Lola (9): Un nuevo comienzo

Capítulo 42 de Las rosas de Abril.

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El amor nos lleva a hacer locuras. Lara hizo más de 50 horas de avión a Nueva Zelanda, entre ida y vuelta, solo para estar unas 50 con su chico y sin saber cómo le iba a afectar el jet lag. Me lo contó todo cuando vino a Sevilla para pasar las Navidades.

—Lo noté algo distante. No como él acostumbra, ¿sabes? Que siempre es atento y cariñoso —dijo.

—Puede que estuviera cansado o agobiado. Está lejos, el rodaje implica mucho físico, muchas horas de espera, y a lo mejor le preocupaba no poder atenderte bien —supuse.

—No, no era eso. En circunstancias más duras nos hemos visto. No sé, esas cosas se notan. Tú notas cuándo alguien está por ti y cuándo no.

—No creo que Harry haya dejado de estar por ti, Lara.

—Ya, pero esa intensidad de antes, el brillo en los ojos… Llámame cursi, pero ya te digo que esas cosas se notan. Y no las noté en mi viaje. Hasta el punto de que, la última noche, me metí en el baño llorando mientras él dormía porque sentía que lo nuestro estaba roto.

—Vaya, lo siento —dije, intentando trasladar empatía. —Pero te mandó un mensaje después, ¿no?

—Sí, lo vi cuando llegué a Madrid. Eso es lo que me hace tener esperanzas, pero no sé… Yo no quiero perderlo, pero siento que no puedo hacer más. Le puedo pedir que me espere y decirle que lo quiero y que quiero estar con él, porque es verdad. Pero, en hechos, no puedo hacer más. De momento, no.

—Ya… Estás entre la espada y la pared. Pero bueno, confiemos en que él tomará una buena decisión y te esperará. Yo sé que te quiere y que es feliz contigo, Lara. Lo he visto.

—Esperemos.

Las locuras que hacemos para demostrarle a alguien nuestro amor, por irracionales que parezcan, están justificadas cuando se trata de avivar la llama o impedir que se apague. Pero en ningún momento interpreté como deseo de impedir que el fuego se extinguiera lo que me hizo David: volver al que era nuestro piso y negarse a abandonarlo. Tengo que retroceder unos meses para contar bien este nefasto episodio de mi vida.

A finales de julio, después de mi estancia en Londres, volví a Sevilla en un estado que ni yo esperaba tener. Aquel viaje fue un punto de inflexión, un “reseteo”. De un modo muy sutil, pero muy pedagógico, Lara y Harry me mostraron lo que era una relación sana cuando los visité, aunque unos meses después estuvieran en horas bajas. Porque en la suya había complicidad, respeto, admiración mutua, apoyo, buena comunicación y mucho cariño. Leo también tenía una preciosa relación con su novio, Alberto, de la que me habló largo y tendido. Marisa y Andrew se lo tomaban con más tranquilidad, pues los dos estaban involucrados en sus propios proyectos profesionales y separados físicamente la mayor parte del tiempo. Aunque ella no me lo dijo, sospecho que la suya era una relación abierta.

Resultó muy inspirador verlos a todos enfocados en trabajos que les apasionaban, y constatar cómo habían estrechado vínculos personales que les llenaban de energía en el día a día. Lara disfrutaba en la pista, mientras que Marisa y Leo hacían lo propio respaldándola fuera de esta. En ese contexto, no cabían las relaciones de pareja que desgastaran o que ensombrecieran sus personalidades y su bienestar, y eso ellos lo tenían claro. Me dio la sensación de que todos tenían líneas rojas muy definidas, que tenían claro qué le pedían a una pareja y no pensaban conformarse con menos. Antes de eso, apostaría a que todos hubieran preferido quedarse solteros. Ninguno de ellos parecía sucumbir a las prisas del reloj biológico, tan pertinaz, y eso también fue un aprendizaje valioso.

Así que volví decidida a comenzar mi nueva vida, porque era verdad lo que todos me decían: que tenía elementos suficientes como para vivirla de un modo pleno y ser feliz. Tenía un trabajo que me encantaba, del que aprendía cada día. Me instaba a asumir nuevos retos constantemente y me ponía en contacto directo con gente interesante de todas las partes del mundo. Tenía una familia dispuesta a apoyarme y buenas amigas que se preocupaban por mí. Y, en cuanto a intereses personales, hacía tiempo que quería involucrarme en tareas de voluntariado y vi aquel reinicio como una oportunidad para comenzar. Mi intención era ponerme en contacto con algún centro que trabajara con niños o adolescentes, lo que se alineaba con mis ganas de asumir la tarea de educar. Lo de ser madre, por el momento, tendría que esperar.

Pero, una vez más, David trastocó mi vida cuando yo ya no quería que estuviera en ella. El día que nos reencontramos en el apartamento, tuvimos una conversación de lo más surrealista. Acababa de atravesar el dintel de la puerta y estaba distraída acarreando bultos, así que me sobresalté cuando lo vi sentado en el sofá.

—¿Qué coño haces tú aquí? —pregunté, trasladando mi desprecio.

—Te recuerdo que este también es mi piso —contestó él.

Lo noté cambiado. David había adoptado una posición de sumisión y docilidad tras nuestra cuasirruptura por infidelidad hacia unos meses. Pero, en aquella ocasión, lo vi arrogante y altivo. Me irritaron su gesto y su tono. Es más, me molestaba su mera presencia y tener que estar a menos de tres o cuatro metros de él.

—Lárgate de aquí ahora mismo —espeté con contundencia.

—No pienso irme. Vete tú, si quieres. No voy a estar viviendo con mis padres y pagando la mitad de la hipoteca.

—Nadie te ha pedido que lo hagas. Quiero quedarme con el apartamento. Lo pagaré yo.

—Pues es que, a lo mejor, yo también me quiero quedar con él.

