Llámame "zorra"

Esther se considera tradicional en sus gustos y preferencias sexuales, excepto por algo que le pide a su novio de forma frecuente durante su subida al clímax. Ahora sus amigas le han dicho que puede que algo no le funcione bien…

5/1/20243 min read

Esther tiene preferencias sexuales que, en general, se pueden estimar dentro de lo convencional. Lo típico. Le gusta el sexo oral, la penetración y usar juguetes. Pero, además, a Esther le ponen las palabras sucias. El “dirty talking”. A Esther le gusta que la insulten.

Al principio, a su novio le costaba. No se sentía cómodo con aquellas peticiones expresas. “Por favor, dime que soy una puta”. “Soy una zorra, ¿verdad? Dímelo. ¡Dímelo más alto!”. Y Daniel tenía que retirar momentáneamente la boca de su coño o de sus pezones para decirle a Esther lo que quería oír.

A veces, por ser creativo a la hora de satisfacer sus fantasías, se afana con florituras que a ella la hacen reír: “Te gusta, ¿verdad? Sí, claro, estás sedienta de polla”, “Me encanta cómo se me resbalan tus flujos entre los dedos”. Pero no, eso es muy fino para Esther. A ella le gusta duro, tosco, irrespetuoso y denigrante.

Lo quiere solo durante el recorrido hasta la explosión del orgasmo, cuando ambos están centrados en el placer de ella. La subida hasta el clímax es un transitar de sensaciones cada vez más intensas, cada vez más deleitosa. Siente cerca ese frenesí, que casi alcanza, que casi toca. Solo durará unos instantes, pero en los que olvidará su propio nombre. Y en ese viaje, además de las caricias, le gusta sentir otros estímulos, como los susurros lascivos al oído.

Una vez que se corre, una vez que logra abrir los ojos como si la vida tuviera que reanudarse tras un coma de placer, el “dirty talking” ya no le pone. Si Daniel lo emplea, le molestará. Las palabras sucias son parte de esa “performance” sexual en la que Esther es alguien diferente, porque piensa y siente diferente. De vuelta a la vida “real”, exige el respeto de siempre.

Últimamente, Esther ha probado el “dirty talking” también durante la masturbación. No lo había hecho hasta entonces. Sus sesiones onanistas siempre han sido silenciosas: se baja las bragas, se abre de piernas y se toca en la cama, en la bañera o en el sofá. A veces, quiere alcanzar un orgasmo rápido para el que le basta su mano. Otras usa algún dildo o succionador. Pero, hasta ahora, lo único que escuchaba era su propia respiración agitada y entrecortada al llegar al clímax.

Fue el otro día cuando probó algo nuevo. Entre sus piernas entreabiertas colocó un espejo, apuntando directamente a su vulva. Ese conjunto rojizo de pliegues, con la protuberancia del clítoris y la hendidura de la abertura vaginal, le resulta fascinante. Le excita mirárselo y no dejar todo relegado al tacto, sino sumar también el sentido de la vista. Le gusta ver el movimiento de su propia mano, retirarla a veces para comprobar un clítoris cohibido y arrugado bajo la presión.

La última vez también agregó a la sesión palabras sucias. Se susurraba a sí misma: “Oh, cómo me gusta tocarme”, “Me encanta mi coño. Me lo tocaría a todas horas”, “Soy tan puta y tan zorra”, “Tan puta, tan zorra, tan zorra, ¡ah!”. Ha logrado elevar la experiencia. Le fascina la increíble amplitud del sexo. Es toda una motivación saber que siempre habrá algo nuevo que hacer para explorar su propio placer, que es inagotable.

Esther tiene conversaciones sobre sexo con sus amigas, largas y explícitas hasta generar incomodidad en ajenos sentados en otras mesas del bar o que pasaban por allí. Tana, una de sus mejores amigas, le ha dicho que su pequeña filia viene de un rol asignado y muy arraigado.

—Las mujeres siempre hemos estado representadas en actitud de sometimiento —explica Tana, una de las grandes referentes de Esther. —Fíjate en el porno, que tanto les gusta. Suele haber tirones de pelo, azotes y hasta escupitajos e insultos.

—¡Qué horror! —espeta Esther. —¡Pero yo no siquiera veo porno! Mi “filia”, como tú la llamas, no puede venir de ahí.

—El porno es una manifestación más de la sociedad patriarcal, Esther. Si no te tragas los aprendizajes sobre roles de géneros por ahí, será por otro lado. No hay quien escape a esto, hija, desde que nacemos.

—O sea, que a Esther “la superfeminista”, le pone que la maltraten durante el sexo porque, al final, es igual de machista que el resto de la gente —dice otra amiga, la siempre mordaz Tere, intentando picarla.

Esther se ha quedado “planchada”, como dice su novio. Es curioso: se siente una mujer empoderada cuando vive su sexualidad como le da la gana. ¿Y ahora resulta que hay algo similar a una disfunción dentro de ella?

Esa noche, Esther vuelve a follar con su novio, pero no le pide que emplee un lenguaje soez. A pesar de haberle provocado un orgasmo con su lengua, ella no está lo bastante lubricada. Está en ese momento del ciclo.

—¿Te hago daño? ¿Prefieres que hagamos otra cosa? —pregunta Daniel al inicio de la penetración.

Esther sonríe, usa lubricante y se monta sobre su pelvis.

Acaba de constatar que esas faltas de respeto puntuales y consentidas, en un momento muy concreto no rebajan el trato cariñoso y atento que merece siempre. Sentirse mal por ciertos gustos sexuales es como hacerlo por usar maquillaje o bailar reguetón. Siempre está bien cuestionarse, pero bastante soporta ya como para no permitirse disfrutar del sexo como le dé la gana.