Lola (6): Jaque

Capítulo 27 de Las rosas de Abril.

21 min read

Pues sí, volví con David. Y estuvo en la fiesta prenavideña que organicé en el hotel para que la familia pudiera conocer a Harry, el novio de Lara, ya que ella anunció unos días antes en el grupo de Whatsapp de los Martín que no pasaría las Navidades en Sevilla. Creo que a Sole aún le dura el enfado por eso.

Yo no tenía especial interés en que mi novio viniera a la fiesta, ni tampoco en poner a Víctor, Sofi y Sole en la tesitura de compartir tiempo con él como si nada hubiera pasado, sabiendo lo que sabían. No vino al almuerzo, pero se presentó a las copas para, sobre todo, evitar darle explicaciones a mis padres, a mis tíos o al abuelo, que me preguntarían por él.

Recuerdo haber sufrido una repulsión profunda las horas posteriores a enterarme de que otra mujer le había hecho una felación a David en el coche. Siempre he sido muy enemiga de llamar la atención, más aún del exhibicionismo, y aquello se pudo considerar como tal si tenemos en cuenta que lo vieron. Sole y Víctor, nada más y nada menos. De casi 700.000 habitantes que tenía Sevilla aquel año, lo vieron mi primo y mi hermana.

Confieso que, después de la fase de asco y repulsión, lamenté haberme enterado del episodio. En determinados momentos, sentí que podría haber seguido siendo feliz sin saberlo, aunque también entendía que mi familia no podía guardar silencio en una situación así. El asco dio paso al enfado no por lo que David hubiera hecho, que también, pero más aún por las consecuencias que aquello generaba. Por tener que romper una relación de pareja en la que había invertido mucho tiempo y esfuerzo. Pasé años trabajando en que lo nuestro funcionase y pudiéramos tener lo que Sofi llamaba una vida convencional, pero eso era justo lo que David y yo queríamos, y era respetable. Nuestra prioridad era la estabilidad, como la prioridad de otras personas es prosperar en su vida profesional o cualquier otra cosa.

Pero, además del lamento por renunciar a lo que yo quería, y tener que empezar de cero con otra persona, yo seguía queriendo a David. Y aquellos días de convivencia sin relación llegué a sentir lástima por él. Los dos continuábamos viviendo juntos en el apartamento de Viapol, que habíamos comprado y pagábamos letra a letra a medias. Ninguno de los dos se quiso ir por no renunciar al derecho a ocuparlo, ni tampoco llegamos a tener una conversación para estudiar qué hacíamos con el piso.

Los dos rehuíamos el encuentro. Él quería arreglar las cosas conmigo y yo no quería terminar con él. David sabía que forzar una conversación conmigo podría suponer el fin de la relación. Y yo sabía que hablar con él incrementaría mi deseo de perdonarlo, pero sentía la presión de mi familia, que lo desaprobaría. Así que fuimos acumulando días y días en los que nos evitábamos a toda costa. Esa es la razón por la que pasé tardes enteras en los pisos de Sole y Sofi, o en el trabajo, y no porque no quisiera verlo. Porque, en realidad, me moría por verlo.

Evitó forzar la situación, pero me fue dejando señales con las que pretendía echar leña al fuego de nuestra relación para evitar que se apagara. Él sabía que, de no hacerlo, terminaría por serme indiferente. Y la indiferencia era mucho peor que la repulsión o el enfado, algo mucho más intenso que la ausencia total de sentimientos. Así que a veces me encontraba post-its en el baño en los que me escribía “Te hecho de menos”, con h. O me encontraba media pizza en el horno para cenar con la correspondiente indicación: “Te he dejado pizza, por si quieres”, junto al dibujo de un corazón. O me llegaban claveles blancos al hotel, mis favoritos, con una nota de arrepentimiento y solicitando perdón. O me dejaba la ropa impecablemente planchada y colocada en la habitación de invitados, algo en lo que sospecho hacía partícipe a Charo, su madre, porque David no había empuñado el mango de una plancha en su vida.

