Lola (8): Operación Postcretino

Capítulo 37 de Las rosas de Abril.

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No puedo empezar a describir cómo me sentí cuando supe que tenía clamidia. Ni siquiera soy capaz de identificar con claridad todo lo que experimenté cuando, en aquella clínica de Ginecología, la doctora Gema Tarrés me detalló mi diagnóstico con un tono indulgente. Me quedé tan pasmada que no pude articular palabra durante minutos enteros, ni contestar a las preguntas de la doctora que, simplemente, se esforzaba por hacer su trabajo.

—Te voy a recetar antibióticos, ¿vale? Doxiciclina, dos tomas durante siete días. Y también azitromicina, una única dosis. En unos días estarás bien, sino te…

—Doctora, ¿me podría decir cómo me he podido contagiar de clamidia? —interrumpí, saliendo por fin del estado de shock.

Ella suspiró y, con su gesto, me trasladó que la respuesta no me iba a gustar.

—La clamidia se contagia durante el contacto sexual —respondió, escueta y profesional, intentando trasladar un tono neutro. —Puede ser por vía oral, anal o vaginal.

—¿Es una enfermedad de transmisión sexual? —pregunté, para estar segura.

Ella asintió.

Apoyé el codo en la mesa de su consulta para pasarme los dedos por las sienes e intentar procesar aquello. Suponía mucho más que el mero contagio. Tener clamidia no solo implicaba saber que una bacteria hacía de las suyas en mi organismo, sino que mi relación era, en sí misma, una enfermedad. Antes de tomar una decisión precipitada, quise despejar dudas.

—Yo le había dicho que tenía una relación estable, ¿verdad? Desde hace seis años. Y que él es el único con quien mantengo relaciones íntimas.

La doctora volvió a asentir, esta vez lentamente, esperando que fuera yo sola quien atara cabos.

—Ha sido él quien me lo ha pegado, ¿verdad?

Gema Tarrés volvió a actuar con suma profesionalidad al dar su respuesta:

—Sin más datos, no puedo emitir un juicio médico concluyente sobre la fuente de infección. Pero si es una enfermedad de transmisión sexual y usted solo tiene relaciones con una única persona…

Sustituyó la última parte de la frase con un levantamiento de cejas muy elocuente, y a mí se me puso un nudo en la garganta. Por la preocupación de no saber cómo acabaría aquel episodio, ni cómo afectaría a mi salud. Por la rabia, la tristeza y la frustración de constatar lo estúpida que había sido al volver con David y confiar en él. Pero, antes de proseguir, voy a contarlo todo desde el principio.

Hacía unos meses que Juanma, uno de los mejores amigos de David, le pidió matrimonio a su novia, Trini. Llevaban juntos cuatro años y se habían comprado una casa en Pino Montano, donde convivían desde hacía algo más de un año. Yo acababa de retomar mi relación con David después de nuestra crisis por su infidelidad y, aunque al principio no me provocó ni frío ni calor saber que Juanma y Trini se casaban, pronto se me contagió la ilusión. No tanto por ellos, con los que mi relación era más bien distante, sino porque a lo mejor David se animaba por fin a pedírmelo. Y, de paso, a dejar atrás sus cuestionables acciones y comprometerse del todo y en exclusiva conmigo.

La pareja iba a contraer matrimonio en octubre de aquel año y, siendo el primer amigo que se casaba, el grupo programó todo un calendario de celebraciones a modo de despedidas de soltero. La primera tuvo lugar un fin de semana de mayo, poco después de que yo volviera de ver a Lara en París con Sole y Sofi. Según me contó David, no sería demasiada tralla. Cenarían en Triana, se tomarían una primera copa en Colón y luego tenían reservado en una discoteca del centro. La “fiesta gorda”, como él decía, la tendrían en verano en algún lugar de la costa andaluza que aún estaba por determinar.

David estuvo especialmente animado y cariñoso conmigo al día siguiente. En lugar de dormir la mona hasta las tantas, como hacía cualquier domingo de resaca, se levantó a una hora decente y fuimos a almorzar a Salteras con su familia. Por el camino me fue contando, entusiasmado, todo lo que había hecho la noche anterior.

—Tenías que haber visto al Gordo queriendo ponerse fino con la Relaciones Públicas de La Pinta, que no nos dejaba entrar. Va y le pregunta que si es que hay mucha gente dentro, aquella le dice que no sabe si vamos a poder entrar en algún momento de la noche sin reserva, y el Gordo suelta: “Usted, no ha respuesto a mi pregunta”. El Alfon se tiró al suelo de la risa.

