Lola (7): ¿Luna de miel?

Capítulo 32 de Las rosas de Abril.

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Mi relación con David conoció una época dorada después de la reconciliación. No recordaba haber estado tan bien desde los primeros meses, luego terminé de convencerme de que a los dos se nos podía atribuir el haber descuidado la relación. Los dos habíamos estado muy acomodados en nuestras respectivas rutinas y confiábamos en que lo nuestro fuera bien por inercia. Por la fuerza de los años y el cariño que nos teníamos, nada más. Pero la crisis nos demostró que el amor es algo que hay que trabajar y construir día a día, y por entonces ambos parecíamos dispuestos a hacerlo.

Con idea de que sirviera a modo de transición entre el antes y el después, mi novio y yo nos escapamos un fin de semana a Granada. Hacía tiempo que no viajábamos juntos, y yo tenía muchas ganas de volver a la Alhambra. David no era muy dado a visitar monumentos ni dar largos paseos. Él prefería viajar con más gente, limitarse al breve recorrido obligado por el casco antiguo y luego sentarse en cualquier bar a comer y beber. Él lo llamaba turismo gastronómico. A mí no me gustaba pasar las horas y las horas en cualquier antro, por mucho que fueran vacaciones y hubiera que descansar, así que, en aquella ocasión, logramos encontrar un equilibrio por el que yo constaté que él se estaba esforzando.

Observé su cambio de actitud incluso en materia sexual. En una de aquellas noches, mi novio me estaba besando con una suavidad y una ternura que no recordaba. Me acariciaba la espalda mientras lo hacía y me susurró algún “Te quiero” de cuando en cuando. En algún momento, descendió por mi torso para colocarse ante mi vulva y lamerla con más entusiasmo del que acostumbraba. Pero, como siempre, tras unos minutos yo le pedí que me penetrara ya. Lo hizo, en la clásica posición del misionero, que era la que más nos gustaba a los dos.

Una vez alcanzó el orgasmo, se tumbó a mi lado y me preguntó:

—¿Por qué siempre me pides que pare cuando me bajo al pilón?

—Ehh… Bueno, no sé, porque veo que ya es suficiente.

—Pero no te corres, ¿no?

—No. Pero lo hago después, cuando me penetras, que me gusta más.

—Alguna vez querría que me dejaras seguir un poco más —dijo.

—Bueno, es que… me da un pelín de cosita, ¿sabes?

—¿Por qué?

—Pues no sé. Pero asomarme y ver una cabeza ahí, saliendo de entre mis piernas, tsss… No me gusta, ¿sabes?

David rio.

—¿Por qué no me habías dicho esto antes?

—No sé por qué, supongo que hablar de esto me da un poco de cosita.

—Bueno, pues a partir de ahora tenemos que hablar más de estas cosas. Porque creo que el sexo es importante.

—Vale —convine.

También hablamos sobre nosotros, claro. Nos comprometimos a intentar superar todo lo que había pasado y mirar hacia delante evitando caer en los mismos errores. Me complació saber que David tenía tan claro como yo el futuro y compartíamos visión sobre el estilo de vida que queríamos.

—Me equivoqué, pero siempre he tenido claro que quiero casarme y formar una familia. Contigo —me dijo en cierta ocasión. —Quiero decir, eso hoy día no todo el mundo lo tiene claro. Hay gente que va por ahí acostándose con unos y otros, que están más repasadas que una silla de montar. ¿Y para qué? Para coger fama, porque otra cosa… A ver, y no me refiero a nadie en concreto, ¿eh?

Supe que, al hacer el matiz, David se refería a Sole. No lo dijo expresamente, ni sé si le hubiera reprobado el haberlo hecho. Pero mi hermana se había demostrado inusualmente comprensiva durante nuestra pseudoruptura y la reconciliación, a pesar de haber sido testigo directo de unos cuernos bastante gráficos y desagradables. Ella hacía esfuerzos por entenderme a mí y yo quería hacer lo mismo con ella.