Mi suegra, precisamente, intervino en varias ocasiones. Vino a verme al hotel una mañana. Su visita no me cayó bien porque me obligaba a darle explicaciones, me ponía en la coyuntura de tener que soltarle varias verdades sobre su hijo y, encima, me hacía perder el foco de mi trabajo. Pero yo, como siempre, me esforzaba en escuchar pacientemente y ser amable con ella.

—Tú sabes que yo que te quiero mucho, Lola, que todos te queremos y que te hemos tratado como una hija más —dijo.

—Sí, lo sé. Yo también os tengo mucho cariño, son muchos años.

—Pues por eso, hija. Mira, a mí mi hijo no me ha contado mucho porque eso queda entre vosotros dos, pero sí me ha dicho suficiente. Me ha dicho: “Mamá, he metido la pata hasta el corvejón”, y con eso sé perfectamente por dónde va la historia.

Se quedó mirándome, quizás esperando a que yo le ampliara información, pero no lo hice. Quería guardarle a David la lealtad que él no me había tenido a mí ante su madre, pero, además, era demasiado humillante verbalizar lo que había pasado exactamente. Emití algún murmullo de asentimiento y, ante la falta de respuesta concreta, mi suegra prosiguió.

—Mira, hija, cuando una tiene un matrimonio estable, hay cosas que no tienen importancia. Tú ya sabes cómo son los hombres. Pero David es buena persona, es trabajador y te tiene muy a gusto. Y él sabe que tú eres una señora de los pies a la cabeza por muchas “piaso” putas que aparezcan en el camino.

Si fue el mismo David quien envió a su madre para intentar un acercamiento, el tiro le salió regular. Charo me estaba cabreando. Me acababa de decir que básicamente tenía que aguantar cuernos y otros desaires si quería estar bien con un hombre. Pero eso no fue lo peor porque, en parte, yo también pensaba que ellos eran infieles por naturaleza. Lo que peor me sentó fue que me dijera que su hijo me tenía muy a gusto, como si le debiera algo a él por lo que había conseguido en la vida. Como si yo no trabajara lo suficiente como para ganármelo por mí misma.

Estaba a punto de soltarle un par de cosas cuando llegó Raquel, una de las camareras de la cafetería del hotel.

—¿Os puedo traer algo, Lola?

—Sí, por favor, bonita, a mí me traes una menta poleo —dijo Charo.

—Yo solo quiero un vaso de agua, Raquel, muchas gracias.

No sé si Charo notó algo en mi gesto, pero prosiguió la conversación por otros derroteros para evitar el terreno pantanoso.

—Yo entiendo que estés disgustada, hija. Yo ya le he dicho que tiene que respetarte y tratarte bien, algo que pocas veces hizo su padre conmigo.

Un poso de amargura asomó al gesto de Charo, y yo sentí una punzada de lástima. Mi suegra prosiguió:

—Pero es buen niño —insistió. —Es buena persona y es trabajador. Y te quiere mucho, Lola. Está destrozado.

Seguí escuchando loores a David como quien se traga a una vendedora de novios por catálogo que se hubiera empeñado en darle salida al patito feo. Cuando consideré que era suficiente, le dije de manera cortés que tenía que continuar con mi tarea.

—Sí, sí. Claro, hija, yo no te entretengo más.

Al despedirse, me dio un abrazo y un beso, además de pedirme que si lo podíamos arreglar.

