Lola (1): Mal empieza el año
Capítulo 2 de Las rosas de Abril.
10 min read
No puedo decir que la fiesta de entrada al año superara mis expectativas, que eran bajas. En aquella época, solía disfrutar más mis progresos profesionales que la vida personal, porque casi todo me parecía frívolo y banal. Celebré la Nochevieja por tradición y por seguir el son de las personas de mi entorno, como una oveja más del rebaño, aunque sin compartir su euforia. Lo mismo me daba que fuera 31 de diciembre o 1 de enero, y menos con el poco aliciente que me despertaba el plan.
Decidí acompañar a David, mi novio, que había reservado en una discoteca con todos sus amigos y las parejas de estos. Yo hubiera preferido que nos uniéramos a Sole y a Sofi, que son mi hermana y mi prima, y también estarían de fiesta. Pero David se negó.
—Yo paso de aguantar los tonteos de esas dos —me dijo, sin disposición alguna a negociar algo intermedio.
En realidad, tenía razón. Sole consideraba un fracaso volver a casa sin un chico con el que pasar la noche, y a Sofi se la veía con prisas por seguir explorando su atracción hacia el sexo femenino, que ahora era exclusivo. Como si hubiera estado perdiendo el tiempo con los hombres hasta el momento y ahora tuviera que desquitarse.
También me hubiera encantado que Lara se hubiera quedado a pasar el fin de año en Sevilla. Me gustaba mucho estar con mi prima, pero ella se marchó a Marbella dos días antes para evitar pasarse con la fiesta y concentrarse en el inicio de la temporada de tenis. Después de un año de luces y sombras por las molestias físicas, se sentía con energías para la gira australiana.
Pese a que nunca hubiera sido mi plan A, la fiesta de Nochevieja comenzó bien. Todo el mundo estaba contagiado con la alegría de las fechas, a veces impostada, a lo que ayudaban las dosis de alcohol de rigor. No solía beber más que una o dos copas en las noches de juerga, y llegaba un momento en el que estar más fresca que los demás se me hacía cuesta arriba. No soportaba los excesos.
Sobre las 5 h de la mañana ya no podía más. Llevaba demasiadas horas sobre los tacones, la música no me motivaba y me había cansado ya de las conversaciones de las otras chicas, a ratos muy insustanciales. Le pedí a David que nos fuéramos, pero él quiso continuar la fiesta.
—¿Cómo? Sí, hombre, en fin de año. ¡Yo no me voy hasta que no me echen! —dijo, y acto seguido comenzó a soplar el matasuegras que venía en la bolsa de cotillón.
—Vale, pues nos vemos en casa —contesté, justo antes de iniciar la marcha hacia la salida del local.
Recogí mi abrigo en el guardarropas y salí sin despedirme, molesta con David por no ceder nunca a mis deseos. ¿No estaban bien las 5 de la mañana? ¿Por qué me dejaba irme sola por un par más de horas de fiesta?
En la calle hacía un frío que helaba los huesos, y los efectos que el abuso del alcohol causaban en algunos participantes de la fiesta se dejaban ver. Un chico vomitaba entre coche y coche. Una chica estaba sentada en el suelo, llorando amargamente, mientras dos amigas trataban de consolarla en vano. Otro tipo orinaba contra la pared, y se dirigió a mí al verme pasar:
—¿Ya te vas? Te vas a perder lo mejor de la fiesta —me dijo, trabándose por la borrachera.
Lo ignoré, pero escuché sus pasos detrás de mí. Me giré para pedirle que me dejara en paz, pero aceleré el paso al ver que aún sujetaba su miembro entre las manos.
—Anda, ven, te voy a presentar a una vieja amiga —insistió el tipo.
—Déjame en paz, cerdo -contesté, asqueada.
—Vale, gorda, solo quería hacerte un favor. Se ve que te hace falta —respondió él.