Ni me iban ni me venían las movidas de sus amigos, pero supuse que él estaba entusiasmado por Juanma. A mí aún no se me había casado ninguna de mis íntimas, y asumí que estaría tan ilusionada como él cuando lo anunciara la primera. En algún momento incluso intuí que pudiera ser yo quien iniciara el periplo de enlaces, por algún comentario que David me hizo.

—Desde luego, cuando tú y yo nos casemos, no será en un salón tan cutre y donde ponen comida que no es ni de venta de carretera —dijo.

Tan eufórico estaba mi novio aquel domingo que, después del almuerzo, hicimos el amor dos veces. Había logrado transmitirme su buen humor, así que puedo decir que disfruté aquellas relaciones. Compartimos una complicidad que ahora entiendo que no era más que un espejismo, pero que, por un instante, me hizo feliz. Motivó que sintiera ilusión y que despejara algunas dudas que venía arrastrando sobre mi relación.

Unos ocho días después de aquel domingo, comencé a tener unos leves síntomas. Al principio fue un poco de dolor cuando iba al baño, a lo que no quise dar mucha importancia. Mi hermana me recomendó unas pastillas sin receta para tratar la cistitis, aunque lo cierto es que me hicieron poco efecto.

Poco después observé unas manchas de flujo en las bragas que me extrañaron, y fue el dolor durante una penetración vaginal posterior lo que me disparó la alerta definitiva. No quería preocuparme en exceso, pero coincidiendo con que hacía tiempo que no visitaba a la doctora Tarrés, decidí concertar una cita. Cuando le describí los síntomas, además de la citología, la ecografía vaginal y la exploración mamaria, también me mandó un análisis de orina y extrajo muestras de mi vagina con un hisopo. A los tres días me llamó para saber si podía pasarme, que quería comentarme algo personalmente. Y yo, con el corazón encogido, volé hasta su clínica de inmediato, dejando a medias el trabajo que estaba haciendo en el hotel. Ilusa de mí, se me pasó por la cabeza que pudiera estar embarazada, a pesar de que por entonces yo tomaba pastillas anticonceptivas.

Me había acercado a la clínica, ubicada en Los Remedios, en el coche de Sole. Solo había 20 minutos andando desde su casa hasta el hotel, en el que trabajaba tres días a la semana, pero a mi hermana la vencía la pereza con frecuencia. Y eso que, a veces, se llevaba más tiempo para aparcar y para ir a pagar la zona azul de lo que hubiera invertido viniendo andando.

Al salir de la clínica, estaba tan furiosa que, sin pedirle permiso a Sole para alargar el trayecto en su coche, me fui directamente a la finca en la que trabajaba David, en el término de Villanueva del Ariscal. Entró por primera vez en aquel lugar con solo 15 años, acompañando a su padre, y con 18 le hicieron un contrato precario cuyas condiciones no había logrado mejorar significativamente hasta hacia muy poco. En aquella finca, David realizaba día tras días tareas de limpieza de caballos, trenzado de crines, cuidado de los animales, mantenimiento y adecentamiento de las cuadras, ejercicios de doma, entrenamiento, cría y reproducción, entre otras cosas. Un trabajo que le apasionaba.

Creo que la metáfora del volcán a punto de entrar en erupción, además de manida, se queda muy corta al lado de cómo llegué a aquella finca. Me dirigí directamente a las cuadras, cuya ubicación conocía perfectamente, y apenas saludé a las personas con las que me crucé. Una de ellas fue el jefe de David, Alonso, que me dirigió un jovial “Hola” con tono de sorpresa. Le contesté escueta y seguí mi camino sin detenerme a calibrar su expresión, y menos aún pedir permiso para andar por allí como Pedro por su casa.

Tras atravesar el arco de entrada y el primer patio, giré a la derecha para tomar una galería que daba directamente a las cuadras. Para llegar a los pasillos que las albergaban había que atravesar el picadero, pero no me hizo falta caminar más, porque allí, precisamente, estaba David. En aquel momento, estaba instalando una silla de montar sobre un precioso ejemplar de color marrón, mientras charlaba animadamente con uno de sus compañeros, Juan Carlos. “Ahí está, el cabrón, riendo, tan tranquilo”, pensé.