David actuaba por diversos flancos, como en una partida de ajedrez. Movía los peones con mensajes y flores. Amenazaba las piezas que conformaban mi entereza y mi orgullo desplazando a la reina por todo el tablero, su madre, a la que enviaba en incursiones temerarias. Pronto quiso controlar también el centro con dos piezas clave, los caballos, un símil bien traído porque se trataba de dos de sus compañeros de trabajo en la finca y mejores amigos. Uno de ellos era el Gordo, de nombre de pila Raúl. Íntimos desde que David puso un primer pie en la finca, con solo nueve años, porque ya en ella trabajaba su padre. El Gordo hacía tareas de mantenimiento, pero echaba deshoras con tal de pasar tiempo en las cuadras con los caballos y yeguas, que le encantaban. Era vecino de la tal Adela, la chica que decidió que era buena idea proporcionarle placer oral a alguien ya comprometido con otra persona.

El Gordo vino a verme otro día al hotel, cinco o seis después de que lo hiciera Charo. Empezaba a cansarme de aquel envío de tropas al frente, pero más aún que tomaran mi hotel como campo de batalla. ¿No entendían que estaba ocupada o es que no estaban dispuestos a respetar mi horario de trabajo?

Afortunadamente, el Gordo y su acompañante, Alfon, también compañero de trabajo y miembro del grupo de amigos, ni siquiera pasaron a la cafetería. Los invité a sentarse brevemente en la zona de descanso junto a la recepción, vacía en aquel momento, y les advertí de que solo tenían cinco minutos. Diez, como mucho.

—Sí, sí, tranquila, no te entretenemos.

El Gordo llevó la iniciativa de la conversación, mientras que Alfon se limitó a asentir o a hacer algún apunte que apostillara y confirmara lo que el otro decía. Pese a ser el mejor amigo de David, el Gordo nunca me cayó especialmente bien. De hecho, creo que la animadversión era mutua, así que tuve que reconocer la lealtad que le guardaba a David al aceptar venir a departir con su odiada novia.

—El David me contó lo que pasó. La culpa es mía —dijo el Gordo.

—¿Cómo que tuya? —pregunté, suspicaz.

—Sí, porque él se quería recoger aquella noche, ¿sabes? Sé que estuvo contigo, celebrando lo de tu prima, que tú te fuiste y él se quedó. Estuvimos en un bar allí cerca de Torneo, y allí llegaron mi vecina y las amigas.

—Adela, ¿no? —pregunté.

—Sí —confirmó el Gordo.

Estuve a punto de decir “Adela, la comerrabos”, solo por molestar al Gordo por el cariño que le pudiera tener a la chica. Pero me contuve porque no era mi estilo ser tan soez. El Gordo prosiguió.

—David se quería recoger, como te digo. Yo dije de ir a casa de la abuela del Juanma, que allí ya sabes que nos juntamos a veces para jugar a la Play y eso, en San Jerónimo, para hacer botellona y eso.

—Sí —dije.

—Las amigas de la Adela dijeron que venían, pero la Adela decía que no, que no había salido de su casa para meterse en otra. Yo sé que a ella le gusta el David y, para quitármela de encima, le dije que se la llevara él. Porque además yo quería liarme con un amiga suya, ¿sabes?

No le pregunté si lo consiguió, porque la verdad es que me importaba bien poco.

—Es decir, que forzaste que ellos se quedaran juntos y solos, sabiendo que tu vecina quiere con David, y solo para poder irte tú a San Jerónimo e intentar llevarte al huerto a otra chavala. ¿Es eso lo que me estás diciendo? —pregunté, firme.

—Sí —reconoció el Gordo.

Tanto Alfon como él agacharon la cabeza, lo que a mí me hizo venirme arriba. Era momento de mover mi propia reina.

—¿Se puede decir que me debes una, Raúl? Por lo que hiciste, digo.

—Ehh… Sí. Dime qué puedo hacer, Lola. Porque te juro que estoy arrepentido.

Evité decirle que él no tenía la culpa de que Adela se hubiera lanzado sobre el pito de David como un buitre sobre la carroña, ni de que este hubiera accedido. Quería ver sufrir al Gordo un poco más.

—Lo único que quiero es que seas sincero, Raúl.

Me miró asustado, y yo sonreí para mis adentros.