Siempre había pensado que Sole andaba coleccionando nombres en una larga lista de conquistas por miedo. Porque no quería exponerse a que le rompieran el corazón. Ponía en duda que nunca se hubiera enamorado, como ella misma se jactaba de recordar de cuando en cuando. Lo que no contaba cuando lo hacía era que, con 16 años, comenzó a salir con un chico de Santa Justa muy popular, porque era la estrella del equipo juvenil de la AD Nervión y, por entonces, jugaba en la Regional Preferente Juvenil. Con él fue su primera vez, con solo 16 años. A mí tardó mucho en contármelo, por miedo a que me chivara a mis padres, pero Sofi acabó revelándomelo en riguroso secreto cuando el chico le rompió el corazón. Mi hermana andaba taciturna a todas horas, recluida en una habitación que antes solo pisaba para dormir y despachar deberes con prisas, porque le encantaba la calle. Y, como insistí a mi prima para que me dijera de qué iba aquello, terminó explicándome que había mantenido relaciones con el chico solo dos meses después de empezar con él, y que la dejó por una amiga suya del instituto dos semanas después. Estaba segura de que mi hermana se había acostado con él más por complacerlo que otra cosa, y que luego comenzó su propia cruzada contra los hombres usándolos como meros muñecos hinchables.

La demostración de que Sole no estaba blindada ante los flechazos de Cupido, como ella se empeñaba en hacer ver, es que aquella primavera se enamoró hasta las trancas. Creo que jamás me había pasado dos semanas seguidas sin ver a mi hermana hasta que comenzó su relación con Arturo. A los dos se les veía ilusionados y a mí él me parecía buen chico, aunque no quería encariñarme mucho. Me costaba visualizar a Sole en una relación duradera como la mía con David.

Lara hizo una breve visita a Sevilla a mediados de abril, antes de viajar a Alemania para asistir al torneo de Stuttgart. Mi prima y yo manteníamos un contacto directo muy frecuente para que ella estuviera al día sobre temas del hotel, y para que yo pudiera hacerle ciertas consultas y peticiones relacionadas con su gestión. Había habido cambios desde la última vez que vino, así que, a modo de actualización, le hice una visita guiada uno de aquellos días por todas las instalaciones.

Aproveché para presentarle al personal que estaba de turno en aquel momento. Lara tenía un don especial para mostrarse cercana y natural, y aquello venía muy bien para hacer equipo. Con tanto éxito y fama como tenía por entonces, a los miembros de la plantilla no solo les gustaba saber que trabajaban para ella, sino que podían tener ocasión de verla y tratar con ella como una más de vez en cuando.

—Mira, ellos son dos de los trabajadores de recepción, Gonzalo y Jessi. Son tres, se van turnando. Jessi es la responsable de este área —expliqué a mi prima.

—¿Qué tal es el trabajo aquí? Porque piso mucho hoteles, pero nunca tengo ocasión de preguntar, con tantas prisas que llevo siempre, y la verdad es que me da curiosidad. Pasa mucha gente por aquí y debéis de tener muchas anécdotas que contar, ¿no? —preguntó a Jessi.

—¡Uf! Anécdotas muchísimas. Aquí todos los días pasa algo, prácticamente.

—¿Sí? ¿Qué cosas pasan?

—Pues mira, la semana pasada tuvimos aquí a una pareja de alemanes jóvenes. Hicieron check-in, subieron y luego bajaron con toallas, ropa de baño y chanclas. Cuando fui a decirles por dónde podían salir a la piscina, que ha abierto ahora a principios de abril, me dijeron que gracias, pero que iban a la playa, que por dónde tenían que caminar para ir.

—¡Ostras! —exclamó Lara, riendo.

—Luego también el invierno pasado se formó revuelo aquí, ¿te acuerdas, Lola? Porque uno de los huéspedes dijo que habían llamado a su puerta una noche y, cuando salió a ver quién era, no había nadie. Su habitación estaba al final del pasillo y él decía que era imposible que quien llamó hubiera llegado al ascensor o la escalera en el tiempo que él tardó en abrir.

—A lo mejor fue alguien de las habitaciones contiguas —dijo Lara.