Afortunadamente, no tuve que aguantar mucho más a aquel ser despreciable. Un taxi con la luz verde pasó cerca, vio mi mano levantada y se detuvo junto a mí. Entré dentro y le indiqué mi dirección.
Por el camino resonó en mi cabeza aquel “gorda”. No era la primera vez que alguien hacía referencias desagradables a mi figura, y la verdad es que me afectaba. Desde que David y yo comenzamos a vivir juntos, en un piso que habíamos comprado hacía un año y medio, había descuidado mis hábitos. A él le encantaba la comida basura, y varios días a la semana cenábamos hamburguesas, pizzas e incluso pasta ultraprocesada. Yo no siempre era capaz de resistir la tentación, pero mi novio tampoco mostraba apoyo en mis intentos de hacer dieta.
—Pfff… ¿En serio vas a comerte eso? Vaya mierda. En dos horas volverás a tener hambre —decía cuando me veía llegar al salón con un par de filetes de pollo y ensalada.
Enfrascada en esos pensamientos estaba cuando llegué a mi destino. Usé el ascensor a pesar de vivir en un segundo piso, pues me encontraba agotada. Vencí la pereza y me duché, cabello incluido, porque me costaba conciliar el sueño cuando no me sentía limpia.
No sé qué hora era cuando me quedé dormida, pero me desvelé a las 10 h, alargué la mano sobre la cama y David aún no estaba. Lo llamé, pero no contestó. ¿Le habría pasado algo? Si no era así, y ojalá no lo fuera, podría haberme escrito un WhatsApp que me evitara la angustia. Fui yo quien le escribió a él un escueto “¿Dónde estás?”, pero no me llegaron las notificaciones de que lo hubiera recibido.
La llave me despertó alrededor de una hora después. Oí los pasos de David y me incorporé en la cama, esperándole. Segundos después, abrió la puerta.
—¿Dónde has estado? —pregunté.
—Pues de fiesta, ¿dónde voy a estar? Es fin de año —contestó él.
—Ya no. Es 1 de enero. Y hemos quedado a mediodía con tus padres.
—Ufff… Pues no vamos a ir.
—Ya imagino. Pues tendrás que decírselo.
—Pfff… Con lo pesada que se pone mi madre. Díselo tú, anda.
—No, se lo dices tú. Es tu familia.
—Vale, se lo diré —dijo, haciendo esfuerzos por mantener los ojos abiertos.
Observé cómo se desnudaba con torpeza para meterse en la cama. En algún momento me sonrió, y yo le devolví el gesto sin muchas ganas.
—Dame un beso, anda -dijo, tumbándose sobre la cama junto a mí y alargando el brazo sobre mi pecho.
—David...
Iba a protestar, pero me interrumpió con un beso. Apestaba a alcohol y emitía ronquidos sordos al respirar, así que traté de apartarlo sintiendo una punzada de desagrado.
—David, por favor, ahora no -le pedí, pero él desoyó mis quejas y continuó.
Comenzó a sobar mis pechos con tosquedad, incluso me hacía daño, por lo que proseguí mis intentos de zafarme.
—David, en serio.
—Venga, niña, vamos a entrar en el Año Nuevo como se merece.
Se había colocado sobre mí para evitar que me escabullera, y ahora intentaba bajarme el pantalón del pijama.
—David, tsss… Por favor. Vale, ¡VALE!
Tuve que gritar para hacerme oír, y él me miró enfadado.
—A veces preferiría que me hubiera tocado la hermana más guarra —espetó, directo y sin contemplaciones.
Lo miré sin dar crédito a lo que acababa de oír, y reuní todas mis fuerzas para hacerlo a un lado y salir de la cama.
—Eres un imbécil y un cerdo —dije.