—Adela estuvo en la fiesta de Nochevieja del año pasado, fue la única vez que la vi. Ese día y otro, hará unos cuantos meses, en Viapol. Me gritó que tuviera cuidado con no enganchar los cuernos en un árbol en mitad de la calle.

El Gordo no puso gesto de asombro, seguramente informado debidamente de aquel episodio. Pero cada vez parecía más asustado ante mi petición de sinceridad.

—Dime la verdad, Raúl. ¿Han tenido algo más, además de aquello? —pregunté.

—Ehhh —titubeó el amigo de David.

—Sé sincero. Me la debes.

El Gordo y Alfon se miraron, lo que para mí fue suficiente. Enfadada como estaba, les dije:

-Ya. Vuestra mirada lo dice todo. No hace falta que digáis nada más. Yo voy a seguir con mi trabajo.

Me levanté y les di la espalda, sin más despedidas.

—Espera, Lola, espera —dijo el Gordo.

Cuando me giré, dijo:

—Habla con David, por favor. Él está muy arrepentido, y yo, por la parte que me toca, también. Pero será sincero contigo y te lo dirá todo. De verdad.

—Ya veré lo que hago —dije, justo antes de girarme de nuevo para continuar mi camino.

El día que los amigos de David me visitaron en el hotel, no pasé la tarde de acá para allá para evitar ir directa a nuestro apartamento en Viapol. Me fui a casa directamente, donde sabía que estaría él. Estaba viendo la televisión y, al verme aparecer, se mostró sorprendido.

—Hola —dijo.

No le devolví el saludo. Comencé la discusión directamente.

—Deja de mandar soldaditos a tu guerra. Si quieres conseguir algo, vas a tener que ir al frente tú mismo.

—¿Cómo?

David se quedó descolocado con mi petición y el símil que usé, como si le hubiera pedido que resolviera una raíz cuadrada, así que me expliqué.

—El otro día vino a verme a tu madre y hoy han venido tu querido Gordo y Alfonso. Y todos te echan flores y dicen que estás arrepentido, que hable contigo y blablabla. ¿Por qué no hablas conmigo tú mismo?

—Lo he intentado varias veces y no has querido.

—Ya. Y fíjate qué interés tienes tú que ni te puedes quedar despierto un día hasta que yo llegue.

—No me atrevía, sé que estás muy enfadada. Y lo entiendo. ¿Podemos hablar ahora? Por favor.

—¿De qué? ¿Qué me vas a decir? Por el camino que has llevado hasta ahora, no me sorprendería que me dijeras que aquella zorra te violó.

David suspiró e ignoró mi agresividad.

—No, no voy a decir que me violó. Te lo diré todo. Te lo contaré todo de una vez. Se acabaron las mentiras.

Lo miré con suspicacia.

—¿Qué mentiras? —dije.

—He sido un gilipollas, Lola. No sé si después de tanto la relación se ha estacando o qué, pero todo esto me ha hecho darme cuenta de que te quiero. Te necesito en mi vida y quiero estar contigo. Solo contigo.

—¿Qué mentiras? —insistí, haciendo como que no había oído lo anterior. Pero sí, lo oí.

Él agachó la cabeza unos instantes, resignado y dispuesto por fin a contar la verdad y a aguantar como pudiera mi reacción. Deslizó la mano sobre el sofá para alcanzar el mando y apagar la televisión, y luego se levantó.

—No es verdad que solo fuera aquella vez, ni que ella me obligara. Fue ella quien me dijo que quería chupármela, pero yo nunca le dije que no lo hiciera.

Me estremecí. Me los imaginé a los dos en el coche compartiendo complicidad, riendo juntos y excitados. Me la imaginé a ella agachándose sobre su miembro con la devoción de quien hace una reverencia en la iglesia, y luego llevándoselo a su boca para iniciar el ritual que a él debía llevarlo al éxtasis. Y fue como si me apuñalaran.

—Qué asco me das.