Estaba decidido a sacarme de mis casillas, y casi le lanzo a la cabeza una bandeja de cristal llena de popurrí que teníamos como centro de mesa.

—¿No tenías bastante con humillarme de la forma en que lo has hecho, imbécil? ¿Tenías que presentarte aquí solo para molestarme? —dije, furiosa.

—No he venido para molestarte. He venido porque, desde que lo compramos, he pagado la mitad de este piso. Y lo sigo pagando.

—¡Pues no lo hagas! No te lo he pedido. No te he pedido nada, solo que salgas de mi vida. Ya. Ahora. Mañana mismo empiezo a hacer trámites para que quedemos en paz.

—Ya te he dicho que no me quiero ir.

—¡Oh, Dios!

Apreté los puños sobre mi frente e intenté controlar la respiración para contener la ira. Fue en vano. Como había hecho en mi visita a la finca en la que trabajaba, prorrumpí en amenazas vagas impropias de mí.

—Vete ahora mismo de mi casa si no quieres que cuente en ciertos círculos la clase de gentuza que eres.

Esta vez, David no se amilanó.

—¿El qué? ¿Qué coño vas a contar y a quién? —preguntó, con media sonrisa de incredulidad.

—Le puedo decir a tu jefe que…

—Alonso ya lo sabe. Se lo conté todo.

Lo miré sorprendida, lo que a él le hizo venirse arriba, por intuirme desarmada.

—Sé de gente a la que no le gustará saber la clase de enfermo que cuida a sus caballos, ni los virus o bacterias que se lleva a trabajar —dije, no demasiado convencida.

Para incrementar mi enfado, David rio.

—Ya, ¿y a quién piensas contarle esas gilipolleces? ¿Te crees que Alejandro Osorio no se pega sus buenas fiestas con compañía de todo tipo? ¿Te crees que no lo hace tu primo Víctor? ¿En qué mundo vives?

—¡Ni se te ocurra mencionar a nadie de mi familia, cabrón! —grité.

—¿Te crees que son perfectos? ¿Por qué? ¿Porque tenéis en el clan a una deportista de élite? Vivís todos enganchados a su cuello.

—¡Y una mierda! Todos trabajamos duro en nuestros propios proyectos.

—Ya, claro, proyectos que ella os ha puesto en bandeja. El hotel con el que tuvo que hipotecarse hasta las cejas. Los parkings y, en unos meses, su academia. La sangráis como los parásitos que sois.

Finalmente, sí lancé el centro de mesa. Cuando lo agarré lo contemplé como proyectil a David, pero en el último instante me alegré de haber desviado su trayectoria. En lugar de estamparlo contra mi ex, golpeó el cristal de la ventana del salón, la que daba al patio de vecinos. Con estrépito, se hicieron añicos tanto el centro de mesa como el propio cristal de la ventana.

—¿Qué haces, puta loca? —gritó David.

Tentada estuve de ir a propinarle una patada en los huevos, pero cogí mi bolso y salí corriendo fuera del apartamento, dejando mis maletas atrás. Estaba nerviosa y ofuscada por la furia cuando comencé a andar en dirección al piso de Sole. Era domingo por la mañana, y supuse que mi hermana estaría allí. Me abrió con el que Sofi llamaba “el batín de follar”, una bata de satén que antes solo se lo ponía para despedir a sus visitas tras mantener relaciones sexuales esporádicas. Aventuré que Arturo estaba con ella, pero estaba tan enfadada que entré sin que me invitara ni preguntar si podía hacerlo.

—Lola, ¿qué pasa? —dijo mi hermana al abrir.

—Es un hijo de puta. Un hijo de puta, un cabrón y quiero matarlo. ¡Te juro que quiero matarlo! —grité, sin que a Sole le diera tiempo a reaccionar.

Entré al salón y comencé a recorrerlo de un lado para otra, nerviosa.

—¿Qué ha pasado? —volvió a preguntar Sole.

—¿Que qué ha pasado? ¿Que qué ha pasado? Que he llegado al apartamento y estaba allí, el muy cerdo. Allí, en el salón, con su cara de mierda que… que… ¡Qué asco me da!

—¡No jodas! ¿Estaba allí? ¿Pero qué hacía? ¿Te estaba esperando?

—No. ¡Es que el cabrón vive allí! —solté.

La sorpresa hizo que a mi hermana se le descolgara la mandíbula. En aquel momento entró Arturo, llevando un pantalón corto y una camiseta vieja de Super Mario. Supuse que había interrumpido algo, aunque no pregunté.

—Buenos días —saludó, con sonrisa temerosa. Sin duda, había escuchado los gritos.

—Días de mierda, dirás —contesté, borde.

Enseguida me disculpé con Arturo.

—Lo siento. Perdona, es que… Dios, ¿por qué todo me pasa a mí?

En cualquier otro momento, aquella frase me hubiera parecido demasiado victimista. Pero yo estaba sobrepasada por los últimos acontecimientos, y por el choque que había supuesto volver de Londres con energías renovadas y encontrarme en mi propia casa a la persona que menos deseaba en el mundo. Y sin intención de irse, reclamando que también era suya.

—Se ha encontrado a David en su piso cuando ha vuelto del viaje —aclaró Sole, dirigiéndose a Arturo.

—Vaya —dijo su novio, empático.

—Voy a preparar algo. ¿Has desayunado? —preguntó mi hermana.

—Sí, pero hace horas ya. Antes de volar.

Sole entró en su cocina americana, separada del salón por una barra. La estancia se impregnó enseguida del olor a pan tostado y a café.

—Tiene que haber algo que pueda hacer para echarlo de allí. Espero que lo haya —dije, aún hiperventilando.