—Eso le dijimos nosotros, pero dijo que no, que no oyó ninguna puerta abrirse ni cerrarse. Lo cierto es que su habitación era la última y de la justamente anterior habían hecho check-out por la mañana.

—Joder, qué miedo. ¿Creía que era un fantasma o qué?

—No lo llegó a decir, pero exigió un cambio de habitación y se lo hicimos.

—Madre mía —exclamó mi prima.

—La verdad es que hay anécdotas que no son tan graciosas. El otro día tuvimos que llamar a Seguridad porque un inglés se puso orinar en aquella maceta —dijo Jessi, señalando una de las que quedaban en la sala de estar, junto a la recepción.

—Joder, qué cerda es alguna gente —afirmó mi prima, intentando mostrarse empática.

—Sí. Lo peor fue que Brian, el otro chico que trabaja aquí, en la recepción, fue a pedirle que por favor dejara de hacerlo. El tío se giró y le meó los bajos de los pantalones y los zapatos.

—¿En serio? Qué cabrón y qué cerdo.

—Pero vamos, yo creo que lo peor que hemos vivido es lo de la chica esa que se rajó con los cristales de la mesa cuando estaba manteniendo relaciones encima con su novio.

—¡Ah, sí, sí! —dijo Lara. —Me acuerdo de eso. ¿Supiste algo más de ellos, Lola?

—Pues nada, ella envió flores al hotel, como te dije, y también escribió una reseña muy bonita.

—¡Qué bien! Se les veía buena gente, pobre chicos.

Mi prima me insistía en que la tuviera siempre informada de lo que aconteciera en el hotel, y que no temiera sobrecargarme, que ella ya sabía en qué se metía cuando me propuso hacernos con él. Lo cierto es que era un alojamiento enorme: 10 plantas, 365 habitaciones, cafetería, restaurante, un pequeño spa, gimnasio, sala para banquetes, salón para conferencias, zonas comunes y piscina exterior, que abría desde abril hasta octubre. Un lugar que generaba una ingente cantidad de trabajo y con el que me llevó muchas horas hacerme.

Fue el director general de Solcaja, una entidad financiera muy conocida en Andalucía, quien informó a la familia de Lara sobre su disponibilidad. La cadena que lo explotaba quebró durante la crisis económica de 2008 y los años posteriores, así que lo tuvo que malvender. La entidad se prestó a financiar casi la mitad, y el resto lo abonó Lara al contado. Pero, antes de dar el sí definitivo, me dijo que, si lo hacía, era conmigo. Le dije que sí tras pensarlo mucho, pero para mí se quedan los meses que pasé preparándolo todo: supervisión de las tareas de puesta a punto, trámites burocráticos, búsqueda de personal y contrataciones… Mereció la pena porque meses después no solo me sentía como pez en el agua, sino que me encantaba lo que hacía.

Por aquella época no solo intentaba mantener un nivel de trabajo óptimo, sino motivar un cambio físico que me hiciera verme y sentirme de otra forma. Siempre había tenido caderas, algo que era marca de la casa. La propia Lara y Sole también contaban con curvas de serie, pero sus cuidados de la alimentación y sus rutinas deportivas ineludibles, que además conformaban el estilo de vida de mi prima, les hacían lucir siluetas esbeltas muy femeninas. Sofi, por su parte, era de complexión delgada.

Durante mi enésimo intento de comenzar una dieta que motivara el cambio definitivo para bajar de la 44, junto al firme propósito de salir a caminar una hora al día, Sara me pidió que la acompañara al centro comercial para buscar un atuendo. Mi amiga viajaría a Barcelona el siguiente fin de semana para participar en un congreso con el bufete de abogados para el que trabajaba, y quería estar impecable. No me costó aceptar porque Sara no disfrutaba especialmente las compras en tiendas de moda. Para ella no iban más allá del puro trámite y solía decidirse pronto, así que sabía que no me tendría de acá para allá hasta las tantas como sí hubiera hecho Sole.

Media hora tardamos en reunir las prendas cruciales de su outfit, no más. Pero, antes de buscar los complementos, mi amiga sugirió que nos detuviéramos a tomar café.