Emprendí el camino hacia la habitación de invitados, en la que había estado durmiendo aquellos días. Cuando estaba a punto de cerrar la puerta, David la detuvo con el antebrazo.

—No, espera, Lola, por favor. Por favor, vamos a seguir hablando.

—Eres un cabrón y un hijo de puta.

—Sí, lo sé. Yo también me doy asco cuando lo pienso. Soy un puto cerdo que no fue capaz de aguantarse el calentón. Pero quiero explicártelo. Quiero decírtelo todo y, si después no quieres saber nada más de mí, te juro que me iré. No tendrás que volver a verme en esta casa, pero deja que sea sincero contigo por una vez.

No dije nada. Me senté en la cama sin mirarlo y aguardé su confesión.

—No era la primera que me iba con Ade… Con esa tía.

—Puedes decir su nombre, no es que la estés invocando como a Santa Begoña.

—Adela. No era la primera vez que me iba con Adela.

—¿Ah, no? —pregunté, mordaz.

—Tú tenías razón, estuve con ella en la fiesta de Nochevieja. Pero aquel día solo nos enrollamos. Estábamos borrachísimos. Estos quisieron ir a la Macarena a desayunar churros. Yo empecé a meterme con ella, más de cachondeo que otra cosa, pero la tía se dejó. Cuando sus amigas se iban, ella me dijo que por qué no la acercaba yo a su casa. Vive por detrás del hospital, la llevé y nos enrollamos. Por eso llegué tan tarde aquí.

Estaba tan furiosa que no sabía qué decir, pero notaba las lágrimas a punto de brotar, empujadas por la rabia. David prosiguió.

—Después, en marzo o así…

—Aquel día, cuando llegaste, quisiste hacerlo conmigo. Venías con el calentón de ella, ¿no?

David respiró hondo.

—Quería hacerlo contigo porque me sentía mal.

—Pues, para sentirte mal, me trataste como una mierda y te metiste con mi familia.

—Lo siento. Lo siento, de verdad. Yo…

—¿A qué te refieres cuando dices que os enrollasteis?

Me miró receloso. Sabía que no quería contestar a esa pregunta, pero me había dicho que me diría la verdad. No podía negarse.

—Nos liamos y… le metí la mano por debajo del jersey y de la falda. Le estuve tocando las tetas y el coño un rato, nada más. No se la metí.

Negué con la cabeza.

—“Nada más”. Qué cerdo eres —dije.

David se quedó en silencio.

—Entonces, ¿cuánto tiempo lleváis juntos? Porque estás con ella, ¿no?

—No, ¡qué va! ¿Cómo voy a estar yo con esa tía? Me he ido con ella un par de veces más. Le dijo al Gordo que yo le gustaba, y el cabrón le dijo: “Si tú consigues liarme con tu amiga Fefi, yo te lío con el David”. Es gilipollas, ya lo sabes.

—No. El gilipollas eres tú.

Aquello me pareció una chiquillada, pero no podía culpar al Gordo, que tenía el cerebro de un niño de cinco años. Sí que le afeé internamente la desfachatez de presentarte en mi hotel, en mi casa, para pedirme que perdonara a su amigo cuando él había intentado forzar su encuentro con Adela, solo por sacar tajada él mismo. Puede que se sintiera mal, después de todo, por mucho que no me tuviera en alta estima.

—Solo nos hemos visto un par de veces más. Una fue la del otro día, cuando nos vieron tu hermana y Víctor. La otra fue un día que hicimos botellona “ancá” la abuela, allí en San Jerónimo.

—Ese día, ¿te la follaste por fin? —inquirí.

David se tomó unos instantes antes de su última confesión.

—Sí —reconoció.

Los dos nos quedamos en silencio. Yo procesando la información, y él aguardando mi reacción.

—Te la cogiste en algún cuarto con una cama de mala muerte, con muelles y una colcha que no se cambia desde que vivía la abuela de Juanma, mientras tus amigos estaban en otra habitación.

