Lara (8): Cibersexo y rayadas

Capítulo 36 de Las rosas de Abril

14 min read

Leo y Marisa tendían a quitarle importancia a ciertos asuntos. Eran mis amigos, pero también parte de mi equipo, luego querían contribuir a mi equilibrio. Mis primas no utilizaban los mismos filtros. Me dejaron claro lo que pensaban aquellos días en nuestro grupo de WhatsApp cuando les dije que Harry trabajaría con su ex:

—¿Hanna Jordan? ¿Te refieres a esa actriz pelirroja, de enormes ojos verdes y metro ochenta de estatura? —escribió Sole.

—Joder, Sole, tía. No ayudas —le reproché.

—Me limito a describirla físicamente para asegurarme de quién es —contestó mi prima.

—Es esta —escribió Sofi, adjuntando una foto de Hanna en un evento de alfombra roja con un vestido verde oscuro.

Envié algunos emoticonos de preocupación, pero Lola siempre era conciliadora:

—Harry está contigo y no con ella, Lara. Personalmente, te prefiere a ti. Y, físicamente, no tienes nada que envidiarle —escribió mi prima.

—Pero ella tiene una belleza muy Hollywood. Está claro que es una de las actrices más atractivas del panorama actual —contesté.

—Prima, no te sientas intimidada por ella. No te pega. Tú eres una mujer fuerte y segura —dijo Sofi.

—Ya, pero donde hubo fuego quedan ascuas y van a pasar muchas horas juntos. Mis rayadas mentales no vienen de la nada. De todas formas, me preocupa más que él note mi preocupación que lo que llegue a pasar realmente entre ellos. Lo que tenga que ser, será, no quiero anticipar lo negativo.

La preocupación no me duró demasiado porque tuve otras cosas para llenar mi mente. Primero, el tenis. La gira por UK comenzó y yo tenía que poner el foco en un entorno arduo como la hierba, si quería hacer algo. Mi chico me apoyó en los días previos, con mimos de toda clase en mi chalet de Marbella. Estaba centrado en mí y parecía indiferente ante el hecho de reencontrarse con su ex, ¿por qué habría de importarme a mí?

Aún tendría más en lo que pensar. Estaba en Eastbourne para disputar el AEGON International cuando Sole y Sofi me propusieron hacer una videollamada para tratar un tema que calificaron enérgicamente como urgente. Me asusté y, aunque estaba a punto de irme a la cama porque al día siguiente tenía partido temprano, accedí.

—Es sobre Lola —comenzó Sole.

Mis primas tenían un gesto compungido y sentí una punzada de pavor.

—¿Qué pasa? —dije, seria.

Sole y Sofi se tomaron unos instantes para contestar.

—Lola tiene… Tiene clamidia —contestó finalmente Sofía.

Me quedé pasmada y necesité varios segundos para procesar la información.

—Dios… ¿Pero cómo es posible? Hablamos de la enfermedad de transmisión sexual que provoca una bacteria, ¿no? —pregunté.

—Sí. La misma —respondió Sofi.

—¿Y cómo…? —comencé, hasta que caí en la cuenta. —¿David?

—Sí. Ese cabrón —dijo Sole con un tono de repulsión.

Me llevé las manos a la cara y suspiré. Me sentí profundamente apenada por Lola.

—¿Y cómo está? —pregunté.

—Fastidiada —dijo Sole. —Pero está sufriendo más emocional que físicamente. Ha caído en la cuenta de que David la sigue engañando y está destrozada.

—Dios. Se ha enterado de la peor manera posible —dije.

Mis primas me habían contado mil y unas historias sobre David en mis visitas a Sevilla y por videollamada, cuando Lola no estaba presente. Habían hablado con ella en diversas ocasiones, pero Lola estaba atrapada en una relación tóxica con un ser despreciable. A excepción de alguna conversación, yo me había mantenido al margen porque no convivía tanto con ellos dos como lo hacían Sole y Sofi, pero aquello merecía una intervención urgente.

—Esperad un momento, voy a hacer una llamada y ahora seguimos hablando —dije a mis primas.

Llamé a Harry. Estaba en Londres, seguiría allí durante Wimbledon y a mí se me acababa de ocurrir un plan: quería ocupar a Lola lejos de Sevilla y necesitaba su ayuda.

—Necesito que mi prima tenga acceso a otro contexto cuanto antes. No quiero que seamos ejemplo de nada, pero creo que nuestra relación es sana y quiero que vea lo que es eso. Quiero que conviva con nosotros y que esté ocupada lejos de Sevilla en lo profesional. De eso se encargarán Marisa y Leo. Además, me gustaría que compartieras con ella algunas rutinas de gimnasio. Sé que hace tiempo que quiere empezar a cuidarse, y quizás tú podrías ayudarla —expliqué a mi chico.