—Tía, me muero del hambre, he comido poco. Me voy a pedir unas tortitas con su nata y su todo. ¿Tú quieres?

—No. Estoy a dieta.

Probablemente cualquiera de las otras hubiera dicho algo similar a: “¿Otra vez? Déjate de tonterías, que la vida es una”. Pero Sara no. Y era curioso, porque, según los cánones estéticos imperantes, mi amiga tenía claro exceso de volumen. Sara era poseedora de unas prominentes caderas y una cintura estrecha que le dibujaba una silueta sinuosa, aun sin demasiado pecho. Había pasado media vida merendando manzanas y conformándose con comer en algo poco más grande que un platito de postre, presionada por su madre. Pero en algún momento dejó de pelearse con ella misma y decidió que lo mejor era potenciar los encantos que sí poseía, independientemente de lo que dictaran los cánones.

Y los tenía, sí. Los pantalones y las faldas de talle alto de la talla 48 en los que se embutía potenciaban sus curvas, pero lo que de verdad resultaba interesante en Sara era su actitud. Su manera de ser y de actuar eran lo sexy, y conseguía proyectarlo a través de todo su ser. Hasta el punto de que Sofi había bromeado con que, de las amigas, si le tuviera que dar a alguna sería a ella (me refiero a sexualmente y obviando el parentesco que le unía a Sole a y mí). Sara era carismática, inteligente y tenía principios. Su ética motivaba que acudiéramos a ella cuando nos debatíamos en algún conflicto interno, y ella daba su opinión con empatía y sin juzgar. Primero pensaba y luego hablaba, lo que no hacíamos las demás. Lo que, en realidad, muy poca gente hace.

Pensé en ello mientras esperábamos la comanda y luego, mientras mi amiga degustaba su calórico tentempié. No pude evitarlo y le dije:

—Joder, me gustaría tener tan pocos complejos como tienes tú, Sara, de verdad.

Mi amiga sonrió.

—No te creas que no me rayo a veces, ¿eh? Esto va por días. Hay días que te sientes una diva y otros que ni el estilista de Audrey Hepburn te evitaría verte como un cayo malayo.

—Yo no me siento diva ningún día, la verdad —reconocí.

—Pues es cuestión de que te lo propongas, Lola. Quiero decir, de que lo fijes como objetivo. Mira, sé que estás a dieta, e intentando bajar de peso, pero el camino tiene dos vías paralelas y tienes que ir cambiando de acera. Por un lado, puedes trabajar un cambio. Pero, por otro, tienes que empezar a aceptarte. Porque, de lo contrario, vas a supeditar tu felicidad a ver ese cambio.

—Ya. Pero es difícil.

—Sí. Pero no te recomiendo vivir pensando que, en parte, tu felicidad depende de alcanzar una talla u otra.

—Pues sí, eso es verdad.

—Ya te digo que es cuestión de que te fijes como objetivo la aceptación. Y empieces a implementar pequeños hábitos que te ayuden a conseguirlo.

—¿Qué hábitos? ¿Me podrías decir algún ejemplo?

—Pues no sé si a ti te pasa, pero yo he llegado a odiar tanto mi cuerpo que evitaba a toda costa mirarlo. En la casa de mis padres, la mampara de la ducha tenía espejo. Mientras me secaba la dejaba corrida para no tener que verme ni sin querer, ¿sabes?

—Vaya —exclamé.

—Sí. Poco a poco he ido leyendo en foros de psiconutrición y eso. Una vez leí a una chica a la que le pasaba lo mismo que a mí, y una psicóloga especialista le aconsejaba hacer esos pequeños cambios que te digo para reconciliarse con ella misma. Son gestos pequeños, como ponerte crema hidratante y recrearte en cada parte mientras lo haces.

—Ya veo.

—Yo, en algún momento de ese proceso, me hice fotos desnuda, ¿sabes?

—¿En serio? —pregunté.

