Lara (9): Con amor será suficiente

Capítulo 41 de Las rosas de abril.

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Con el US Open en mi haber y buenas actuaciones en Asia, el mes de octubre se presentó más sosegado. No quería bajar el listón porque aún tenía citas importantes en Moscú y en la Copa de Maestras de Singapur, donde me mediría a las mejores del mundo. Con algunas de ellas tenía ganas de volver a competir, considerando los aprietos en los que me habían puesto durante el año. En todo caso, mi primer puesto en el ranking no peligraba.

Pude escaparme a ver a Harry en Londres en varias ocasiones. Intenté aprovecharlas todas porque en noviembre mi chico estaría en la otra punta del mundo, Nueva Zelanda, y no iba a poder pasar tanto tiempo con él. Entre revistas e instituciones públicas y privadas que querían reconocer mi trayectoria, tenía compromisos ineludibles en Europa. Y Harry estaría en las antípodas.

Intentaba no pensar en el tiempo que pasaríamos separados o en que la distancia que lo alejaría de mí era inversamente proporcional a la que mantendría con Hanna. Por lo que me comentaba del rodaje, sabía que habían desarrollado una relación más o menos estrecha. Lo comprobé en una de mis escapadas a Londres en octubre, cuando Harry me presentó a parte del equipo. Pero, aquel fin de semana, Hanna me pareció agradable.

—Así que tú eres la española guapa, inteligente, exitosa y divertida que Harry menciona a todas horas —dijo la actriz.

—Sí. Que si Lara esto, Lara lo otro —confirmó Mike, otro de los actores.

—Lara esto, Lara lo otro —repitieron Hanna y él al unísono.

Harry y yo reímos. Él, avergonzado; yo, divertida.

Finalmente, decidí matricularme en solo dos asignaturas del grado de Psicología, una por cuatrimestre, en lugar de cuatro. Mis proyectos individuales despertaron los recelos de Harry y yo no quería hacer nada que incrementara su intranquilidad. Es cierto que yo veía el coaching deportivo como una alternativa al tenis, pero no pensé en el futuro cuando me matriculé en el grado. Pensé en las horas muertas que solía pasar entre aeropuertos, hoteles y otros complejos. En lugar de jugar a algún juego en el móvil, leer novelas o ver series, me apetecía aprender algo nuevo.

No siempre me resultaba fácil dejar de involucrarme en nuevos proyectos. A finales de octubre casi vislumbraba mis días de asueto con un honroso segundo puesto en las WTA Finals, y líder del ranking. Pasaba unos días en casa cuando mi padre y mi hermano me comunicaron su intención de comenzar los trámites de algo sobre lo que habíamos hablado: abrir una academia de tenis en Sevilla.

La idea era que funcionara como un club y como un alojamiento que brindara experiencias relacionadas con el tenis. Algo similar a lo que mi amigo Roberto López tenía en Lanzarote, pero con un proyecto que a mí me ilusionaba especialmente: un programa de becas para niños de familias con recursos limitados.

El temor a involucrarme en nuevos proyectos no solo tenía que ver con las suspicacias de Harry. Yo misma consideraba que el tenis, los compromisos publicitarios, el grado y los negocios en Sevilla eran suficientes, y aún así solía tener descuidados estos últimos. No quería acaparar demasiado porque eso me generaría un estrés que era contraproducente para mi trabajo sobre la pista, que era lo principal. O cargaría de más trabajo a mi equipo, sobre todo Marisa y Leo, que ya estaban muy sobrepasados. Rehusaron mi ofrecimiento de contratar a alguien más, creyendo que el punto álgido en el que se encontraba mi popularidad volvería a la media en algún momento, y todo sería más llevadero.

Mi padre me repetía que no tenía que involucrarme en los trámites de la futura academia.

—Lara, déjanos esto a nosotros. Nos hace ilusión y lo haremos bien —me aseguraba.

Pero mi nombre estaría ligado al proyecto y quería que saliera bien, así que me involucré más de lo que preví inicialmente. Y sus llamadas para que diera el visto bueno a asuntos clave se convirtieron en continuas.

Una de aquellas noches de noviembre, como tantas otras, hice una videollamada con Harry. Intentaba mantener la sonrisa, preguntarle detalles de su trabajo e incluso evitaba conectarme en pijama y despeinada. Quería que mi chico tuviera la mejor versión de mí, aunque fuera virtual. Lamentablemente, no sé si era por el cansancio, por la distancia o por todo, pero no siempre me salía bien.

