Achilipú con su baile de rigor y todo el genio flamenco, pero me limité a La bamba. Era una canción conocida internacionalmente y que todos se sabían bien. Me sirvió para obtener un honroso tercer puesto, en el que el jurado destacó mi performance por encima de la voz.
Volvimos a casa tras la entrega de premios y una charla multitemática. Habíamos quedado para comer al día siguiente, aunque Harry y yo nos escabullimos pronto. El 26 yo tenía que poner rumbo de vuelta a Málaga para preparar mi visita a Brisbane, y queríamos tener tiempo para despedirnos a solas.
Harry encendió la chimenea, desplegó una manta en el suelo frente a ella, colocó otra cerca para que nos tapáramos y me sirvió una copa de vino.
—La última dosis de alcohol de las Navidades, ¿eh? —dije.
—Como quieras —contestó él, sonriendo.
—Feliz Navidad —nos deseamos al chocar nuestras copas.
Se sentó en el suelo frente a mí y comenzó a acariciarme el pelo mientras me miraba a los ojos.
—Sabes que eres genial, ¿verdad? —me dijo.
Sonreí. Él prosiguió.
—A mi familia le has encantado. Casi tanto como a mí.
—¿De verdad? Me alegro mucho —contesté, complacida.
—¿Sabes que me ha dicho mi madre? —siguió Harry.
—¿Qué? —pregunté expectante.
—Que te cuide, que se te ve muy buena chica.
—Pues hazle caso, ¿no? —dije.
Él sonrió y me besó. Nos fundimos mientras el fuego nos iluminaba y nos daba calor. Yo tenía las mejillas encendidas, pues mi chico temía que la chimenea no fuera suficiente y había puesto también la calefacción. Aún recordaba el frío que había pasado en mi visita al set de rodaje, también en tierras galesas.
—¿Te acuerdas de mi última noche en Marbella, cuando te visité por primera vez? —me preguntó.
—Sí —dije.
Me acordaba perfectamente. Habíamos pasado cuatro días estupendos juntos, en los que yo me había enamorado de él. Y, para mi regocijo, él estaba en la misma sintonía que yo y me pidió comenzar una relación en exclusiva aquella misma noche. Acababa de sonar Todo es de color, de Triana.
—Quiero brindarte una experiencia parecida, pero tienes que desnudarte —me propuso.
—Mmm… Vale —dije algo dubitativa, temiendo el frío.
Me ayudó a quitarme la ropa y lo cierto es que me alivió desprenderme de las prendas, porque a Harry se le había ido la mano con las fuentes de calor.
—Ponte esto —me dijo.
Era un antifaz negro de tela que él mismo me colocó.
—Espera, voy a poner música.
Mi chico fue más clásico en su selección, y tiró de un tema que era éxito asegurado en ocasiones como aquella: Wanna be yours, de Arctic Monkeys.
Mientras sonaba la canción, impregnó mis labios con un aceite que olía a algodón de azúcar, y luego pasó por ellos una pluma.
If you like your coffee hot,
Let me be your coffee pot.
La música seguía sonando y Harry me pasaba la pluma por los pezones, el abdomen, los muslos y el vientre. Sentía la suavidad sobre mi piel, y la caricia que me proporcionaba se acrecentaba por la falta de visión. Me gustó la sensación de no saber cuál sería su siguiente movimiento, obligada a dejarme llevar.
La canción terminó y mi chico me besó y me quitó la venda. Mirándome y sin decir nada, se desnudó delante de mí, se puso un preservativo y colocó su cuerpo sobre el mío. Yo abrí las piernas.
—Te amo, Lara —me dijo.
—Y yo a ti —contesté.
Después de nuestra declaración de amor, me penetró. Sus movimientos de pelvis fueron lentos al principio, y enérgicos después. Tenía las manos apoyadas a ambos lados de mi cabeza y me miraba a los ojos, con la boca entreabierta y el juego de luces y sombras que le hacía el resplandor de las llamas en el rostro.
—Oh, cariño —gemí. —Harry, me encanta.
Él aumentó el ritmo llevado por el deseo, y yo sentía que me deshacía por el placer.
—Lara, Lara —gimió él, a punto de alcanzar el clímax. —Oh, darling…
Se tumbó sobre mí unos instantes, proporcionándome un calor que me hizo rayar el sofoco. Después se echó a mi lado, cubrió nuestros cuerpos desnudos con una manta y alargó su brazo sobre mi cintura.
—¿Te ha gustado? —me preguntó.
—Mucho —dije.
—¿De verdad? —insistió él.
—Pues claro. El sexo contigo es genial —repetí. —Aunque…
—¿Qué pasa?
—Que… Es que me gustaría hacerlo contigo sin preservativo. Necesito experimentar al máximo la sensación —le dije.
—¿Y has pensado cómo?
—Me estoy informando aún, pero he pensado en ponerme un DIU.
—¿Un DIU? —preguntó Harry.
—Sí. Es un dispositivo en forma de T que se coloca en el útero y repele a los espermatozoides. El de cobre no tiene hormonas, y me serviría para no quedarme embarazada —expliqué.
—Pero… ¿Y si quieres tener hijos en el futuro?
—Es un método reversible. Si me planteara tener hijos, me lo quitaría e intentaría concebir.
Harry se quedó en silencio unos instantes, y luego me hizo la pregunta por primera vez.
—¿Te lo has planteado alguna vez? —dijo.
—¿Tener hijos? —pregunté yo.
—Sí —afirmó él.
—No. No me lo he planteado porque acostumbro a vivir el día a día. Anticiparme no me hace bien, porque en el tenis nunca se sabe. Estoy en la cima de mi carrera, así que no me lo planteo. Si mañana sufriera una lesión que me obligara a retirarme o quisiera cambiar de profesión, ya vería.
Mi chico no dijo nada. Se quedó mirando fijamente al techo del salón, que también reflejaba las llamas.
—¿Tú sí te lo has planteado? —pregunté.
—Sí. Me gustaría ser padre, formar una familia. Es algo que quiero hacer y… no me gustaría esperar muchos años, la verdad —dijo.
Me desconcertó su afirmación, pero, en aquel momento, no sentí que me estuviera trasladando presión. De hecho, ya me extrañaba que no hubiéramos tenido una conversación similar antes. Supuse que Harry no quiso que el tema aflorara antes porque conocía mi respuesta de antemano. Aquella noche en Marbella, la que habíamos recordado hacía unos minutos, yo le dije que mi prioridad era el tenis. Lo seguía siendo, aunque estaba más enamorada que entonces y tenía aún más deseos de que nuestra relación funcionara.
No hablamos más sobre el tema aquella noche. Nos acostamos y, al día siguiente, pusimos rumbo al aeropuerto temprano.
—Ojalá no tuvieras que irte —me dijo, con el coche detenido en la puerta de la terminal.
—Ya sabes que las obligaciones mandan. Nos vemos en unos días, ¿vale?
—Vale. Muchas gracias por venir, de verdad. Sé el esfuerzo que has hecho.
Besé a mi chico, que me pareció más callado de lo habitual aquella mañana. Después bajé del coche y puso rumbo a la terminal. De nuevo, las inmediaciones de un aeropuerto eran el escenario de nuestra despedida.