—Sí. Pero a ver, hay otras cosas quizás menos… mmm… impactantes que hacer antes. El caso es que fui implementando pequeños cambios y, cuando llegué al momento de las fotos, me gustó lo que vi. Me veía bien, me veía yo. Y te juro que es una sensación brutal esa, Lola, la de gustarte y quererte. Créeme, sé de lo que hablo.

—Claro, claro.

—Yo me siento mucho más capaz de todo desde que empecé a cuidar mi autoestima. Es que parece una tontería, pero no gustarte implica evitar cosas como pasar una tarde en la piscina con las amigas. Bueno, menos que eso. Yo he llegado a irme a casa un sábado por la noche por sentir que era la gorda del grupo y que todo el mundo me miraba preguntándose cómo vosotras salíais conmigo.

—Tía, ¿qué dices? Pero si nos encanta estar contigo.

—Gracias. Pero eso es ahora, cuando he logrado aceptarme. Desinhibirte hace que seas más tú. Por eso os encanto, que ya lo sé —dijo mi amiga, irónica pero certera. —Pero sin haber hecho ese proceso, yo no sería la Sara que conocéis.

—Entiendo.

Mi amiga tenía razón. Era una conversación como aquella la que necesitaba, no otra más sobre dietas, calorías y tipos de ejercicio, que hasta ahora era lo único que me habían dado Lara y Sole. Ellas aportaron una información valiosa, pero la de Sara lo era incluso más.

No fui la única a la que invitó a reflexionar aquel día. Estando aún en el centro comercial, Sofi nos llamó para unirse y contarnos un encuentro reciente con una chica que resultó ser trans. Quería conocer la opinión de Sara, así que el café se alargó.

Mi prima nos describió una situación que, para mí, era del todo insólita. No es solo que no hubiera vivido nada parecido, sino que, en mi mente, aquello no entraba como posibilidad real fuera de chistes, memes y cuplés de Carnaval. Tras la narración de Sofi entendí que esos supuestos chascarrillos, con los que yo misma me había reído, no tenían ninguna gracia.

Mientras yo negaba con la cabeza y bufaba, Sara asentía, apostillaba alguna frase y preguntaba con el único objetivo de seguirla. Mi prima se esforzó por intentar recordarlo todo y no dejarse atrás nada importante, hasta que, cuando concluyó, Sara emitió un parco “Vale”, se mordió el labio en actitud reflexiva y se tomó unos segundos para contestar.

—A ver, el tono estuvo fuera de lugar, y algunas de las cosas que te dijo también. Pero, en parte, veo comprensible lo que te estaba diciendo —dijo finalmente.

Sofi y yo la miramos con expectación, esperando a que desarrollara. La idea que me había quedado después del relato de mi prima era que sí, que a Melisa le molestó quedarse sin tener relaciones. Que tenía que entender a Sofi y no lo hizo. Pero Sara me indujo a tomar otro punto de vista.

—Tú tienes derecho a no querer tener relaciones con alguien con pito, eso está claro. Pero a ti te gustó la tía. Solo la rechazaste cuando viste que, en lugar de chocho, le colgaba una polla. O lo imaginaste, una vez te lo dijo. Porque a ti, y a todas, en clase de biología nos han enseñado que niños, pene; niñas, vagina. Otra cosa no te cuadra.

—¿Y ahora resulta que no es así? —pregunté, desconcertada.

—A ver, esto es complicado. He tratado el asunto hace poco con una compañera, a cuenta de un debate que está ahora candente dentro del feminismo. Que una persona tenga pene o vagina es sexo, biología. Pero que sea niño o niña es género, y eso ya sí que es una construcción social. Naces con pene, te dicen niño, te ponen nombre de niño y te dan pelotas, trenecitos y cosas que se entiende que son de niños. Naces con vagina, dicen que eres niña, te ponen nombre de niña y te visten de princesita. Y te oprimen y te dan un trato desigual, eso también. ¿Me explico bien?

—Sí —contestamos Sofi y yo.

—Bien. Melisa quería invitarte a cuestionar esa dualidad como algo estático e irreversible, porque hay gente que no se identifica con esa construcción. Peor aún, le afecta negativamente esa construcción. Ella quería que vieras que hay más posibilidades.