—Mis padres me preguntaron ayer si este año pasarás la Nochebuena y la Navidad con nosotros. Les digo que sí, ¿no? Mi madre dice que su salón se queda pequeño y me ha pedido que lo celebremos en mi casa —dijo mi chico.

—Harry, ya te dije que este año pasaría las Navidades en Sevilla.

—¿Pero por qué?

—Pues porque mi familia también quiere estar conmigo. El año pasado me costó mucho que mi madre entrara en razón, y me hizo prometerle que estaría un año con ellos y otro con tu familia.

—No tienes que hacer lo que diga tu madre, Lara.

—¿Por qué no te vienes tú a Sevilla? ¿No fue lo que acordamos el año pasado?

—Lara, tú ves a tu familia muchas veces en el año. Ahora mismo estás en Sevilla, con todos. En nuestro caso, es mucho más difícil coincidir.

—Bueno, Harry, yo no tengo la culpa de que estéis más dispersos que nosotros.

—Vamos a llevar tres semanas sin vernos cuando yo llegue el día 22. Vendrás cuatro días, y el 26 te irás. Después tú volarás a Australia y yo a Los Ángeles.

Me quedé en silencio y mirando al teclado del ordenador.

—¿Me puedes decir cómo esperas que sobreviva una relación así?

Mi chico había elevado significativamente el tono y yo estaba apenada. Había intentado evitarlo, pero estábamos discutiendo otra vez. Desde aquel amago de ruptura un par de meses antes, mientras yo disputaba el torneo de Cincinnati, las tensiones se habían incrementado. Él me aseguró que me esperaría y dejaría de presionarme, y yo le dije que, más allá del tenis, no había ningún otro proyecto que estuviera antes que él. Pero me acabó exigiendo más, probablemente porque yo misma había levantado sus suspicacias al incrementar mis compromisos personales.

—Harry, están siendo meses muy intensos, pero tarde o temprano aflojará el calendario —le dije.

Estaba distraído, tecleando algo en el ordenador. Me quedé observando su próximo movimiento, hasta que dijo:

—Este año el torneo de Brisbane no se juega hasta el 5 de enero. ¿Podrás, al menos, pasar el fin de año conmigo?

Me mordí el labio y volví a apartar la mirada del ordenador, gestos que a él le trasladaron el “no” que yo no me atrevía a pronunciar.

—¿Tampoco puedes pasar el fin de año conmigo?

—Lo voy a intentar, ¿vale? A ver cómo lo cuadro.

—¿Qué tienes que cuadrar, Lara?

Me detuve unos instantes porque no sabía cómo abordar el resto de la conversación. Cuando me sentí preparada, dije:

—Este año no participaré en el torneo de Brisbane. El día 5 comienza la Copa Hopman y jugaré dobles con Roberto. Habíamos quedado los últimos días de diciembre para entrenar juntos.

Mi chico se quedó callado, pensativo. No quise provocarle desconcierto por fascículos, así que añadí:

—La verdad es que voy a incrementar mi participación en dobles femenino esta temporada, así que iré bastante a Barcelona para entrenar con Martina —dije.

Mi amiga Martina no terminaba de conseguir logros significativos en singles, y yo quería entrenar la rapidez y los reflejos. Nuestros equipos convinieron que sería buena idea aumentar nuestra presencia en los cuadros de dobles, sobre todo considerando que al año siguiente habría cita olímpica.

Ante la noticia, Harry suspiró.

—Mira, haz lo que te dé la gana. Yo me rindo, Lara, de verdad.

—Harry, pero el tenis… —comencé.

—El tenis, ¿qué, Lara? ¿El tenis qué? Es tu prioridad, vale. Y no tienes ya bastante éxito en singles, te metes también en dobles y te comprometes a ir a entrenar con Martina a Barcelona regularmente. Pero es que no solo es el tenis. Es tu grado, la academia, tus negocios en Sevilla, tus contratos publicitarios y todo. ¡Todo está antes que yo!

—No es así. Pero bueno, tú también tienes tu vida, ¿no? Yo estoy en casa ahora, eres tú quien está en la otra punta del mundo.

—¿Y qué hago cuando no estoy trabajando? ¿Qué hago? Acompañarte siempre que puedo. En cambio, yo me tengo que conformar con tus sobras.

Mi chico estaba gritando y yo estaba sobrepasada.