Apenas me tenía a unos metros cuando me vio. Pude oír a su compañero preguntar: “Tío, ¿no es esa tu novia?”, y verlo a él girar la cabeza y poner un gesto de total desconcierto. Apenas le dio tiempo a reaccionar.

—Lola, ¿qué haces…?

—Eres un cabrón y un hijo de puta. Eres el cerdo más grande que yo me he echado a la cara en mi vida —le dije, elevando el tono, pero aún sin gritar.

A Juan Carlos apenas le dio tiempo de deslizar un “Os dejo solos” antes de salir despavorido de la escena.

—Lola, ¿qué pasa? ¿Qué dices? Madre mía, ¿cómo se te ocurre…?

—¿Por qué no me dices dónde estuviste el sábado? ¿Por qué no me cuentas la verdad por una puta vez en tu vida de mentiroso miserable?

—Oh, Dios mío. Lola, espera, vamos a hablar, pero no aquí. Joder, está por ahí mi jefe, ¿quieres que me echen o…?

—ME IMPORTA UNA MIERDA LO QUE TE PASE A PARTIR DE AHORA, CABRÓN. ES MÁS, DEBERÍA ENTERARSE TODO EL MUNDO DE QUE ESTE CERDO LE HA PEGADO CLAMIDIA A SU NOVIA DESDE HACE SEIS AÑOS, A LA QUE LE PUSO LOS CUERNOS…

Ahora sí estaba gritando. David me agarró bruscamente por un brazo y me metió en una cuadra vacía.

—¡No me toques! ¡No vuelvas a tocarme en tu vida, cabrón! ¡Me das asco!

—Lola, por favor, tranquilízate. Vamos a hablar, pero, por favor, baja la voz. Es mi trabajo. Tan importante para mí como para ti el tuyo.

Conseguí sosegarme levemente y respiré hondo para intentar recomponerme.

—A ver —comenzó David. —Dices que te he pegado ¿el qué?

—Clamidia, cabrón —dije, gritando de nuevo.

Golpeé contra su pecho mi mano con el papel que había portado durante todo mi trayecto, en el que había un breve resumen de mi diagnóstico y el tratamiento a seguir. David, descolocado por completo, lo leyó en silencio moviendo los labios, como quien está aprendiendo a leer el Micho I. Después, suspiró, se pasó los dedos por el entrecejo y me miró. Intentó articular palabra, pero lo interrumpí:

—No vayas a tener la poca vergüenza de decirme que no has sido tú o que no es culpa tuya, gilipollas. Porque, al contrario que tú, cerdo de mierda, yo no me acuesto con nadie más que contigo.

David me miraba sin dar crédito, ni por la información que transmitía ni por las maneras. Estaba fuera de mí, usando expresiones y gestos que no acostumbraba a utilizar.

—Vale, vale. Te lo voy a explicar, ¿vale? Te lo voy a decir todo.

—Sí. Me lo vas a contar todo sin dejarte atrás una sola coma y sin mentiras. No querrás que diga por ahí la clase de gentuza que cuida a los caballos de la jet, ¿no? ¿No era el de ahí afuera el caballo de Alejandro Osorio?

Alejandro Osorio era el expresidente de Solcaja y aún ocupaba un puesto relevante dentro de la entidad, donde se había convertido en una institución por los años acumulados y por su gestión sobresaliente. Era el padre de Cristina Osorio, para nosotros Cris, la novia de mi primo Víctor. Tenía un contacto más o menos estrecho con él por la propia Cris y por cómo Lara me había involucrado en las negociaciones para la financiación del hotel. Aquella amenaza era vaga e impropia de mí, pero amenaza, al fin y al cabo, y David se la tragó. Lo soltó todo.

—A ver. El sábado estuvimos en todos los sitios que te dije, en eso no te he mentido. Cenamos en Triana, copas en Colón y…

—Abrevia, no tengo todo el día, ¿sabes? Se me ocurren mil sitios mejores en los que estar que hablando aquí contigo.

—Vale. Eran las 5 h, más o menos, cuando salimos de la discoteca porque al Gordo se le ocurrió una idea.

—Sorpréndeme con una de las ideas geniales del Gordo —dije, mordaz.

—Se le ocurrió pasar por Su Eminencia y… bueno, ya sabes.

Se me había pasado por la cabeza que David y sus amigos hubieran pasado por un club de alterne, claro, pero no que tuvieran la poca cabeza y el nulo escrúpulo de haber recurrido a la prostitución callejera.