—A ver, yo no sé mucho de esto —intervino Arturo. —Lo que puedo decirte es que, cuando mis padres se separaron, también tuvieron disputa por la casa. Yo tendría 11 o 12 años, pero ella lo pasó regular, porque no se ponían de acuerdo. Le puedo preguntar cómo lo hizo.

Ver al novio de mi hermana dispuesto a aportar me sosegó.

—Bueno, en su caso había hijos de por medio —dije.

—Solo yo. Pero sí, tienes razón. Ella ha tenido desde siempre mi custodia.

Sole trajo hasta la mesa baja del salón tostadas, jamón, aceite de oliva, mantequilla, mermelada, una jarra de porcelana con café, una de leche, el azucarero, un par de tazas con sus platos y cucharillas. Mi hermana había desarrollado sus habilidades de anfitriona desde que tenía un novio que la visitaba con frecuencia al que agasajar.

—No, no. A ti te he hecho una tila —me dijo, cuando estaba a punto de verter café en una de las tazas.

La miré y depuse la jarra de café con resignación, sabiendo que no me convenía incrementar mi excitación. Me conformé con la taza de tila que Sole me trajo antes de sentarse a desayunar. Estuve contando a ambos mi conversación con David y cómo me cargué la ventana al lanzar el centro de mesa.

—¿No fue esa la bandeja que te regaló Lara? ¿La de cristal de Bohemia? —preguntó mi hermana, con la boca medio llena de pan tostado.

—No. Lo que me regaló Lara fue un jarrón y lo tengo en el mueble de la entrada. Que a ver si no lo rompe él, en venganza. ¡Joder, es que todo mal!

—A ver, tranquila. Cuando terminemos de desayunar, voy a llamar a Sara, a ver si quiere venir luego a comer, que seguro que algo nos aclara. Le voy a pedir que traiga comida china, que se me antoja. ¿Quieres, mivi?

Sole estaba “encoñá” por entonces, y era frecuente que ella y su novio compartieran risitas, miradas y carantoñas. No me venía bien presenciarlo en aquel momento. Hasta mi hermana, la soltera empedernida, parecía feliz por entonces en su relación de pareja.

Sara estaba estudiando para unos últimos exámenes finales de la carrera, pero accedió a venir, y apareció a las 15 h cargada de bolsas con la comida china que Sole había solicitado. Me tranquilizó conocer opciones, pero constaté que aquello no pintaba bien.

David y yo nos hicimos pareja de hecho una vez nos decidimos a firmar la hipoteca, hacía unos tres años. Ni siquiera lo celebramos, y yo se lo dije a mi familia mucho después para evitar alharacas. Para mí, aquello era puro trámite, porque lo que yo quería era casarme.

—A ver, lo ideal es que intentéis alcanzar un acuerdo. Intentad dejar a un lado las diferencias. Si hubiera hijos de por medio, se consideraría lo que es mejor para ellos. Pero, en este caso, sois una pareja de hecho sin hijos con una vivienda a partes iguales. Sin acuerdo, será un juez quien decida. Y ahí puede pasar cualquier cosa —explicó Sara.

—Sé que David no quiere el piso. Me parece surrealista la situación. Me llevó semanas convencerlo para firmar la hipoteca, ¡por Dios! Lo hace solo para fastidiarme —dije, airada.

—Yo creo que es una estrategia para que vuelvas con él. Mientras no aclaréis esto, lo vas a tener que ver. A lo mejor tiene la esperanza de que, si os seguís viendo, te acabes reenamorando y lo perdones —intervino mi hermana.

—¡Eso es imposible! ¡Imposible! —exclamé.

—A mí me alegra que lo tengas tan claro —dijo Sole.

—Si es así, si él hace esto solo por volver contigo, entonces no estará muy dispuesto a colaborar, supongo —dijo Sara. —Lo que puedes hacer es comenzar tú los trámites y proponerle un trato. Llevar la iniciativa. Que él solo tenga que aceptar, digo. Porque llegará un momento en el que se canse. Vas a tener que tirar de paciencia y calma, Lola.

—Ya. Por el momento, tengo que decidir dónde vivir —dije.

—Si tuvierais que recurrir a auxilio judicial, no creo que hablara mucho a tu favor haber abandonado la vivienda, Lola, la verdad —me advirtió Sara.

—Ya, ¿y qué otra opción tengo? Porque, volver a vivir con él, ¡ni muerta! —dije.

—Ehhh… Si quieres, puedes quedarte aquí —ofreció Sole.

Antes de hacerlo, mi hermana lanzó una mirada fugaz a Arturo. Su ofrecimiento iba más en la línea de la responsabilidad afectiva como hermana que con que realmente deseara que me mudara con ella. Tal vez yo hubiera aceptado si la pareja no hubiera estado en fase de encoñamiento crónico.

—Gracias, pero… No, va a ser mejor que no. Preferiría vivir sola. Tengo mucho en lo que pensar —contesté.

Sole no insistió, por lo que supuse que mi negativa fue un alivio para ella. De hecho, se mostró participativa a la hora de recopilar alternativas.

—¿Y si pides al personal que te arregle temporalmente una de las suites del hotel? Tampoco se queda tanta gente allí, ¿no? —sugirió mi hermana.

—Sí que se quedan, y es uno de los activos con más margen de beneficio —dije. —No sé si querría vivir en el hotel, de todas formas. Sería estar todo el día allí.

—Disponibilidad 24/7 —convino Arturo. —Te buscarían para todo, seguramente, cualquier día a cualquier hora. Y tú no dirías que no.

—Sí, es verdad —dije. —Además, tendría que consultarlo con Lara. Como digo, es un activo importante del hotel y…

—¡Claro, Lara! —exclamó mi hermana, interrumpiéndome. —¡Su piso de la Constitución! Ella apenas lo usa. Aparte de que viene poco, normalmente, cuando viene, se queda en la finca.