—Lo que necesites, cariño. Ya lo sabes. Además, tu prima es genial y quiero ayudarla también. Siento mucho que esté pasando por esto.

Hablé con mi familia para que cubriera a Lola en el hotel, aunque ella era una pieza clave e insustituible. Leo y Marisa sabían sobre la profesionalidad y eficiencia de mi prima, y se mostraron encantados con la idea de contar con alguien más para gestionar mi complicada agenda y mis relaciones con prensa, patrocinadores y colaboradores.

Sole y Sofi me llamaron porque sabían que yo haría lo que fuera por ayudar a Lola. Ella no era solo un miembro de mi familia, una hermana, sino mi mejor amiga en Sevilla. Me había sacado muchas veces de la sensación de soledad en la que me sumí continuamente durante la adolescencia.

Dejé mi ciudad con 13 años para poner rumbo a un lugar desconocido al que me costó adaptarme. Con aquella edad, apenas tenía amigas. Iba a clase, entrenaba y hacía deberes, poco más. Los pocos fines de semana en los que no tenía competición, Paco o alguna otra persona del Centro de Alto Rendimiento me llevaban a Sevilla para estar con mi familia. Pero allí, como me sucedía en Málaga, solía sentir que le era indiferente a todo el mundo, exceptuando a mi padre y mi madre.

Recuerdo una ocasión en la que estaba haciendo los deberes en casa del abuelo, un viernes por la tarde. Hacía un rato que había llegado y, para pasar tiempo con él y tener ocasión de ver a mis primas, me senté en la mesa del salón mientras él veía la televisión. Hasta allí llegó mi prima Lola, arreglada para salir, con una falda y un bolsito cruzado.

—Vamos a la pizzería. ¿Por qué no te vienes? Vienen Sofi, Sole y unas chiquillas del instituto —dijo.

—No sabía que ibais a ir —contesté yo, encogiéndome de hombros. —¿A qué hora habéis quedado?

—A las 20 h en mi casa.

Mire el reloj que mi abuelo tenía sobre el mueble del salón. Eran exactamente las 19:46 h.

—Bueno, da igual, otro día —dije.

Por no disgustar a mi abuelo, no quise decir que Sole me había visto un rato antes, al llegar. Apenas me saludó, mucho menos contarme los planes que tenía para la tarde e invitarme a unirme.

—Si quieres venir, yo te espero mientras te cambias —dijo Lola.

—Vete con tus primas, hija, sal un ratito —me animó el abuelo.

Accedí, aunque estaba un poco molesta con Sole. Por entonces ella era la cabecilla del grupito que habían creado entre mis primas y otras chicas del instituto. Cuando me vio venir con Lola para unirme a sus planes, puso mala cara, se dio la vuelta y comenzó a caminar con Sofi, que la seguía a todas partes sin oponer resistencia en aquella época. Casi no me miró en toda la cena, pero en algún momento le pregunté por qué no me había dicho nada sobre la cita.

—Yo no tengo la culpa de que tú no tengas amigas —respondió, desagradable.

Tragué como pude el trozo de pizza que me estaba comiendo en ese momento, intentando que bajara también el nudo que se me había puesto en la garganta. Mi prima acababa de ser cruel conmigo delante de todo su grupo, incluyendo a chicas a las que ni siquiera conocía. Se hizo un silencio incómodo, hasta que Lola intervino agarrándome un brazo:

—Nos tiene a nosotras.

Sole me hizo llorar más de una vez, aunque nunca se lo dije a nadie. Solo a mi psicoterapeuta, que me explicó que se le antojaba un caso de envidia y que, posiblemente, a Sole la estaban comparando mucho conmigo. Tras unos años de relación fría y distante, me esforcé por reconocerle sus méritos y hacerle ver que mi vida no era tan perfecta como ella creía o le habían hecho creer. Conocía a mucha gente interesante, sí, pero apenas tenía relaciones significativas que pudiera cosechar con un día a día cronometrado al milímetro. Ella, en cambio, era libre. Iba a donde quería con quien quería, y nunca le faltaban las amigas para quedar. Comenzó a verme por fin como la humana que era y, para cuando gané mi primer Open de Australia, mi Solito, mis otras dos primas y yo éramos íntimas. Pero Lola, por derecho propio, sobresalía entre las tres.