—¿Ni siquiera tuvisteis el criterio de iros a un puticlub de carretera? ¡Qué asco, de verdad! ¡Qué puto asco! Y el muy hijo de puta va y folla conmigo al día siguiente. Dios, es que me siento sucia —dije, gritando y removida desde lo más hondo por la repulsión.

—Lola, por favor, te suplico que bajes la voz. Por favor.

Suspiré otra vez para intentar tranquilizarme, puesta a obtener toda la información y tomar las medidas apropiadas.

—¿Quiénes ibais? —pregunté.

—Lola, yo no puedo…

—¿Que quiénes ibais? —insistí.

David volvió a acobardarse con mis gritos, así que siguió largando.

—En un coche íbamos el Gordo y yo, y en otro el Sito y… y…

—¿Y quién? —requerí, áspera.

—Y Juanma —contestó David.

Me quedé unos segundos con la boca abierta, lo que David apenas pudo captar por el rabillo del ojo. Avergonzado como estaba, ni siquiera me miraba.

—¿El novio? ¿El que tiene fecha de boda para casarse? —pregunté.

—Sí —confirmó David, con un hilo de voz.

Moví la cabeza de un lado a otro, sobrepasada y aún más furiosa. Puede que Trini no fuera mi amiga, pero se merecía un respeto como cualquier otra chica. Sentí su traición tanto como la mía.

—Sois el grupo más mierda de toda Sevilla. Escoria pura. La mierda máxima.

—A ver, está claro que no estuvo bien. Pero mira, Lola, eso es muy habitual. Quiero decir, pasa mucho que los grupos de tíos vayan de despedida y pasen por el puticlub.

—Muy habitual en tíos que ni son tíos ni mierda, como os pasa a vosotros.

Se me agotaban los improperios y quería seguir obteniendo información, así que suspiré de nuevo y dije:

—¿Ni siquiera os riega un poquito el cerebro para usar condón en esos casos?

—Sí, sí que usamos condón —se apresuró a aclarar David. —A ver, nos bajamos de los coches como quien no quiere la cosa, más por la coña que por que quisiéramos hacer algo de verdad. Pero tú sabes, allí hay muchas “yonkas” desesperadas y en nada llegaron tres o cuatro. A mí se me vino una directa y empezó a tocarme el nabo por encima del pantalón.

—La mierda de polla que tienes, pobrecita, que ojalá se te caiga a cachos. Obviamente, se la metiste sin condón.

—Que no, que no, de verdad.

—¿PUES ENTONCES CÓMO COÑO TENGO CLAMIDIA, HIJO DE LA GRAN PUTA? —grité.

David se acercó unos pasos para forzarme a bajar la voz, pero yo retrocedí.

—Lola, por favor, te vuelvo a suplicar que bajes la voz. Por favor.

Obedecí de mala gana para que él prosiguiera.

—A ver, estoy pensando que… Bueno, yo se la metí, sí. Con condón. Pero ella antes me la chupó y… ahí no llevaba nada puesto.

David no se atrevía a mirarme. Esperaba mi reacción cabizbajo e implorando a todos los santos por que yo no volviera a perder los nervios. No lo hice. Con la máxima tranquilidad que logré reunir, le dije:

—Hoy mismo te vas de mi casa. No quiero vivir con semejante basura. Peor que la basura, porque me das mucho más asco. Y mírame mientras me alejo, porque no voy a volver a estar tan cerca de ti nunca más en la vida.

Emprendí el camino hasta el coche sin darle a David tiempo para decir ni hacer nada más. Antes de entrar en el Focus de Sole, saludé a Alonso a lo lejos. Supuse que el cerdo de mi novio, ya mi ex, iba a tener que dar muchas explicaciones sobre aquello, pero no me importaba.

No era el único que iba a tener que hacer aclaraciones, porque no fue la única visita que hice aquel día. Tras salir de la finca, puse rumbo a la clínica dental en la que Trini trabajaba como recepcionista, para lo que tuve que llegar a Montequinto. Eran las 13:40 h y sabía que ella salía a comer a las 14 h para luego volver a las 16 h, así que la esperé. Salió a las 14:06 h. Para entonces, Sole ya me había llamado preguntando dónde estaba.

Vestida de calle y con el bolso colgado, Trini se disponía a cerrar la puerta de la clínica cuando, sobresaltada por la figura que se acercaba, se giró.