Salí de la habitación dando un portazo y me dirigí a la cocina. ¡Dios, estaba tan enfadada! ¿Quién creía que era para hablarme así y hacer esos comentarios de mi familia? Consideraba que Sole era demasiado promiscua y que se buscaba muchas de los episodios desagradables que vivía, pero, en aquella casa, solo yo me sentía con derecho a criticar a mi hermana.
En parte, entendía porque tanto Sofi como ella evitaban a David. Nunca me lo habían dicho directamente, pero se veía a la legua que preferían no estar con él. Sofi ni siquiera podía evitar los sarcasmos de vez en cuando. Unos meses atrás, estábamos viendo la televisión cuando aparecieron las primeras imágenes de una película que se estrenaría en unos días, Mark H. Las dos se recreaban en lo bien que le quedaban los trajes al protagonista, y la erótica que desprendía un hombre con buena hechura cuando llevaba chaqueta y pantalón.
—A mí me encanta cuando David se arregla para ir de boda —dije.
—Sí, claro. La misma elegancia y buenas maneras que Mark H tiene —respondió Sofi.
Mi hermana rio, y yo pasé callada el resto de la noche, molesta por su comentario. Ellas notaron mi fastidio, claro, pero me ignoraron. Lo hacían a propósito.
Fui a la cocina para prepararme un café. Me hubiera apetecido bajar a por unos churros, pero quizás era el momento de comenzar a cumplir los propósitos de año nuevo y adquirir hábitos saludables con los que intentar bajar algo de peso. Me limité a una tostada con un poco de aceite de oliva y jamón.
Acababa de terminar el desayuno cuando decidí escribirle a la madre de David, sabiendo que él no lo haría.
—Charo, perdona, pero nosotros no vamos a poder ir a almorzar. Lo siento, de verdad, pero estamos muy cansados. Hemos llegado por la mañana.
Charo me respondió con el emoji del dedo pulgar hacia arriba. No era el primer desplante de su hijo, pero sospechaba que ella me echaba la culpa a mí. A lo largo de su matrimonio, su marido se lo había hecho pasar mal. Las borracheras y las llegadas a las tantas eran frecuentes cuando David y Sonia, mi cuñada, eran adolescentes.
—Los hombres tienen mucho que aguantar, hija, soy consciente —me decía. —Pero si es trabajador y quiere a sus hijos, poco más se puede pedir.
Mientras se hacía el café, revisé el grupo de WhatsApp de las primas Martín, en el que también estaba Lara.
—Me voy a acostar doblada como una alcayata de la que que llevo encima, pero quería desearos de nuevo feliz año, pris —escribió Sole a las 9 de la mañana.
—Acuéstate, anda. A ver si tú duermes, porque yo tengo los churros empinaos en la garganta. ¡Qué fatigassss! —contestó Sofi. Parecía que se habían recogido juntas.
—¡JAJAJAJA! ¡Qué tías! -añadió Lara un par de minutos después.
—¿Qué haces despierta, perra? ¿Ahora te recoges? ¿¿¿¿¿¿No te querías venir de cotillón con nosotras y has estado de fiesta toda la noche?????? —preguntó Sole.
—No, me estoy levantando. Ha habido fiesta, pero no como la vuestra, guapas. Solo he estado en casa de Leo y Alberto. Éramos poca gente.
—Ya. ¿¿Por qué nos has dejado de querer?? —escribió Sole de nuevo.
—No digas eso, anda. Sabéis que os echo mucho de menos, pero las obligaciones son las que son.
—Te queremos, primuchi. Dale duro a los entrenos —apostilló Sofi, que no tenía término medio con el alcohol: o cariñosa o agresiva.
Estuve recogiendo la casa y puse una lavadora con la ropa del día anterior. Revisé el correo electrónico por si había alguna novedad importante en el trabajo, aunque pasaría por nuestro hotel más tarde. El Muy Sur era el complejo cuyos derechos de explotación Lara y yo habíamos adquirido a mediados de año. Desde que terminé mi máster en Administración de Empresas, trabajé gestionando los aparcamientos privados que mi prima y su familia tenían en el centro de Sevilla, y sabía que Lara confiaba en mí. Fue ella quien me propuso hacernos con el hotel, con la idea de ir a medias.