—Sí. Fue asqueroso. Uno de los peores polvos que recuerdo en mi vida.

—Pobrecito —dije, mordaz.

David no dijo nada. Aguardó de nuevo mi reacción, encomendándose a todos los santos para que no fuera la peor. Yo me sentía tan devastada y humillada que quería vengarme, así que dije algo que, en realidad, no quería decir. Solo por hacerle daño.

—Mañana coges tus cosas y te vas de esta casa. No quiero cerdos aquí. Porque seguro que no es la primera vez que me pones los cuernos, y sigo pensando que tú has tenido algo más con esta tía.

—No, Lola. Te he dicho la verdad. Te juro que no te he mentido.

—Vete, anda, quítate de mi vista. No quiero ni verte.

Resignado, David enfiló el camino hacia la puerta, cabizbajo. En cuanto salió, grité:

—Cuando vuelva del hotel, ya no quiero que estés aquí.

Y, acto seguido, di un sonoro portazo.

Me metí en la cama llorando y me quedé dormida cuando el cansancio del llanto y del día agotador me dejaron rendida. A la mañana siguiente me despertó el móvil de David, avisándole de que era hora de empezar el día. También el rugido de mis tripas, que ni un tapa de mala muerte habían podido procesar la noche anterior.

Sentí a David moverse en la otra habitación y deseé con todas mis fuerzas que entrara en la que ocupaba yo. Que me dijera algo, algo más. Algo que a mí me permitiera recular sin tener que decirlo, que evitara que se marchara. Porque yo no quería que se marchara.

Creía que no lo haría. David no tenía esos detalles, no reparaba en esas necesidades de una pareja a la que, al menos de vez en cuando, le gustan unos arrumacos espontáneos, un “qué guapa estás” o un parco “te amo”. Pensaba que David atravesaría el pasillo hasta la puerta como cada mañana, sin que una punzada de pesar se asomara siquiera al pasar junto a mi habitación. No creí que le importara el hecho de que, si seguía mis férreas indicaciones, aquella había sido la última noche que pasaríamos bajo el mismo techo.

Para mi sorpresa, David llamó a la puerta e intentó accionar el pomo, pero descubrió que estaba echado el pestillo. “Mierda”, pensé. No me había acordado que, con el cabreo de la noche anterior, lo había cerrado. Levantarme ahora a quitarlo hubiera supuesto claudicar, y eso era demasiado. Él se fue sin insistir, y a mí me sobrevino la tristeza de pensar que sí, que aquel era el final definitivo.

Tampoco fui a casa de Sole ni de Sofi al volver del hotel aquel día. Fui directa al apartamento, en el que encontré a David haciendo la maleta en la habitación que solíamos compartir.

Al verme, dijo:

—Voy a empezar llevando ropa, pero estaré viniendo unos días para recoger lo demás. Es mucho.

Yo asentí sin hablar y desaparecí de su vista para sentarme en el sofá del salón, a mirar la televisión sin verla. En el fondo, deseaba que David no se hubiera rendido tan pronto. No podía hacer nada porque quien tenía que hacerlo era él, pero él tampoco parecía en disposición. Y sabía que, en cuanto atravesara esa puerta, habríamos puesto fin a nuestra historia tras seis años de relación.

Pero, como sucedió por la mañana, David volvió a sorprenderme. Vino al salón y, a su manera, intentó iniciar una conversación que poco a poco llevara a los derroteros de la nostalgia.

—¿Qué vamos a hacer con el piso? —preguntó.

—No lo sé. Asumiré lo que queda de hipoteca y te daré tu parte, supongo. Tendré que ir al banco a preguntar opciones. Dame unos días.

—Yo voy a casa de mis padres.

Asentí sin mirarle a la cara, como si me fuera indiferente su próximo paradero. Aunque la verdad es que en cierto modo lo compadecí, porque un piso pequeño en Rochelambert con la intensa de su madre y la calamidad que era su padre no era precisamente un paraíso.