Llegó a Londres dos días antes de Wimbledon, y se quedó conmigo y con Harry antes de que todos iniciáramos la estancia en la villa, más cerca del All England. Le costó decidirse. No quería dejar su rutina en Sevilla, menos aún el hotel, pero la convencí con una media verdad:

—Lola, por fa. Marisa y Leo están desbordados, y en Londres tendrán más trabajo por el interés mediático que despierto aquí, considerando mi historia con Harry.

—Vale, iré. Pero solo hasta que acabe Wimbledon, ¿vale? —contestó ella finalmente.

Me encantó tener a mi prima conmigo aquellos días. Víctor y Cris se quedaron para ayudar en nuestros negocios en Sevilla, pero mis padres, como era tradición, sí vinieron. Mi equipo y mi familia, incluyendo a Harry, hicieron piña para apoyarme a mí en uno de los torneos más importantes del año; y a Lola, en el propósito de reencontrarse con ella misma y dejar atrás su historia con El Cretino para siempre.

Por las noches, después de la cena, Lola lloraba en la habitación con Harry y conmigo, y a veces también con Marisa y Leo. Por increíble que pareciera, mi prima aún quería a David, y le resultaba difícil superarlo porque él no dejaba de rogarle que lo perdonara. Como tantas otras veces antes.

—Vuelve con él, si quieres. Pero creo que mereces más que pasarte los días esperando en casa a que él llegue y preguntándote con quién ha estado. ¿De verdad quieres iniciar un proyecto de vida con alguien así? ¿Y que involucre a personas que no tendrán la culpa? Nadie quiere eso para sus hijos, Lola —le repetía Marisa, contundente.

—Con lo que bien que nos estás viniendo estos días, no creo que te dejemos volver a Sevilla —decía Leo.

—Lola, cariño, tienes que abrir los ojos ya y centrarte en ti. En algún momento has dejado de ver lo dulce, inteligente, trabajadora y buena persona que eres. Él no se merece tanto, ni tú tan poco. Sé que lo quieres, pero pasará. Tienes que esforzarte y ponerte a ti misma en lo más alto de tus prioridades —le decía yo.

Harry nos pedía que no empleásemos el inglés solo por él en aquellas conversaciones, así que no se mostraba participativo en palabras, pero sí en hechos. Se convirtió en el acompañante oficial de Lola, tal y como le pedí. De hecho, fueron fotografiados juntos en varias ocasiones: saliendo del gimnasio, en las gradas, de compras, tomando algo… Mientras tanto, yo progresaba en el torneo.

Jugué la final contra una joven promesa británica que parecía haber nacido con una misión en la vida: jugar al tenis en césped. Fue un partido difícil por la increíble habilidad que demostró a sus 18 años, pero también por sentir al estadio en contra. Y eso que mi palco estaba lleno porque tanto mi equipo como mi familia y la de Harry, además de algunos representantes políticos de mi país, estaban en la final. Sus padres, hermanos (excepto Daniel y Sharon) y sobrinos no quisieron perderse el partido.

Pero el progreso de Rita Spencer en el tercer grand slam del año había causado expectación. Crecía la curiosidad por saber si una jovencita cuasidesconocida iba a ser capaz de derrocar a quien ostentaba el título desde el año pasado en su primera final de un grand slam. Agradecí que un encuentro como aquel no estuviera sucediendo en Melbourne, Nueva York o, peor aún, París.

Me empleé a fondo, lo que reflejó el resultado (7-5, 4-6, 7-5), pero terminé perdiendo ante una rival que controlaba perfectamente el bote bajo y me ganó mucho puntos al saque, que era una de mis mayores debilidades. Hubo momentos en que me tuvo desfondada corriendo de un lado a otro de la pista, incluso haciendo que resbalara sobre la superficie. Al terminar el partido, no recordé la última vez que fui tan sincera al felicitar a una rival.

—Enhorabuena, Rita. Has hecho un partido soberbio y seguro que toda la grada vibra hoy sabiendo que tiene a una jugadora con tanta proyección como tú. Te seguiré de cerca y espero que nos veamos muy pronto —dije.

Me despedí de mi familia antes de la gala de clausura, incluyendo a Lola. Mi prima me dio las gracias:

—He conseguido dejar de pensar en él durante varias horas seguidas —me dijo, y di la misión por cumplida.

—Estarás bien, pero no mires atrás —le dije.

—No lo haré. Te lo prometo.

Harry me acompañó a la gala de clausura y yo me quedé unos días más en Londres para pasar tiempo con él y su familia. Queríamos celebrar nuestro aniversario, para lo que me preparó una cena especial en su casa de South Kensington. Habíamos acordado que nada de joyas, así que yo le regalé un álbum con ilustraciones personalizadas que repasaba nuestra historia como si de un cuento se tratase, aunque no demasiado empalagoso. Le encantó.