No había pensado en el piso de Lara, aunque me encantaba por la ubicación, por el amplio espacio del que disponía y por la distribución. Y era cierto, en el último año, mi prima solo lo había ocupado un par de veces. Al estar tan céntrico, en una de las avenidas más transitadas de Sevilla, lo evitaba.

—Tsss… No sé —dije. —Bastante ha hecho ya por mí, no quiero pedirle nada más. Además, si ella viene y quiere estar allí…

—Si ella viene y quiere estar allí, os podéis quedar las dos. El piso es tan grande que no os tenéis ni que ver, si no queréis —dijo Sole.

—Bueno, lo pensaré.

—Vale, piénsalo. Y, hasta que te decidas, te quedas aquí y no se hable más —sentenció mi hermana.

Sole sabía bien que no pensaba apalancarme en su piso, por lo que su ofrecimiento era sincero y acepté. Además, tenía que ir a por mis cosas al apartamento de Viapol, del que había salido con tanta precipitación que las dejé atrás. Me venía bien no tener que andar mucho con ellas.

—Te aconsejo que, aunque te instales en el piso de Lara, intentes hacer vida en Viapol. Que dejes algún rastro, digo. Es más, no deberías mover todas tus cosas —dijo Sara. —Así tendrías opciones llegado el momento.

Llamé a Lara al día siguiente para contarle lo que había pasado. Mi prima estaba pasando unos días en Marbella con su novio, un poco de calma antes de continuar con su extenuante calendario. Ni siquiera me hizo falta pedirle expresamente quedarme en su piso.

—Joder, Lola, ¡qué putada! —me dijo. —Oye, si quieres, le pido a mi abogado que se ponga en contacto contigo. Es muy bueno, ya lo sabes. O buscamos alguna forma de… bueno, de presionar a David.

—No, no, de verdad. Voy a intentar hacer las cosas con calma, y confiar en que lo podamos arreglar antes de llegar a juicios.

—Vale, como quieras —dijo Lara. —¿Y qué vas a hacer mientras tanto? ¿Vas a vivir con él?

—No, me voy a instalar unos días con mi hermana. Pero ella anda ahora todo el día con Arturo, ya sabes, y yo no quiero estar allí de sujetavelas.

—Ya, ya. Oye, ¿y por qué no te quedas en mi piso de la Constitución? No está lejos del hotel, ¿no? —ofreció Lara.

—A unos 20 minutos andando —confirmé. —Te confieso que ayer me lo recordó Sole, ¿sabes? Que el piso está ahí y que te pidiera quedarme unos días. Pero… me daba apuro.

—¿Qué dices, tonta? Anda, anda, si yo apenas estoy. Mi hermano va de vez en cuando a echar un vistazo, y el personal de limpieza creo que trabaja dos días en semanas allí. Llamaré a Víctor para que te dé las llaves hoy mismo.

—Gracias. De verdad, muchas gracias. Todo esto es demasiado, Lara. Es mucho. Que confiaras en mí para el hotel, que me acogieras en Londres, ahora esto...

—¡Que no, Lola, que no es nada! Tú sabes que haría cualquier cosa por ti, ¿no?

—Sí. Lo sé. Y yo por ti, aunque tenga menos posibilidades.

—Tienes más de las que tú te crees, porque eres un ser de luz.

Tal y como le pidió Lara, Víctor me trajo las llaves al apartamento de Sole. Me tomé el día libre en el hotel, alquilé una furgoneta y acometí con tranquilidad las tareas de mudanza al día siguiente, aprovechando las horas en las que David se encontraba trabajando. No me lo llevé todo, pero no dejé cosas demasiados valiosas atrás, temiendo que a él se le ocurriera vandalizarlas como Sole y Sofi habían hecho con las suyas antes.

Estaba dispuesta a iniciar los trámites esa misma semana, es decir, ponerme en contacto con el banco para dilucidar el asunto del piso. Mientras tanto, estaría cómoda en el apartamento de Lara, y mis amigas me proponían planes con frecuencia para ayudarme a desconectar. Sospecho que temían que acabara rindiéndome y volviendo con David, lo que no sería la primera vez.

Uno de aquellos días, Ro me propuso ir de compras. Había programado unas vacaciones con Mario, su novio, al que conoció en el hospital donde ambos trabajaban. La relación marchaba muy bien, y vivían juntos desde hacía varios meses. Ahora quería renovar su catálogo de bikinis para la escapada.

Quedamos en el centro, tomamos café en el Duque y comenzamos a recorrer la zona de compras a la búsqueda de modelitos para mi amiga. Y para mí, si caía algo. No había bajado de talla desde que comencé los hábitos saludables tras volver de Londres. Cada vez me costaba menos sacar una hora para hacer ejercicio y configurar menús saludables, pues pronto descubrí lo bien que me sentaban. Me sentía bien, llena de energía, y, tras constatar el buen impacto que causó a nivel psicológico, me di cuenta de que bajar de talla era lo de menos. Podía estar bien sin necesidad de tener un cuerpo delgado ni de seguir el dictado de los cánones.

Entramos en una tienda de la calle Sierpes. Ro fue directa a la sección de ropa de baño, mientras yo quise rebuscar en los percheros de artículos rebajados por si quedara algo interesante. De repente, distinguí por el rabillo del ojo una silueta que me resultó familiar y, cuando me di cuenta, vi que era Charo, mi exsuegra. No hicimos contacto visual en aquel momento, y yo deseé que no me hubiera visto. Me escurrí como pude por entre percheros y clientes en dirección a la salida, así que ella no pudo más que dejar de disimular.

—¡Lola! ¡Lola! —me llamó.

Cerré los ojos y suspiré antes de girarme, intentando reunir paciencia, calma y cordialidad.

—Hola, Charo. ¿Qué tal?

—Pues nada, hija, aquí he venido, buscando un regalo para la hija de una amiga.

