Las normas de la casa

Escuchar a su hijo adolescente mantener relaciones sexuales en su propia casa no era el final de noche que hubieran esperando Leyre y Eneko. Eso les obliga a tener una conversación con el muchacho y asentar una norma un tanto polémica…

4/8/20255 min read

—Estoy deseando llegar y quitarme estos taconazos, ¡Dios!

—¿Y si te pido que te los dejes puestos un rato más?

Leyre y Asier vislumbran su ansiada vuelta a casa. Se habrían inventado gustosos alguna excusa para faltar a aquella cena de la cuadrilla. No les apetecía nada, pero se forzaron a salir para no mermar aún más su vida social y animados por Eneko, su hijo. El muchacho no pudo disimular que buscaba, al menos, un rato de intimidad.

Leyre siente como un hito olímpico haber llegado hasta el descansillo sin romperse un tobillo, así que resopla cuando entra en casa, se desabrocha las tiras de aquellas sandalias asesinas y pisa tierra firme de nuevo. Pero algo perturba su paz renovada.

—¿Qué es ese ruido?

Su marido, que también se ha percatado, le hace un gesto para que avance sin hacer ruido. Juntos, de puntillas, avanzan hacia la fuente del sonido. Para su total sorpresa, terminan apostados ante la puerta de la habitación de su hijo, y permanecen a la escucha unos segundos.

“—Ooohhh, madre mía, Eneko, Dios…

—¿Te gusta así?

—Sí, me encanta, sigue, ¡sigue!”.

Es más de lo que Leyre es capaz de oír, así que, ya sin temor a ser descubierta, enfila pasos acelerados hacia su habitación envuelta en un sobrevenido torbellino de enojo. Su marido no puede disimular una media sonrisa cuando llega hasta ella.

—Mira, Asier, ¡no te rías! No te rías, ¿eh?

—Bueno, es que me hace gracia.

—Pues a mí no, ¿sabes? Qué poca vergüenza.

—Leyre, está en su habitación. Estaban solos en casa. Tiene 17 años, cariño.

—A mí jamás se me ocurrió llevar tíos a casa de mis padres. ¡Menudo era el aita!

—Eran otros tiempos, mujer. Además, no querrás que actuemos como tus padres, ¿no? Siempre hemos estado de acuerdo en que el miedo no era algo que quisiéramos despertar en Eneko, sino confianza.

—¡Pero no es lo mismo!

—¿Por qué no, Leyre? Es más fácil la teoría que la práctica, ¿verdad?

—Mira, yo mañana voy a hablar con él y espero que estés conmigo.

Asier suspira y concede:

—Como quieras.

El matrimonio se duerme dando el día por completado, tras aquella sorpresa. Asier se queda pensando que le hubiera gustado ver a la chica. Leyre, en cambio, espera no encontrársela nunca cara a cara.

A la mañana siguiente, la mirada inquisitiva y juzgadora de su madre borra la sonrisa de lozana satisfacción con la que Eneko se ha levantado. No solo eso. También se le queda la cara del color de la amapola cuando la amatxu, sin preámbulos, dice:

—Eneko, ayer te oímos.

Y sabe, por el tono, que no piensa emplear esa asertividad que tantas veces le ha pedido a él.

La perorata se le hace larga: que si el respeto, que si “esta es nuestra casa”, que si la incomodidad y hasta si toma precauciones se permite su madre preguntar.

—Mama, ¿no eras tú la que decía que el sexo era algo natural de lo que no había que avergonzarse?

—¡No me discutas, Eneko! No tengo que estar incómoda en mi propia casa, ¿me entiendes?

—Vale, me queda claro que no puedo considerar esta como mi casa, porque quien verdaderamente se está sintiendo incómodo ahora mismo soy yo.

El joven se levanta y sale de la casa sin desayunar.

—No creo que hayas enfocado esto bien, Leyre.

Pero ella, masajeándose las sienes, no contesta a su marido.

Leyre llega tarde del trabajo al día siguiente. Está exhausta, pero animada. Han conseguido un cliente que generará ingresos generosos los próximos meses, así que se siente merecedora de la copa de vino reserva que su marido le propone abrir, y que guarda en el botellero para ocasiones como aquella.