—Yo seré la socia capitalista, ¿vale? La que pondrá el dinero junto a la financiera. Pero tú te encargarás de toda la gestión. Confío en ti, prima, eres una crack en esto —me dijo.
La idea me dio un poco de vértigo al principio, pero mis padres me animaron.
—Tu prima confía en ti porque sabe lo que vales -me dijo mi padre. —Seguro que lo hacéis muy bien las dos.
Los miedos del principio se disiparon a nada que comencé a hacer trámites. Los inicios fueron un reto, y más en medio de la crisis económica que estábamos atravesando, pero me apasiona mi trabajo. El trato con los clientes, el diseño y supervisión de servicios, la contabilidad e incluso las tareas de marketing. Comencé dirigiendo un equipo de 52 personas y trataba de hacerme presente en todo, resolviendo problemas, prestando apoyo y coordinando. Disfrutaba, y el equipo parecía contento. Por el momento, me contentaba con pagar las nóminas, incluyendo la mía, y devolver a Lara algo de su inversión mes a mes. Era pronto, pero creceríamos.
Me vestí y llegué al hotel sobre las 13 h. Me acerqué al restaurante y pregunté a Adri, el encargado, cómo habían estado la tarde y la noche anterior.
—Todo bien, Lola. Sin incidentes. Aquí pudimos cerrar a las 22 h, tal y como nos pediste.
—Me alegro. Espero que tuvierais una buena entrada en el año.
—Bueno, ya sabes. Se hizo lo que se pudo porque hoy había que dar el callo.
Sonreí. El hotel tenía un restaurante bastante grande que daba acceso a un patio contiguo. Lo decoramos con un estilo entre lo minimalista y lo thai, con toques andaluces. Un batiburrillo que despertó las suspicacias de todos antes de que el decorador presentara el proyecto y se pusiera manos a la obra, pero que quedó genial. Queríamos abrirlo para celebraciones privadas más adelante, pero decidimos que permanecería cerrado aquel fin de año, por ser el primero. Poco a poco.
Pasé por recepción y hablé con el jefe de mantenimiento, que también me dijo que todo estaba bien. Di la revisión por concluida, examiné el cronograma de los días posteriores y puse rumbo de vuelta a casa.
Al llegar, David estaba en la cocina, llenando una botella de agua.
—¿De dónde vienes? —me preguntó.
—Del hotel —respondí, seca.
Sabía que David desaprobaba que fuera al hotel todos los días, aunque fuera media hora. Me daba igual. Mi trabajo era de las pocas cosas que me hacían sentir orgullosa de mí misma, y no quería fallarle a Lara después de la confianza que había depositado en mí.
—Bueno. Voy a dormir un rato más y luego voy a ir a la finca para dar de comer a los caballos —dijo mi novio, con tono cansado.
También era habitual que David se desplazara los días de fiesta a la finca en la que trabajaba como cuidador desde hacía años. Un trabajo que le apasionaba y que nunca se había planteado dejar.
—Vale —contesté, lacónica de nuevo y sin mirar a mi novio.
Él advirtió mi tono y, aunque casi había descartado que se preocupara por atajar mi malestar, me preguntó:
—¿Te pasa algo?
Me giré hacia él y, seria, le dije:
—No vuelvas a llamar “guarra” a mi hermana, nunca más. ¿Te enteras?
Le pilló por sorpresa mi tono firme y severo, pero David nunca reculaba.
—Pfff… No estoy ahora para aguantar tus historias —contestó, y pasó a mi lado en dirección a la habitación.
Los ojos se me llenaron de lágrimas de rabia. Respiré hondo, me puse música en el iPod y comencé a preparar el primer almuerzo del año para comer sola.