Algo me dijo que estaba mintiendo, porque Charo no era dada a hacer más regalos de los estrictamente necesarios, y aquello excluía incluso los cumpleaños de sus hijos. ¿Me habría estado siguiendo? No sé por qué, pero me parecía una opción plausible.

—¿Cómo estás, hija? —me preguntó.

—Bien, bien. Estoy… estoy bien, aquí, con una amiga.

—Muy bien. Bueno, y… ¿dónde estás viviendo ahora? David me dice que no pasas por el piso.

—Sí que paso. Pero cuando él no está.

Un gesto de confusión cruzó la cara de Charo, pero mi exsuegra era una señora de carácter y no quería darse por vencida tan fácilmente.

—Qué pena lo vuestro, hija. Ahora que se os veía bien…

Levanté una ceja de suspicacia, a la que ella hizo caso omiso. Comenzamos la conversación junto a uno de los percheros de la entrada del local, pero, a medida que las clientas observadoras nos obligaban a hacernos a un lado, terminamos en la misma puerta. Yo miré varias veces hacia dentro, para ver si Ro me veía y le daba por venir a rescatarme. No lo hizo.

—Bueno, son cosas que pasan —dije, escueta. —Las relaciones terminan.

—Ya, ya lo sé. Pero mi niño ha cambiado mucho desde que está contigo, Lola. Ahora es… Es mejor persona. Tú lo has ayudado a crecer en todos los sentidos.

—Pues me alegro —dije.

—Mira, hija, yo solo sé que las relaciones son complicadas, pero que si hay amor, se aguanta por el bien común, porque…

—Yo no tengo por qué aguantar más, Charo, se acabó. ¿Dónde pone que yo tenga que aguantar? —interrumpí, airada.

—No, mujer, en ningún sitio, pero los matrimonios son así…

—Charo, los matrimonios serían así en tus tiempos, ¿vale? A las mujeres no les quedaba otra que aguantar, porque la supervivencia de la mayoría dependía de ellos. Yo tengo mi trabajo, mi familia y mi vida, y si tu hijo no me ha valorado es su problema.

—Pero él si te valora, hija, lo que pasa es que es un hombre y es como todos, o como la mayoría. Pero él te quiere, te quiere mucho, y está destrozado.

—Eso ya me lo dijiste la otra vez. ¿Acaso sabes qué me hizo tu hijo? —mi exsuegra apartó la mirada, así que supuse que no lo sabía o, de saberlo, se habría hecho la tonta. —Yo no te lo voy a decir, eso que te lo diga él.

—Bueno, a mí me ha dicho que habéis discutido.

—Fue mucho más que eso. Y ahora, para colmo, se ha metido en mi piso, como si él lo quisiera.

—Pues claro que lo quiere. Y tiene tanto derecho a estar ahí como tú.

El tono de Charo había cambiado. Ya no era amable y condescendiente, sino duro, y supe que no pensaba rehuir el conflicto por mucho que se recrudeciera, ni aunque estuviéramos en mitad de la calle. Era suficiente, así que fui tajante.

—Mira, Charo. Te tengo cariño y respeto, a ti y a toda la familia de David, pero no vuelvas a buscarme para darme lecciones de nada. En lugar de gastar tiempo en venir a abordarme al hotel o cuando estoy de compras, habla con tu hijo y guíalo, que falta le hace. A lo mejor, para cuando encuentre a otra, si la encuentra, está un poquito mejor educado y es más capaz de respetar a las mujeres.

Dicho lo anterior, y con las piernas temblando, me giré, volví al interior del local y busqué a Ro, que hacía cola en los probadores.

—Tía, ¿dónde estabas? Te he estado buscando. Pero, ¿qué te pasa? Tienes la cara desencajada, Lola.

Le di a mi amiga los detalles del encuentro que acababa de tener sin atreverme a mirar hacia la puerta. Temía que Charo entrase para dejarme claras algunas cosas después de mi salida de tono, pero Ro me aseguró que no veía a ninguna señora en la puerta.

Supe que tenía que acelerar los trámites inmediatamente, así que Sara y yo redactamos un acuerdo antes de ponernos en manos de abogados. Solo tenía un par de puntos, en los que se explicaba que yo asumía lo que quedaba de hipoteca y le daría la mitad de lo ya abonado a David, para lo que necesitaría negociar con el banco. Para sorpresa de nadie, mi exnovio lo rechazó.

—Ya te he dicho que yo también quiero quedarme con el piso —me escribió pocos minutos después de leer mi mensaje. Ni siquiera estaba segura de que se hubiera descargado el PDF que le envié.

Estaba cada vez más furiosa y más sobrepasada por la situación. Me había mudado al piso de Lara pensando que solo sería cuestión de días, ya llevaba mes y medio y no había visos de solucionar el conflicto. Cada vez se me hacía más cuesta arriba porque sabía que siempre tendría la negativa de David, pero, a la vez, retrasaba el momento de ir un paso más allá. Sabía que, de los dos, él era el más vulnerable, el que tenía peor trabajo, menos ahorros y menos apoyo familiar. No quería hundirlo, y temía que podía suceder así si intervenían abogados.

Quedé con Sara una tarde cerca de los juzgados, adonde ella iba con frecuencia por motivos profesionales y académicos. Hacía calor, pero mi amiga quiso sentarse en la terraza para fumar, a la sombra. Estábamos en un kiosco de los Jardines de Murillo, frente a la Plaza Alcaldesa Soledad Jiménez Becerril. Mi amiga me pidió un segundo para contestar unos mensajes que le estaba enviando un compañero de trabajo, y yo me quedé mirando distraídamente los pisos que teníamos enfrente.

—Me gusta esta zona, me gusta el centro —dije. —Estoy genial en el piso de Lara, de buena gana se lo alquilaría.

—¿Y por qué no lo haces? —preguntó mi amiga, aún sin despegar la vista de la pantalla.