—Harry, no me grites, por favor.

—Grito porque estoy cabreado, y las personas gritan cuando se cabrean.

—Vale, pues voy a colgar y me llamas cuando te tranquilices, ¿vale?

—No, Lara, no me cuelgues, en se…

—Hasta luego —interrumpí, y acto seguido cliqué el botón rojo.

Me arrepentí de inmediato de haberle dejado con la palabra en la boca, enfadado como estaba, en lugar de intentar calmarlo y hacerme cargo de la situación. Fui una inmadura, y me fustigué mentalmente pensando en que había incrementado su malestar y que, posiblemente, este lo llevaría a tomar una decisión que no me iba a gustar.

No volvimos a hablar. Llamé a su teléfono varias veces, pero estaba apagado o, directamente, no lo cogía. Le mandé mensajes a WhatsApp pidiéndole disculpas, lamentaba haberle colgado así. No tenía más que indiferencia por parte de mi chico, así que aproveché unos cinco días libres de compromisos que tuve a principios de diciembre y fui a Nueva Zelanda.

—Estás loca —me dijo Marisa. —¿Vas a hacer un vuelo de casi 30 horas para tan poco tiempo? ¿Por qué no esperas y vas a verle a Londres el 31?

—Para entonces, puede que ya sea tarde.

Avisé a Harry desde el aeropuerto, cuando estaba a punto de coger el avión. Le envié una foto del monitor de la puerta de embarque, donde se podía leer mi destino y, a continuación, un texto breve: “Espérame, por favor”.

Muchas horas después, mi chico me esperaba en la parte trasera del coche privado que había venido a recogerme al aeropuerto. Tenía exactamente 50 horas para estar con él antes de que mi avión volviera a salir, y pensaba aprovecharlas aunque eso supusiera no dormir.

Pero Harry no me recibió como siempre. Se alegró de verme, me besó. Hablamos, reímos juntos, hicimos el amor. Pero mi chico no me miraba con la intensidad con la que solía hacerlo, ni me adulaba con frecuencia como acostumbraba. Lo noté algo desconectado emocionalmente de mí. Quizás ya era tarde.

Una vez más, pospusimos esa necesaria conversación sobre la relación que nos debíamos. Porque estaríamos juntos solo unas horas, porque temía que me dijera que yo tenía razón y era mejor dejarlo. Pero, aunque intentáramos disimularlo, la actitud de los dos denotaba que había algo pendiente entre los dos.

Harry dormía durante mis últimas horas en Auckland mientras yo, afectada por el jet lag, permanecía despierta. Tenía la lámpara de la mesita encendida y me quedé observando su bello rostro, tan simétrico, tan proporcionado. Me acordé del día que lo vi por primera vez en el área VIP de la Pista Central de Wimbledon, cuando me pareció el hombre más guapo del mundo. Me acordé de nuestros primeros besos en el asiento de atrás de un coche que circulaba por las calles de Londres. Me acordé de Marbella y del momento en que me propuso comenzar una relación. Me acordé de Nueva York y de la primera vez que me dijo “Te quiero”. Asediada por los recuerdos, prorrumpí en un llanto inconsolable que me forcé a continuar en el baño, para no despertarlo.

La puerta se abrió 10 minutos después. Harry me encontró llorando y, sin decirme nada, me abrazó. Aquel abrazo sabía a despedida, a nostalgia y a soledad. En él se concentraban los restos de un amor que se me había ido escapando entre los dedos. Fue un abrazo triste y, aún así, el más sincero de las horas que pasé en Nueva Zelanda. Cuando nos separamos, Harry me dio la mano para guiarme hasta la cama, cubrió nuestros cuerpos con una sábana, apagó la luz y me abrazó. Nos quedamos dormidos sin decir nada. Parecía que no había nada más que decir.

Mi novio ya se había ido al set de rodaje cuando yo me levanté para poner rumbo al aeropuerto. Fue uno de los peores trayectos de mi vida, y yo contaba muchas horas de avión con turbulencias de todo tipo y aterrizajes desastrosos. Encendí el móvil al llegar a Madrid-Barajas y, para mi sorpresa, tenía un mensaje de Harry:

“Te quiero. Muchas gracias por venir. Nos vemos pronto”.

Sonreí. Complacida, pensé que el amor que sentíamos sería suficiente para insuflar a Harry paciencia. Seguiríamos juntos y dejaría de presionarme.