—¿Podría…? ¿Podré venir de visita alguna vez? No sé, tomar café contigo, verte un rato.

—¿Quieres que seamos amigos? —pregunté, suspicaz.

—No. Pero es la única opción que me dejas. Bueno, ni siquiera sé si es una posibilidad para ti.

No contesté. David se giró hacia la puerta para continuar con su tarea y yo apreté los dientes, incapaz de decir nada, pero deseando que no se fuera. Volvió a sorprenderme cuando se volvió hacia mí.

—Lola, voy a echarte mucho de menos. He sido un gilipollas, y un cerdo, y un cabrón. No me merezco a alguien como tú. Pero he sido feliz aquí contigo.

Estaba a punto de romperme ante esa última declaración de amor, la que hacía demasiado tiempo que no oía. Pero no quise mostrarme vulnerable y continué con la estrategia del orgullo.

—Ya, ¿y ahora te das cuenta? ¿Ahora me lo dices?

—No te lo he dicho porque no soy así. No soy un romántico de esos, ni nada por el estilo, sé que soy bruto. Pero eso no quería decir que no lo sintiera.

Me quedé en silencio y sin mirarlo, pero él parecía ya dispuesto a vaciar su cargador in extremis. De nuevo, me sorprendió cuando se arrodilló frente a mí, puso sus manos en mis rodillas y me dijo suplicante:

—Lola, por favor, mírame. Por favor, no quiero despedirme así. Yo te quiero, siempre te he querido, yo…

El llanto de David me descompuso por completo. Apoyó su cara en mis rodillas, sus manos en mis muslos y lloró, abatido. Jamás lo había visto tan roto como en aquel momento, y me di cuenta de que era cierto lo que decía Charo. Aunque no las expresara, David experimentaba una gama de emociones más amplia que la simple alegría o el enfado.

Al constatarlo, se agolparon en mi mente los recuerdos de aquel David sensible que me conquistó. El que me mandaba mensajes a diario, el que hacía por verme, el que me buscaba con cualquier excusa. Recordé al David que quiso traerme a casa un sábado por la noche de hacía seis años, aguantó dos horas de conversación y se acercó a mí lentamente para besarme después de decirme lo guapa que estaba. Y, contagiada por sus propias lágrimas, yo también lloré por los años perdidos, por los restos de un amor descuidado y por su inminente marcha.

David me escuchó llorar, alzó la cabeza y puso su cara a la altura de la mía.

—No llores, por favor —me pidió.

Al hacerlo, retiró el pelo de mi cara con sus manos.

—Si tú lloras, yo no voy a poder parar.

David mantuvo las manos en mi pelo y usó los pulgares para secar mis lágrimas. Nos quedamos mirándonos entre sollozos, y fue entonces cuando me besó. Lo hizo con una delicadeza inusitada y con labios que sabían a agua y a sal. Lo hizo con cautela al principio, pero, al comprobar que yo no lo apartaba, se pegó más a mí y me abrió la boca con su lengua. Y fue entonces cuando cerró los ojos, enredó sus dedos en mi pelo, puso su pecho contra el mío y deseó que me dejara llevar. Y, por si tenía que despejar cualquier atisbo de duda, me susurró mientras descendía hasta mi cuello:

—Lola, mi vida. Te quiero. Te quiero más que a nada en el mundo.

Y yo me rendí. Enfundé el sable del orgullo, perdí entre los ángulos de nuestros cuerpos el puñal de mi enojo y me dejé hacer, me dejé hacer porque lo deseaba. Me empujó suavemente hacia un lado para que me tumbara y continuó besándome, con el ardor de quien ha echado de menos un cuerpo tan familiar que siente como suyo propio. Me desnudó poco a poco, llenando de besos cada uno de los rincones que dejaba al descubierto y que, a pesar de conocerlos bien, hacía tiempo no los exploraba. Se desnudó sin dejar de mirarme, con deseo, con las ganas de quien está aprovechando una última oportunidad.