—Y, como no lo he hecho, soy tránsfoba —se lamentó Sofi.

—Ella entiende que sí, pero el tema es delicado, tiene mucho debate y yo no estoy formada en eso. Solo quiero entender por qué te dijo lo que te dijo. También te hizo ver indirectamente que no es tu culpa, ¿no? Es de la sociedad, que no se ha preocupado por darle visibilidad a esas otras realidades.

—Pero es que ¿cuántas personas puede haber con ese problema? ¡No podemos saberlo todo! —intervine.

—Las que sean, Lola, personas son. ¿Ahora tenemos que ignorar a las minorías?

—No, ignorarlas no. Pero que esto tiene su proceso —dijo Sofi.

—Claro. Y ella lo que quería es que tú comenzaras a cuestionarte cosas para iniciar el camino. Ya digo, a lo mejor no en las mejores formas, pero bueno, te ayudó a reflexionar igualmente. Mira, tú tienes en la cabeza una idea muy asentada, como cualquiera: “Si tiene género femenino, entonces tiene sexo femenino”. O “si parece una mujer, debe de tener coño”. Rechazaste un cuerpo porque no se corresponde con esa idea, luego tuviste un comportamiento tránsfobo, según Melisa. Ignoraste otras realidades.

—Ya, ya entiendo —dijo Sofi. —Joder, pero hay que desaprender mucho para llegar a ese punto. Y aún así podría no querer chupar, tocar o meterme una polla, independientemente de en qué cuerpo esté.

—Ya, por eso digo que el debate tiene muchas aristas. Y hay que estar muy deconstruída, que se dice, y eso es difícil. Es algo que he aprendido en el bufete, lo silenciadas que están las minorías. Hay cosas que ni siquiera nos planteamos, porque no las vivimos. Pero, cuando nos las cuentan, lo mínimo que podemos hacer es escuchar. Tú misma, Sofi, tú has vivido cosas que el resto del grupo no. Pues igual ella. Tu ligue, digo.

—Ya, eso es verdad.

—Mira, yo desde que entré a trabajar en el bufete, tengo algo claro. Si alguien me dice que soy racista, machista, xenófoba o lo que sea, lo único que puedo hacer es decir: “No quiero serlo, pero es muy posible que lo sea por la educación social que he recibido”. Y, después, le pregunto a la persona que me lo ha dicho por qué lo soy para cuestionarme e intentar aprender. Tú ahí lo hiciste bien, Sofi, así que no te sientas mal.

—Ya —apostilló mi prima.

Eran más de las 20 h cuando por fin logramos componer el look completo de Sara, con el que predijimos que triunfaría en su cita profesional. Se me ocurrió llamar a David para preguntarle si me pasaba a por algo para cenar, aunque dispuesta a optar por alguna opción fit para mí.

—¿Ya habéis terminado? ¿No cenas con tu amiga? —me preguntó por teléfono.

—No. Estamos Sofi, Sara y yo, pero nos vamos ya. Solo es lunes, no podemos andar todos los días gastando.

—Ehhh, vale, pues es que yo… Bueno, es que he venido a casa de mis padres, ¿sabes? No sé cuándo terminaré, pero a la cena no creo que llegue. Mañana, si quieres, bajo yo a por algo.

—Vale.

Mi novio podría haber dicho que estaba tomando algo con el Gordo, el Alfon, el Juanma o cualquier otro amigo suyo en cualquier bar. Podría haber dicho que había habido un problema de mantenimiento en la finca y se tenía que quedar más tiempo trabajando. O que se iba a la cama pronto porque estaba cansado y ya se estaba preparando cualquier cosa en casa. Pero no. Dijo que estaba en casa de sus padres, lo que, en los dos años y medio que llevábamos independizados, solo había sucedido dos veces. Dos. El trato con su padre era prácticamente nulo y, para ver a su madre, siempre era ella la que se acercaba a casa o cualquier punto intermedio entre Rochelambert y Viapol. A veces iba también su hermana, pues de lo contrario solo la veía en eventos familiares.