—No, no la quiero poner en ese compromiso.

Sara terminó su tarea con el teléfono y me miró.

—A mí esta zona no me gusta especialmente. Tiene mucho tráfico para mí, de coches, autobuses y personas —dijo mi amiga. —Pero a ti te conozco y sé que te gusta todo este jaleo.

—Sí. La verdad es que sí, me gusta el bullicio.

—Te juro que alguna vez he pasado por aquí, he visto algún cartel de “Se vende” y he pensado en ti.

Sonreí sin dar importancia al comentario de Sara, más allá de constatar que mi amiga me conocía bien.

—En serio, ¿no te ves viviendo en un piso como aquel?

Señaló un apartamento de cuyo balcón colgaba un cartel de “Se vende” con el nombre de una inmobiliaria y un número de teléfono. Sobresalía de una fachada impecable en color crema, y tenía persianas y rejas negras cuajadas de plantas.

—Pues me encantaría, no te lo niego, pero…

—¿Qué? —interrumpió Sara, incisiva.

—Pues que no me lo puedo permitir —dije.

—¡Venga ya! ¿Como es que la directora de uno de los hoteles más grandes de Sevilla, que además marcha viento en popa, no se puede permitir un apartamento en el Prado?

—Bueno, es que… —balbuceé, sin decir nada más.

Cuando el Muy Sur echó a rodar, Lara y yo acordamos que yo tendría un salario fijo más pluses según beneficios. Ella asumió la mayor parte de la deuda para financiación y, considerando lo que le correspondiera a Solcaja, se quedaría con los beneficios menos lo destinado a inversiones. En muy pocas ocasiones mi salario había bajado de los 3.000 euros.

—Tía, voy a llamar —anunció Sara.

—¿Qué dices, loca? Ni se te ocurra.

—¡Shhh! ¡Calla! —contestó mi amiga, marcando el número de teléfono.

—Tía, ¿qué haces? En serio, Sara…

Era tarde. Mi amiga no solía hacer bromas de ese tipo, y supe que no estaba de coña cuando comenzó a hablar con la persona al otro lado.

—Hola, ¡buenas! Mi nombre es Lola y he visto que tenéis un piso en venta en la Plaza Soledad Jiménez Becerril, ¿verdad? Bien. Sí, sí, estoy interesada. Sí, claro, claro, me gustaría verlo… Ah, ¿sí? Pues justo estoy por la zona… ¿Sí? ¡Qué bien! Vale… Vale, pues nos vemos en un momentito.

Mi desconcierto era tal que no atiné a arrancarle el móvil a mi amiga de las manos, solo balbuceé:

—¿Qué… qué?

—He llamado a la inmobiliaria. Resulta que el chico que se está encargando de enseñar el piso está ahora ahí, porque ha tenido visita a la 4 y tiene otra a las 5. Vamos, que nos da tiempo. Le he dicho que seríamos rápidas.

Mi amiga se acercó a la barra para pagar los cafés mientras yo intentaba procesar aquel giro de acontecimientos. Había quedado para hablar con ella sobre las posibles formas de echar a mi ex del piso, y estábamos a punto de ver uno nuevo.

Sara me puso el bolso en la mano y tiró de mí para que caminara.

—Tía, estás loca —repetía, mientras ella sonreía divertida.

El empleado de la inmobiliaria fue muy amable con nosotras, como es habitual en el gremio. Al fin y al cabo, lo que quieren es vender pisos. Nos enseñó el apartamento y respondió gustoso todas nuestras preguntas. Bueno, las de Sara, porque yo seguía tan sorprendida que apenas podía articular palabra.

El piso me encantó. Era amplio y luminoso, aunque conservaba muebles antiguos que no casaban con mi estilo. Jose, el de la inmobiliaria, pareció adivinar mis pensamientos.

—Los muebles tienen buena calidad y son reliquias familiares, pero los propietarios no se los pueden quedar. Te darían por ellos un buen pico en cualquier tienda de antigüedades.

Por lo demás, perfecto: un hall amplio, un salón-comedor espacioso, cuatro habitaciones, dos cuartos de baño y cocina con despensa. Incluía dos plazas de garaje, una de ellas bastante amplia, y el edificio tenía sistema de videovigilancia, conserje y servicio fijo de mantenimiento.

—¿Le gusta, Lola? —preguntó Jose, dirigiéndose a Sara.

—Ella es Lola —aclaró mi amiga, mientras yo admiraba las lámparas de cristal del salón.

—Oh, lo siento. Creía que… Bueno. ¿Le gusta?

—Es precioso. Me encanta. Pero…

Iba a decir que no creía que me lo pudiera permitir cuando Sara comenzó a hacerme gestos por detrás de Jose.

—¿Cuánto… cuánto piden por él? —pregunté, más por curiosidad que otra cosa.

—550.000 euros.

Eran casi 200.000 euros más de lo que nos costaba el piso de Viapol, y solo una persona para pagarlo. Era más bien conservadora para los gastos, así que aquello me pareció una locura. Dije a Jose que me lo pensaría y me olvidé del piso en cuanto salí por la puerta, a pesar de la insistencia de Sara para que me lo pensara de verdad.

Intenté asumir mi rutina como buenamente pude mientras el asunto con David y el piso seguía empantanado. Mi ex cada vez parecía más dispuesto a echar fango, y en mis sucesivas visitas mientras él trabajaba comprobé que estaba realizando cambios sin preguntarme siquiera. No sé dónde se llevó la lámpara de diseño de metal con seis focos que teníamos en el salón, ni las cortinas de color gris. Estas últimas desparecieron directamente, y la lámpara fue sustituida por una bola de papel naranja horrible. Presentí que estaba forzando una conversación conmigo y no pensaba darle el gusto, sino que actuaría por otro lado.