—¿Lola? ¿Qué haces aquí? —dijo.

No sonrió ni hizo ningún otro gesto que me trasladara simpatía o regocijo al verme, solo sorpresa. No me quise andar con preámbulos, pero sí intentar hablar con suavidad.

—Trini, sé que tú y yo estamos lejos de ser íntimas, y ni siquiera nos podemos considerar amigas.

—Bueno, yo… —amagó ella, pero la interrumpí.

—Perdona que sea indiscreta, pero, ¿tú has notado últimamente algo raro en… bueno, en tus partes? ¿Alguna molestia?

—Eh, yo… no. No, no —respondió, casi sin dar crédito a la situación.

No quise alargar innecesariamente la agonía, así que proseguí:

—Mira, yo no sé si necesitas o quieres esta información, pero yo, por sororidad, te la tengo que dar.

Me detuve unos segundos para calibrar el gesto de Trini, del que no había desparecido el desconcierto. No dijo nada, así que proseguí:

—El sábado pasado, cuando los niños se fueron de despedida, Juanma, David, el Gordo y Sito estuvieron en Su Eminencia y… pagaron por sexo. Lo siento. Lo sé porque yo sí que he sufrido los efectos, y luego David me lo ha confesado todo.

Evité decir “estuvieron con putas” para intentar suavizar el golpe, aunque no lo conseguí. Tras unos segundos emitiendo balbuceos ininteligibles y palabras inconexas, Trini se echó a llorar:

—Pero, ¿cómo…? Pero si me dijo que… ¿Y estás segura? Pero si…

Yo también estaba rota, a pesar de la rabia, pero en aquel momento me esforcé por mantenerme más fuerte que ella. La estuve consolando largo rato, hasta que, entre sollozos, me dijo que tenía que ir a comer para volver al trabajo.

—¿De verdad no puedo hacer nada más? —pregunté. —¿Puedo llevarte a algún sitio, llamar a alguien o algo?

—No, no, de verdad. Gracias.

Parecía que Trini estaba más tranquila, y me acordé de mi reacción cuando Víctor, Sole y Sofi me contaron la infidelidad de David. Aparentemente más calmada de lo que quizás tocaría en una situación así, pero bullendo por dentro como un géiser. Constaté la similitud de nuestras situaciones cuando, justo antes de meterme en el coche, Trini me llamó.

—¿Podrías no contarle esto a nadie? Quiero decir, lo de David, bueno, es cosa tuya, pero lo de Juanma…

—Tranquila. Te lo he contado porque creí que debía hacerlo, para que confirmes que estás a salvo de vete tú a saber qué. Pero no se lo diré a nadie, ni tampoco te voy a juzgar si decides volver con él. Sé que no es fácil.

Trini entendió a qué me refería, así que esbozó una leve sonrisa como pudo y asintió.

Era la primera vez en mi vida que utilizaba la palabra “sororidad”, que mi amiga Sara nos enseñó cuando, el verano anterior, Sole había tenido aquel lamentable incidente con Óscar.

Resultó que ninguno de los amigos de David se contagió de clamidia, porque usaron preservativo en todos los momentos del acto sexual con las prostitutas de Su Eminencia. Al menos, eran más listos que él. Trini estuvo a punto de cancelar la boda, pero finalmente perdonó a Juanma y se casó unos meses después. Por supuesto, una de las condiciones fue que no hubiera más despedidas de soltero.

Enervados por que el hecho hubiera trascendido, hasta casi dejarlos sin boda, los amigos de David lo repudiaron durante unos meses. Su inconsciencia extrema no solo lo dejó sin novia, sino casi en el paro y sin nadie con quien juntarse en Sevilla. Ironías de la vida, David se fue a la despedida de un amigo que yo creía que le podía contagiar deseos de comprometerse, casarse y formar una familia. De lo único que se contagió fue de clamidia, y, al pegármela a mí, terminó de abrirme los ojos.

Sole estaba hecha un basilisco cuando volví al hotel. No porque le hubiera secuestrado el Focus, por la perspectiva de volver a casa andando o porque, a las 15:30 h que eran, estuviera hambrienta. Sabía que mi ginecóloga me había llamado, y mi tardanza la tenía preocupada. Se lo conté todo sin escatimar detalles, primero a ella y luego a Sofi. Y luego nos fuimos las tres a mi piso para meter todas las cosas de David en maletas o cajas y sacarlas al descansillo, por no dejarlas en medio de la calle. Mi hermana y mi prima vandalizaron algunas de sus pertenencias, a lo que yo no opuse resistencia alguna.