Él, tal y como yo sospechaba, fue mucho más desprendido. Me dio una caja. La abrí con ilusión y con la tranquilidad de saber que no sería un anillo de pedida. Era la llave de un coche, en concreto, de un Porsche Cayenne que estaba aparcado en su garaje.

—¡Harry! ¡Te has pasado! ¡Me siento estúpida con mi álbum ridículo! —le dije.

—No digas eso. Me ha parecido un regalo precioso y mucho más original y bonito que el mío —replicó él.

El coche desprendía el clásico aroma de concesionario y tenía una bonita y suave tapicería en color crema. Montamos juntos para revisar los controles y escuchar el rugido de su motor, pero Harry me advirtió:

—Es para que lo uses cuando vengas a Londres, ¿eh? Nada de llevártelo. De hecho, hay algo más —dijo, señalando la guantera.

Abrí el compartimento y encontré una llave plateada.

—¿Esto es…? —pregunté, pasando la yema del dedo por el perfil metálico.

—Es una llave de casa. Para que vengas, entres y salgas cuando quieras como si fuera tuya. Por comodidad, ¿eh? De verdad. No por presión.

Lo besé efusivamente en señal de agradecimiento.

Nuestros caminos se separaron de nuevo en pocas horas. A excepción de los compromisos publicitarios y con la prensa, mi calendario estaba despejado hasta el inicio de la gira americana en Standford. Pero Paco había concertado citas para entrenarme en Barcelona, en Lanzarote y en Palo Alto. Harry se sumiría en sus propios compromisos, así que nos quedaban por delante muchos días sin vernos.

Manteníamos el contacto a diario y nos echábamos mucho de menos cuando no estábamos juntos. Una noche, estando yo en Barcelona y él en Londres, hicimos una de nuestras videollamadas. Mi chico estaba en casa, tumbado sobre la cama. Llevaba una sudadera verde y un par de rizos le caían sobre la frente. Estaba guapísimo. Yo llevaba un albornoz cortesía del alojamiento en el que me encontraba, acababa de salir de la ducha y se me ocurrió una idea. Mi novio me estaba hablando sobre conversaciones y rutinas.

—Ayer me pasé por casa de Jimmy y Audrey al salir del gimnasio, ¿te acuerdas de ellos? Te los presenté en los Oscar. Hacía tiempo que…

Mientras Harry hablaba, me aflojé el albornoz blanco y me lo abrí para que se me viera un hombro. Después giré la cabeza hacia el otro lado y comencé a frotar la parte superior de mi espalda con la mano, como si me estuviera haciendo un masaje en el trapecio. Despacio y mirando a Harry, que seguía hablando.

—...me preguntó por ti, me dijo que le habías caído bien. Esperan que podamos ir con ellos a cenar algún día, y a mí…

Harry seguía hablando y yo insistí. Suspiré, cerré los ojos y continué la fricción.

—...que Edith también tenía ganas de verte, y… Lara, ¿qué estás haciendo?

—¿Qué? Dime, dime. Te escucho. Es que estoy notando esta zona muy tensa —contesté yo, haciéndome la casual.

—Dios, nena, es que, ¡uf!

—¿Qué pasa? —pregunté, intentando parecer sorprendida.

—Pues que me estás poniendo como el motor de tu Porsche, joder.

Sonreí. Mi plan había funcionado.

—¿En serio? —dije. —¿Quieres que siga?

—Ufff, ahora ya sí —contestó él.

Continué mi automasaje de un modo mucho más sensual, como si fuera Harry quien me lo estuviera proporcionando, y alternando un lado y otro.

—Necesito inspirarme, ¿por qué no te quitas la sudadera? —pedí a mi chico, que obedeció de inmediato para quedar con el torso desnudo. Así tenía visión directa de sus marcados pectorales.

Seguí mi masaje mordiéndome el labio y mirándolo con intensidad, cada vez más excitada.

—¿Quieres ver más? —le pregunté.

—Sí. Sí, por favor —respondió él, casi en un susurro.

—Vale. Pero evitemos grabarnos las caras. Por seguridad.

Me levanté, dejé el albornoz sobre el suelo de la habitación y volví a la cama desnuda. La cámara me apuntaba de cuello hacia abajo, de manera que Harry tenía plena visión de mis pechos y de mi sexo desnudo entre las piernas abiertas. Comencé a masajear y pellizcar mis pezones.

—Ohhh —gemí.