Mi intención era concertar una cita con el director de nuestra oficina de Banco Luz, donde teníamos la cuenta común desde la que pagábamos la hipoteca. Quería plantearle el problema y que me ofreciera algunas opciones a proponerle antes de que tuvieran que intervenir abogados, pero una llamada cambió mi parecer. Iba caminando por Ramón Carande, en dirección al banco, cuando sonó mi teléfono. No era un número que tuviera guardado en la agenda.

—Buenos días, ¿Lola? —preguntó alguien al otro lado cuando contesté.

—Sí, soy yo —dije.

—Hola, ¿qué tal? Soy Jose, de la Inmobiliaria Daca. ¿Me recuerda? Tengo noticias nuevas respecto al piso y creo que le van a gustar.

—Sí, lo recuerdo. Dígame.

—Pues verá, es que a la familia le urge vender el piso y, como aún no se ha echado para delante ningún comprador, están dispuestos a rebajarlo un 5%.

—¿Un 5%? —pregunté.

—Sí. Eso supone una rebaja de 27.500 euros, por lo que el piso se quedaría en 522.500. ¿Qué le parece? Bien, ¿verdad? Ya vio que es un apartamento excelente y en una de las mejores zonas de Sevilla. Por ese precio…

Jose estaba dispuesto a desplegar toda su verborrea de vendedor, pero yo solo pude decir que necesitaba un par de días para pensarlo.

—Bueno, pero no lo piense mucho, que es posible que vuele. Este es mi teléfono. Llámeme en cuanto sepa algo.

En lugar de seguir hasta la oficina del banco, me volví al hotel. Pedí a mi hermana que parase unos minutos para tomar café y contarle la nueva oferta.

—¿En serio tienes que pensártelo? —preguntó Sole.

—Pues claro. Para empezar, estoy pagando una hipoteca en otro piso.

—Algo que puedes dejar de hacer —interrumpió mi hermana.

—Para continuar, tal y como están las cosas, me van a pedir más de 110.000 euros de entrada. ¡Yo no tengo tanto dinero! —exclamé.

—No creo que te pidan tanto. Siempre puedes negociar las condiciones, más con la nómina que tú tienes. ¿Cuánto tienes ahorrado?

—Me puedo desprender de unos 40.000, no más —dije.

—40.000 más lo que cojas por el piso de Viapol, que será una cifra similar, ¿no?

—Un poco más, espero.

—Papá y mamá pueden ayudarte con algo más, seguro. Pues ya lo tienes.

Me quedé pensando unos segundos, pero mi hermana insistió.

—El nuevo piso tiene una habitación más que el de Viapol y, lo más importante, David ni siquiera lo ha pisado. No sabe ni dónde está.

—¿A qué te refieres?

—A que yo no me quedaría en un sitio que me recordara a mi ex, la verdad.

—Pues… No lo había pensado así —dije.

Sara casi pide una botella de champán para celebrar cuando, aquel día por la tarde, le conté la nueva oferta.

—Lola, que sí. Que es tu piso, tía. No te lo pienses más. Ese apartamento cuesta mucho más de lo que te dicen. Supongo que los propietarios necesitan liquidez, vete tú a saber si no tienen deudas o qué, como tanta otra gente afectada por esta puñetera crisis.

—Pero aún tengo muchas cosas que arreglar.

—Mira, vamos a hacer una cosa. Vamos a redactar un acuerdo de separación ahora mismo, ¿vale? Le pediré a un compañero que lo firme y lo selle, así cagamos un poco a David.

Mi amiga sacó papel y boli y, entre las dos, redactamos un borrador. Venía a decir que renunciaba a la copropiedad del piso y, por tanto, al pago de todas las cuotas de hipoteca restantes. A cambio, debía percibir la mitad de lo abonado hasta el momento, que entre entrada y cuotas eran unos 45.000 euros. El trato era más que justo, porque yo había puesto mucho más dinero que David en la entrada y, para el pago de la hipoteca, asumíamos una parte proporcional acorde a nuestro salario, y el mío era el doble que el suyo. Lo realista hubiera sido pedirle, al menos, un 60% de lo aportado hasta el momento, y solo me estaba conformando con la mitad. Era algo que recordábamos en el documento de acuerdo, a modo de presión.

Mi clienta lo considera un trato justo, considerando que su aportación económica para adquirir la copropiedad del inmueble ha sido sustancialmente mayor a la cantidad que reclama.

A fin de poner término a la situación, y evitar que el asunto termine en manos de un juez, le sugerimos acepte el acuerdo”.

Ni siquiera sabía si aquello se ajustaba a los documentos de ese tipo, pero me daba igual. La única intención era presionar a David.

Sara me envió el documento firmado y sellado por un compañero del bufete aquella misma noche, y yo se lo envié directa a David. Mi ex me llamó al día siguiente para que nos viéramos y, aunque le pedí que fuera en algún lugar público, él insistió en que estaríamos más cómodos en el piso. Accedí a regañadientes.

La conversación comenzó sosegada. David me explicó lo que yo ya temía, que no podía asumir una hipoteca de 700 euros él solo, que eso era casi la mitad de su sueldo. Cuando le pregunté por qué había insistido tanto en quedarse con el piso, me dijo que tenía la esperanza de que lo arregláramos. Tal y cómo habíamos temido.

—Lola, no podemos terminar así. Después de tantos años, no. ¿Así de mal? No.

—Hemos terminado como tú has querido, David. He soportado mucho. Y me da igual lo que penséis tu familia o tú, no tengo por qué aguantar más faltas de respeto. No se trata así a alguien a quien quieres.

—Ya, lo sé. He sido un gilipollas. Pero son cosas de la edad, Lola, no sé. Aún somos jóvenes. A lo mejor pensé que podíamos permitirnos alguna aventurilla antes de ponernos formal del todo. Con boda e hijos, ya sabes.