Cuando David volvió esa tarde, se encontró todas sus cosas en la puerta y la cadena echada, de manera que no podía abrir.

—Lola, por favor, abre la puerta.

—No. Coge tus cosas y vete. Y no vuelvas nunca —respondí, contundente y convencida.

Intentó introducir la mano para abrir la cadena, pero Sofi ya estaba preparada y le pinchó con un alfiler. Retiró la mano asustado y dolorido.

—¡Ah! ¿Qué haces? ¿Estás loca?

—Vete, te he dicho.

Blasfemando y maldiciendo, David cogió sus cosas y se fue.

Les pedí expresamente a Sole y Sofi que no le dijeran nada a Lara, porque no quería molestar a mi prima. Ella ya tenía suficiente con otra extenuante temporada, la publicidad, los negocios familiares y su relación de pareja. Comenzaba a entender que esta podía enfriarse y no deseaba contar a Harry entre las pérdidas colaterales del tenis. Yo no quería ser un motivo de distracción para ella ni restarles nada del poco tiempo que tenían para estar juntos.

Pero Lara insistió tanto en que viajara a Londres que, al final, accedí. Lo hice por evitar un encontronazo con David si le daba por volver al apartamento. Podía hacerlo, porque mientras no completáramos los trámites, aún era su casa. No podía repetir estrategia de pasar más tiempo en los pisos de Sole o Sofi. Primero, porque no tenía por qué quitarme de mi casa solo para irme a otra. Segundo, porque quería dejar a mi hermana intimidad con Arturo, y a Sofi… Bueno, no sabía qué le pasaba a Sofi por aquella época, pero estaba rara.

El caso es que llegué a Londres dos días antes de Wimbledon, con idea de ejecutar tareas del hotel que se pudieran hacer en remoto, echarle un cable a Marisa y Leo con los asuntos de Lara y, sobre todo, desconectar y apoyar a mi prima desde las gradas. Al fin y al cabo, se trataba de uno de los grandes del año.

Mi prima me recibió con el entusiasmo habitual. Las dos primeras noches me quedé en casa de Harry, antes de que llegara el resto del equipo de Lara y nos instaláramos en una villa cerca del All England. Se tomó un par de días libres, o al menos más relajados, antes de entrar de lleno en la vorágine de la competición. Mi prima me llevó de compras a uno de los centros comerciales más exclusivos de Londres, Harvey Nichols.

—No es por comprar en tiendas de aquí, sino porque casi nunca está masificado, ¿sabes? —me explicó.

Yo apenas conocía la ciudad, así que me dejé guiar.

—¿Sabes qué te podría venir bien, prima? —me preguntó. —Un cambio de look.

—Pues… no lo había pensado, la verdad.

—Pues piénsalo porque tiene todo el sentido: nueva vida, nuevo aspecto. Creo que podría suponer un impacto muy positivo. Aunque es difícil ponerte más guapa de lo que ya estás.

Lara siempre era cariñosa conmigo. Me gustaba pasar tiempo con ella, igual que al revés. Pero para ella, en particular, era una manera de salir de su burbuja del tenis y reconectar con los orígenes.

Mi prima me llevó a un salón de belleza muy fino, de esos en los que te reciben como si fueras una estrella. Nunca había estado en un sitio como aquel. Me sentaron en un saloncito decorado al estilo clásico para hacerme preguntas con las que, según la chica que me atendió, elaborar un diagnóstico. Y así aplicar los cambios que potenciaran mis cualidades físicas sin dejar de sentirme cómoda. Yo llevaba una melena negra a media espalda que casi nunca me moldeaba, solo peinaba bien. Tras tres horas de champús, acondicionadores, tintes, tijeras y secadores, salí de allí con un corte bob largo, unos reflejos castaños que aportaban luminosidad y un tacto muy sedoso. El resultado me encantó, así que constaté que mi prima tenía razón.

—Madre mía, ¡estás increíble! —me repetía.

Me sentía adulada, pero casi me morí de la vergüenza cuando volvimos a casa de Harry.

—¡Guau! —exclamó él al verme. —Cambio de look, ¿no? Te sienta genial.

—¿Verdad que sí? —preguntó Lara, sonriendo.

—Totalmente —confirmó él.