Escamada como estaba después de la infidelidad, tuve un pálpito. Pensé que David no estaba en casa de sus padres, sino en San Jerónimo, en esa casa desocupada que frecuentaba con sus amigos, donde consumó una de sus infidelidades. La misma que rondaban personas con las que le había pedido expresamente que no se volviera a ver. El mismo sitio al que le pedí que evitara ir.

—Sara, ¿te puedo pedir un favor? —pedí a mi amiga cuando colgué el teléfono, tras pensarlo unos instantes.

—Dime.

—¿Podríamos acercarnos a San Jerónimo?

Mi amiga vivía en los Bermejales, en la otra punta de Sevilla, pero cuando vio mi cara de preocupación y le expliqué lo que pasaba, accedió.

—A mí no me importa ir, pero, ¿te haces a la idea de que puede que esté allí? ¿Estás preparada para confirmarlo?

—Después de saber que otra se la ha chupado mientras conducía, y que era la tercera vez que se iba con ella, estoy preparada para todo —dije con amarga ironía, lo que provocó que Sara y Sofi me dedicaran miradas compasivas.

—Yo voy con vosotras —dijo mi prima.

Las tres emprendimos el camino en silencio. En la radio sonaban los 40 Principales porque ninguna de las tres quería hablar. Mis amigas por evitar preguntarme hasta cuándo pensaba aguantar, y yo para evitar compartir temores que constataran lo estúpida que había sido al volver a confiar en David.

Yo no estaba muy segura de dónde estaba la casa, porque solo había estado allí una vez. Sara conducía a través de una avenida amplia y, más por instinto que otra cosa, le pedí que girara a la derecha. Después que si esta calle no era, a lo mejor era la otra, no me acuerdo, vuelve a salir a la avenida y otras indicaciones erráticas con las que temí agotar la paciencia de mi amiga. Hasta que, por fin, pasamos junto a un colegio.

—Ya, ya me acuerdo. Era una de estas calles. Sigue por aquí.

Sara condujo por una calle de casas adosadas mientras yo hacía esfuerzos por que me sonara alguna esquina, algún color peculiar en una casa o alguna pintada en la pared que me diera la pista que buscaba. Cuando nos estábamos alejando otra vez de la zona, dije:

—Tss… Joder, no me acuerdo de qué casa es.

—Espera, ¿no es ese su coche? —preguntó Sofi de repente.

Efectivamente, a solo unos metros de distancia había un Seat León negro exactamente igual que el de David. Sara condujo despacio hasta quedar a su altura, de manera que pudiera ver el interior, lo que no dejó lugar a dudas. No creo que hubiera en aquel barrio muchos Seat León con un cazasueños negro colgado del espejo retrovisor del interior. Suspiré, resignada.

—Sí, es su coche. Bueno, pues nada, ya sé lo que quería saber. Vámonos.

Mis amigas no discutieron mi decisión. Sara me puso una mano en la rodilla, y Sofi me acarició un hombro a la vez que susurraba:

—Joder, prima.

Dejamos a Sofi en Resolana y Sara me dejó justo en mi portal, en Viapol.

—¿Seguro que no necesitas nada más? —me preguntó.

—No, de verdad. Ya has hecho bastante —dije.

Entre las emociones que recuerdo estar sintiendo en aquel momento, no identifico la decepción, la angustia o la tristeza. Recuerdo una peor: la resignación. El saber que David podría hacerme todo lo que quisiera desde el momento en que me fue infiel, porque había puesto muy alto el listón de la desfachatez y la falta de respeto. Nada podía ser peor que acostarse con otra o magrearla tres veces teniendo novia. David tenía barra libre de desvergüenza, y yo sentí que no sería capaz de alejarme hiciera lo que hiciera.

Llegó a casa pasadas las 23 h, y yo lo esperaba sentada en el sofá. Probablemente, como su madre había esperado cientos de veces a que su padre volviera a casa borracho.

—Hola —saludó al verme.

—¿De dónde vienes? —pregunté, directa.