Se colocó ante mi sexo para proporcionarme placer oral y yo, rendida como estaba, me dejé hacer con los ojos cerrados y la cabeza hacia atrás. Hasta que le dije:

—Ya, ya.

—Déjame, por favor. Déjame probarte por última vez.

Y continuó saboreando lo más hondo de mí, con las manos en mis caderas, hasta que se incorporó para penetrarme. Introdujo su miembro terso en mi vagina, bien lubricada por el deseo y por su propia saliva. Lo hizo mirándome a los ojos, no a los puntos muertos a los que solía mirar cuando lo hacíamos, evitando que el placer le hiciera apretar los párpados. Mirándome hasta que alcanzó el orgasmo, emitiendo los clásicos jadeos que el goce deja escapar de manera casi involuntaria. Y, una vez recuperó el aliento, me volvió a besar.

—Gracias, gracias por esto.

David fue tan cariñoso conmigo como al inicio de nuestra relación, como apenas lo recordaba. Consiguió perforar de nuevo mi corazón y hacerme jaque, así que, finalmente, claudiqué.

—No quiero que te vayas —dije, cuando aún estaba dentro de mí.

Me miró sorprendido.

—¿De verdad? —preguntó.

—Sí —confirmé.

Entonces se puso se pie, dejando entre mis muslos sus fluidos calientes, y comenzó a andar de un lado a otro del salón. Sonriendo, con alivio y regocijo.

—Dios, Lola. Uff… Madre mía, madre mía —repetía.

Volvió al sofá para llenarme la cara de besos.

—Gracias, gracias, gracias. Gracias, mi vida. Te quiero, te quiero.

Le aparté la cara con la mano y él se puso de pie.

—Espera. Esto no va a ser fácil. Tengo condiciones, ¿sabes? —dije.

—Dime. Lo que quieras. Lo que quieras.

—No quiero que te vuelvas a ver con ella nunca más.

—La tengo bloqueada de todo. Te lo puedo enseñar, mira.

—No, no hace falta —interrumpí.

—Vale, vale.

—Tampoco quiero que vuelvas a la casa de la abuela en San Jerónimo.

David lo pensó unos segundos. Era un punto de encuentro habitual con sus amigos, más aún en invierno. Le estaba vetando su zona cero.

—Va...Vale. Como tú quieras. Como tú quieras, de verdad.

—Y, cuando salgamos juntos y yo quiera recogerme, tú te vienes a casa conmigo.

—Sí. Tienes razón. Tienes razón, no debería dejarte volver sola.

Asentí.

—¿Alguna cosa más? —preguntó.

—No. Con eso es suficiente —dije.

—Entonces, ¿puedo deshacer la maleta?

—Sí.

—Vale, pues la deshago y te invito a cenar fuera.

Volvió a llenarme la cara de besos dándome las gracias y emitiendo promesas:

—Nos va a ir bien, ya verás, te juro que he cambiado. No te volveré a fallar. No te volveré a fallar nunca más.

Sé que la parte de la familia que estaba al tanto de lo sucedido, incluyendo a mi hermana, no aprobaba mi decisión. Ni siquiera lo hubiera visto con buenos ojos Lara, que siempre intentaba mostrarse empática conmigo. Ella no sabía nada, pero también notaba sus recelos hacia David. Sabía que le habían sentado mal algunos de los comentarios que mi novio había hecho durante la comida prenavideña, pero también sentía que David contaba con muchos menos esfuerzos empáticos de los que obtenía cualquier otra persona. Simplemente, no lo entendían. Ni a él, ni a su peculiar sentido del humor, ni a sus rudezas. Pero yo sí lo entendía. Sabía que era buena persona, pese a todo. Lo entendía, lo quería y era el hombre que había escogido para compartir mi vida. ¿Por qué no podía ser feliz con él?