En aquel viaje, Harry también me confesó que yo era su segunda componente favorita del clan Martín.

Aquellos días pude constatar la complicidad y el buen rollo que reinaban entre los dos. Los ratos que estaban juntos, se los pasaban proporcionándose abracitos y carantoñas, como dos koalas. Como a Leo, me hacían gracia muchas de sus conversaciones, mientras que Marisa se limitaba a volver los ojos, negar con la cabeza y quejarse de las consecuencias de un figurado exceso de azúcar.

En una ocasión, durante una comida en la villa, Lara tomó una cucharada de mi tarta de mi queso para darle a Harry, que había optado por fruta de temporada.

—Prueba esto, cariño, que te encanta la tarta de queso —dijo.

Harry obedeció y ella metió la cuchara en su boca, mirándolo fijamente, embelesada por su bello rostro.

—Mira, mira mi bebé, cómo mueve su boquita, mira qué labios. ¿Has visto, Leo? Dios, quién fuera tarta de queso —dijo, con su gracia habitual, mientras Harry sonreía.

—Pero si a ti también te come, hija, ¿qué le envidias a la tarta de queso? —contestó su amigo.

—Sí. Y mira, me deja con las piernas temblando, como esta gelatina. ¿Ves?

Lara alzó el plato en el que se encontraba su gelatina y comenzó a moverlo acompañando con un cómico bailecito, mientras Harry, Leo y yo reíamos. Mi prima no tenía que esforzarse mucho por ser ocurrente, como les sucedía a Sole y a Javi, algo que heredaron del tito Hilario. Pero creo que buscaba aquellos momentos con más frecuencia de la habitual con tal de ver sonreír a Harry, que tenía una sonrisa de anuncio. Bonita por encima de la media de las estrellas de Hollywood, que ya es decir.

Me sorprendió cómo congeniaban cuando tuve la oportunidad de convivir con ellos más de cerca. Yo ya había observado su compenetración en encuentros anteriores, pero supuse que Harry, tan famoso y tan british, sería un poco más estirado. La naturalidad y espontaneidad de Lara no lo sobrepasaban en absoluto, sino que le producían verdadera fascinación, incluso cuando ella hacía bromas subidas de tono que lo sonrojaban. Porque ella, también hiperfamosa y con un día a día medido al milímetro, no había perdido un ápice de la frescura de serie con la que vino al mundo.

Lara me confesó que había coordinado a su novio, sus amigos y la familia para poner en marcha la que llamó “Operación Postcretino”, con la que yo debía aceptar mi ruptura. No tuve que supervisar muchas tareas del hotel porque Javi y Sole también eran soldados activos desde la retaguardia en aquella contienda, y lo cierto es que lo llevaron muy bien. Marisa y Leo me pidieron que pusiera en orden las hojas de contabilidad relativas a los ingresos publicitarios de Lara, porque ellos estaban desbordados con otras tareas y apenas tenían tiempo de hacerlo. Harry me acompañó varias veces al gimnasio para compartir rutinas y supervisar su ejecución, algo sencillo que yo pudiera poner en práctica después. También fuimos más veces de compras, a tomar algo en sitios muy fancy de Londres e incluso a hacer alguna ruta de senderismo. Cuando no había partido, a los planes se nos unieron mis tíos, cuando llegaron para arropar a Lara, con idea de apoyarme también a mí.

Me desahogué más de una vez con mi prima, sus amigos y su novio, sí. Lloraba, pero no por pena. Lloraba por la herida al orgullo que dejó la humillación, por los años perdidos, por el esfuerzo empleado en una relación que ya no recordaba si había merecido la pena en algún momento. Lloraba por percibirme como débil y no haber sido capaz de huir de aquel laberinto mucho antes. Por la estupidez que era forzar a toda costa una vida convencional, algo que antes no podía ver. Hasta el punto de juzgar a seres queridos que no compartían esa visión, como mi propia hermana. Pero fueron cosas que no dije por vergüenza pura.

Me quedé hasta el día de la final, que Lara perdió a pesar de firmar un partido soberbio. Después me despedí de mi prima y de Harry, que descansarían unos días en Marbella, y volví a casa decidida a pasar página. Mi estancia en Londres, la exposición a un contexto tan distinto y el ánimo que me insuflaron los implicados en la “Operación Postcretino” me motivaron. El problema fue que la que yo consideraba mi casa en Sevilla, que era el apartamento de Viapol, estaba ocupada por David cuando llegué.