—Ya te dije que…

—No. No vienes de allí. No tengas la poca vergüenza de mentirme otra vez.

David me miró contrariado, pero yo no mudé el gesto. Solo esperé desafiante a que comenzara a explicarse, aunque sin intención de dejar que lo hiciera.

—A ver, salí de trabajar y el Alfon…

—No me cuentes películas. Que dónde estabas.

—Si me preguntas, es por que ya lo sabes. Aunque me gustaría saber cómo lo sabes, pero bueno…

—¿No te pedí que no fueras a ese sitio? ¿No fue esa una de mis condiciones para no terminar contigo?

David suspiró y agachó brevemente la cabeza.

—Sí, estaba en casa de la abuela. Hemos ido porque, por lo visto, el Sito se está metiendo otra vez. Y hemos estado hablando de a ver cómo lo ayudamos.

Su amigo Jesús, apodado Sito, llevaba a sus espaldas un largo y aciago idilio con las drogas. Comenzó de adolescente, cuando aún iba al instituto. Al principio unas rayas de coca los sábados, que pronto pasaron a domingos y viernes, y a cualquier hora de cualquier día de la semana. Con ayuda de su familia y sus amigos, intentó por todas las vías posibles salir de la adicción, incluso yéndose a Madrid una larga temporada para ingresar en un centro de rehabilitación lejos de su gente. Así evitaría el alcohol y las fiestas, que siempre le incitaban a recurrir a la cocaína o, ya por último, también el MDA.

Sentí lástima por Jesús. Fue uno de los primeros que conocí cuando empecé con David y, aunque ya por entonces se metía, siempre era amable conmigo y tenía un excelente sentido del humor. Lo veía como una víctima. Había andado con malas compañías, tanto otros amigos de David como personas externas al grupo, pero ninguno había caído en las profundidades de la adicción tan hondo como él. Todos se aprovecharon de su compañía, todos lo usaron para pasar un rato de colocón. Pero luego cada uno era capaz de seguir su vida, con novia, trabajo o estudios y familia. Y mientras a él, que además tenía escasas motivaciones, cada vez le costaba más separar responsabilidades y rutinas de ratos de enredo.

Quizás David leyó en mis ojos algo de empatía, porque se apresuró a decir:

—Me da mucha pena, Lola, y por eso he ido. Lo siento. Por lo visto, lo vieron el otro día salir de un sitio en el que solía pillar.

Me quedé en silencio pensando en la cantidad de gente que había atrapada en ese laberinto capaz de ejercer una fuerza centrípeta que arrastraba y destrozaba a familias enteras. Y muchos comenzaban así, con tiritos tontos los fines de semana.

—Lola, yo entiendo por qué no quieres que vaya a ese sitio. Lo entiendo. Porque además de cometer uno de mis errores allí, ahora mismo no puedes ver a muchos de mis amigos porque lo supieron y se callaron. Pero me pediste mucho. Es allí donde se juntan, ¿qué hago? ¿Me aparto de ellos?

—Puede que sí, que te pidiera demasiado. Que estuviera siendo irracional. Pero, si era así, me lo podías haber dicho. Si no en el momento, días después, cuando lo pensaras mejor. No lo hiciste, y otra vez me has mentido, que es la cuestión. ¿Cómo quieres que vuelve a confiar en ti así?

—Ya, ya, te entiendo. Te lo pensaba decir, te lo juro. A lo mejor que había ido no, pero sí que pensaba ir.

No miraba a David, así que él se puso de rodillas delante de mí, como el día que casi deja la casa.

—Perdóname, por favor.

Lo miré un segundo, otra vez con resignación, momento que él aprovechó para besarme.

—No más mentiras, ¿vale?

No dije nada, solo me quedé observándolo hasta que el me dio la mano para guiarme hasta la habitación.

—Vamos a dormir, anda —dijo.

Me estuvo hablando de Sito hasta que apagamos la luz, intentando que entendiera la preocupación del grupo y cómo se solidarizaba con su amigo. Después se durmió, abrazándome, mientras en mi cabeza no dejaba de resonar una frase que ya había oído antes: “No más mentiras”.