Harry se levantó para quedarse también desnudo y colocar una toalla sobre las sábanas. Yo podía ver sus pectorales y abdominales perfectamente esculpidos, incluyendo su terso músculo piramidal marcando el camino hacia su generoso miembro. Se lo sujetaba entre las manos, largo y duro, y yo ya no podía más.

—No sabes cómo me pones —le dije.

Acto seguido, me llevé el dedo corazón de la mano derecha al clítoris, y ejercí una suave presión mientras completaba movimientos circulares.

—Oh, cariño. Me encantaría ser yo quien te tocara —dijo mi chico jadeando, sin dejar de masturbarse.

—¿Te gusta verme? —le pregunté.

—Me encanta. ¿Tienes tu juguete? Me gustaría que lo usaras —me pidió.

Desde que Harry me lo dio, solía llevarlo conmigo y lo usaba de vez en cuando, así que solo tenía que acercarme al neceser. Tardé unos segundos. Me tumbé de nuevo en la cama, comencé acariciando mi clítoris y, después, introduje el objeto en mi vagina por su forma fálica.

—Ohhh —gemí.

—Sí, cariño. Así me gusta. Me encanta.

Mi chico se masturbaba con energía y yo me derretía por el morbo y por el placer que me estaba proporcionando a mí misma.

—No vayas tan rápido, quiero correrme contigo —dije, con la respiración entrecortada.

Harry sosegó el ritmo y yo seguí introduciendo el juguete en mi vagina. Después lo dejé vibrando dentro de mí y volví al clítoris.

—Ohh, Harry, qué bueno estás. No sabes las ganas que tengo de follar contigo —dije bajito y sin dejar de masturbarme.

—Sí. Sigue —me pidió mi chico.

—Me encanta ver cómo te tocas tu polla dura. Eres tan perfecto.

—Ohh, Lara. Joder, cómo me tienes.

Vi los fluidos de Harry salir disparados de su pene mientras yo también alcanzaba el orgasmo. Me había encantado el cibersexo con él.

—Vuelvo en un segundo, ¿vale? —me dijo.

Colgamos para poder asearnos brevemente, y reiniciamos la llamada poco después.

—¿Qué tal? —le pregunté.

—Me ha encantado, cariño, espero que lo repitamos —dijo.

—Lo repetiremos.

Seguimos hablando de nuestras rutinas, hasta que surgió un nombre propio que yo me había esforzado por mantener lejos de mi mente.

—Oye, no te lo he dicho aún, pero ayer estuve hablando con Hanna.

—¿Tu ex? —pregunté.

—Mi compañera de rodaje —matizó mi chico.

—Por cuestiones de trabajo, ¿no? —dije en tono despreocupado, por seguir la conversación.

—Sí, claro. No me une a ella absolutamente nada más —recalcó Harry. —Solo fueron unos mensajes de WhatsApp. Te los leo, ¿vale?

—Como quieras —me limité a decir, aunque estaba deseando oírlo.

Me quedé escuchando lo que mi novio me dijo:

—Hola, Harry. Supongo que sabrás que me han dado el papel de Ruby en la segunda peli de Mark H. No pretendía aspirar a él, pero mi agente me dijo que tenía muchas posibilidades por el perfil físico que solicitaban y últimamente no me puedo permitir rechazar muchas oportunidades. Hace mucho que no hablamos y no quiero que nuestro reencuentro resulte violento. Solo quiero que normalicemos la situación, respeto mucho tu trabajo y el mío. Estoy segura de que podemos llevarnos bien.

—Hola, Hanna. Sí, me lo dijo Craig. Nos llevaremos bien, no habrá problemas.

A excepción de un par de emoticonos con besos, la conversación terminaba ahí. Me pareció cortés y neutral, aunque me hubiera gustado que su contacto se redujera a un trato frío.

—¿Qué piensas? —me preguntó mi chico.

—Pues nada, que está bien —dije, seca.

—¿Y ya está? —insistió Harry.

—Y ya está. ¿Qué más quieres que piense?

—Pues no lo sé… ¿Estás preocupada?

—No, pero si insistes tanto… Igual es que debería estarlo.

—No insisto, solo te cuento. Creía que debía contártelo, y me preocupa lo que pienses.

—Has hecho bien en contármelo, pero no creo necesario que opine.

—Vale, perdona.

—No pasa nada. Hablamos mañana, ¿vale? Es tarde.

OK. I love you, flamenca.

—Hasta mañana.

Tardé un rato en quedarme dormida, pensando en Harry, en Hanna y en nuestra conversación. Quizás le estaba dando demasiada importancia.