—¿Y el niño? —pregunta.

—No ha llegado aún, me dijo que no lo esperásemos para cenar y que volvería tarde.

La pareja comparte los detalles de su día en una de sus habituales escenas cotidianas de complicidad y buen rollo. Están contentos y achispados cuando, a punto de meterse en la cama, Asier se excusa un momento y sale de la habitación. Al volver trae consigo un bonito marcapáginas con una ilustración en colores pastel que compró en el puesto callejero de una ONG, pensando que era del gusto de su mujer.

Aquel detalle aparentemente insignificante recuerda a Leyre lo mucho que Asier la quiere y la cuida. Para ella, un sencillo gesto como ese despierta su deseo mejor que cualquier caricia.

Por eso Leyre sorprende a Asier cuando este se está desnudando para colocarse el pijama. Tiene un plan mejor para el que su marido no necesita las prendas, incluso le sobra alguna más que ella retira con brío para no dejar lugar a dudas. Quiere sexo.

Asier responde dejándose hacer. Está acostumbrado a que su mujer lleve la iniciativa y él la cede gustoso, al menos, durante la primera parte de la sesión íntima. Se besan de rodillas sobre la cama, abrazados y acariciándose la espalda. La oscilación de labios y lengua completan una sintonía familiar. Llevan más de 20 años besándose del mismo modo y han encontrado el punto justo de ternura y excitación. Sus besos les unen en lo emocional y les calientan en lo íntimo.

Asier se recuesta sobre la espalda en el colchón. Su mujer, ya desnuda, se acuclilla con las rodillas a ambos lados de su cabeza. Es la definición gráfica de sentarse en su cara, de taparle la boca con la piel delicada de su sexo goteante, cuya esencia se derrama sobre los labios de él.

Pero como el peso de la excitación hace flaquear su cuerpo, como las piernas le tiemblan tanto que casi no pueden sostener su tronco, Leyre se deja caer junto a su marido y le suplica que la penetre. Es la parte favorita de él. Asier se hace uno con ella, con suavidad al principio, con ímpetu después. Se miran. Y, para coronar la búsqueda mutua de placer, Leyre desliza la mano hasta ese botón que su marido ha dejado hinchado con la lengua, y ahora clama por una culminación digna del momento.

—Oh, Asier, ¡Asier! ¡Dios!

Algo va a musitar él para completar esa peculiar banda sonora de placer al unísono cuando un sonido extraño los interrumpe. Unos toques a la puerta y, tras estos, la inconfundible voz de Eneko:

—¿Podríais hacer menos ruido?

Al matrimonio se le baja la libido en un segundo sin que ninguno de los dos haya alcanzado el ansiado clímax. Se miran sin decir nada y se turnan en el baño en suite para asearse antes de dormir, en silencio. Darían cualquier cosa por no tener que hablar tampoco al día siguiente, a la hora del desayuno, pero es Eneko quien rompe el hielo entre olor a café y pan tostado de la mañana.

—Sé que soy un simple inquilino en esta casa, ya que no tengo unos derechos de uso que, claramente, vosotros sí. Pero los ruidos de ayer son molestos.

Leyre está tan cortada que mastica su tostada mirando a un punto indefinido del suelo de la cocina. Percibe la mirada de su marido, que busca cómplice, pero no lo encuentra en ella. Así que, sin esperar su aprobación, Asier dice:

—Eneko, hijo, esta también es tu casa y puedes hacer lo que quieras dentro de unos límites sensatos para la convivencia. Puedes traer amigas, ya eres mayorcito para saber qué puedes hacer y cómo. Pero no las metas a tu cuarto cuando estemos nosotros para que nadie se tenga que sentir... incómodo.

Ambos buscan la aprobación definitiva de Leyre, que ha pasado de la vergüenza al aparente pasotismo. Ella se contiene de cruzarle la cara a su hijo cuando este dice:

—Bien. ¿Cuándo volvéis a salir con la cuadrilla?