—¿Pero cómo puedes tener tantísima cara? ¿“Formal del todo”? ¿Pero en qué mundo vives? ¡Dios, esto es increíble! ¿De verdad hace falta que te diga que esas cosas se negocian antes? ¿Que poner los cuernos no está bien, que me has hecho sentir como una mierda? Nunca hubiera accedido a algo así, y de haberlo hecho, uno de mis límites hubiera sido cualquier fulana callejera que pusiera en riesgo mi salud, ¿sabes?

—Ya, ya. Eso estuvo mal.

—¡Todo estuvo mal! Lo peor es que tú tampoco hubieras aceptado tener ¿qué? ¿Una relación abierta? Solo te estás tirando el pisto. Jamás hubieras dejado que yo estuviera con otros hombres.

—No soy tan celoso como crees.

—Nunca has tenido que echar tu “meadíta” para marcar el territorio, porque he sido tan sumisa que ni te dado motivos para hacerlo. Son cosas de las que me doy cuenta ahora. Además, no hubieras querido tener una relación abierta para no asumir el riesgo de que encontrara a alguien mejor que tú.

Me arrepentí enseguida de haber dicho aquella última frase. No quería hacerle daño a David, después de todo, pero tampoco quería despertar su ira. Ya era tarde.

David se levantó con brusquedad, caminó hacia mí y me rodeó la cintura con los brazos.

—¡Suéltame! —exclamé, intentando zafarme.

Mi exnovio me sujetó los brazos con fuerza a ambos lados del cuerpo, y se colocó de modo que no le pudiera dar un rodillazo en sus partes nobles.

—¿Alguien mejor que yo, dices? No pensabas lo mismo cuando te follaba en esa habitación —dijo, señalando el dormitorio principal con la cabeza.

—Ni siquiera he disfrutado el sexo contigo, gilipollas —afirmé, volviendo a herir su orgullo.

—¿Que no? Eso ya lo veremos.

David intentó besarme mientras seguía agarrándome con fuerza. Me esforzaba por escapar y le pedía insistentemente que me soltara, pero él era más fuerte que yo. Sentí miedo por un momento, pero no sé qué fue lo que me insufló fuerzas. No sé si fue el apretón de manos que me devolvió mi hermana aquella noche de verano en la discoteca, después de que Sofi quemara con un cigarro al tipo que se propasó con ella. O si fue mi prima encarando al tipo. O si fueron Sara o Lara señalando las injusticias que sufrimos las mujeres y llamando a que nos rebeláramos. O fue, directamente, el peso de las muchas humillaciones ya sufridas con David.

Dejé de forcejear y le dije:

—¿Vas a forzarme? Adelante. Es lo único que te queda por hacerme. Pero que sepas que, aunque mi cuerpo esté aquí, yo ya estoy muy muy lejos de ti. Y no voy a volver nunca contigo. Nunca. Jamás.

David me soltó y se quedó mirándome. Luego agachó la mirada, se retiró y dijo:

—Lo siento. Lo siento, se me ha ido la olla. No iba a forzarte, solo esperaba que tú acabaras dejándote hacer.

—No. No quiero que vuelvas a tocarme nunca más.

Mi exnovio asintió en silencio y se sentó en el sofá, compungido. Yo me atusé el cabello y dije:

—Si no quieres quedarte con el piso, lo vendemos. Yo ya tampoco lo quiero. No quiero tener nada que me recuerde a ti, y menos después de esto.

David asintió.

—Mañana mismo me acerco al banco.

Mi exnovio no hizo más preguntas. No quiso saber dónde viviría ni si seguía dispuesta a quedarme solo con la mitad de lo que recaudáramos tras la venta. Cogí mi bolso y pensaba salir sin despedirme. Cuando estaba a punto de cerrar la puerta detrás de mí, David me dijo:

—Lo siento. Tienes razón, ¿sabes? En todo. En que no tienes por qué aguantar y en que mereces algo mejor. Y está claro que yo no puedo serlo. Nunca he sabido tratarte bien.

Me estremecí al oírlo. David sonaba sincero y, en cierto modo, lo compadecí. No había tenido referentes masculinos positivos en su vida como para aprender a tratar a una mujer en una relación de pareja. Mucho mejor trataba a los hombres, claro, a los que respetaba como iguales, e incluso a sus caballos y yeguas. La mala educación transmitida por un padre que nunca quiso bien a su familia pesaba mucho. Influyó en mi relación e influiría, para mal, en todas las que tuviera David. Porque tampoco tenía muchos amigos que lo ayudaran a reflexionar y a cuestionarse.

Pero él ya no era asunto mío. No podía hacer por él más de lo que ya había hecho, así que solo dije:

—Adiós, David.

Cerré la puerta y me marché.

Un mes después de aquella discusión, recibí las llaves de mi nuevo apartamento del Prado de San Sebastián. El piso de Viapol estaba en una zona bastante cotizada, así que se vendió con facilidad. Como último favor a David, accedí a quedarme solo con la mitad de lo invertido entre los dos hasta el momento. Yo conseguí negociar buenas condiciones con Solcaja para la nueva hipoteca.

Aún tuve que ver a mi ex un par de veces más, a cuenta de firmas y últimos trámites con el banco, pero estaba dispuesto a colaborar. Lo aceptó todo y no se le ocurrió aparecer por allí con su madre. La última vez que nos vimos, cuando íbamos a despedirnos, me alargó una mano para que la estrechara.

—Que te vaya bien —dijo.

—Y a ti —contesté.

La tarde que me dieron las llaves del nuevo piso, me acompañaron Sole y Sofi. Ninguna de las dos lo había visto y se morían de ganas.

—Madre mía, ¡qué pisazo! —repetía Sole. —Mi hermana, la ricachona.

—Una ricachona no pasaría cagada los próximos 35 años, como voy a estar yo. Me quedo sin trabajo y ¡zas! —dije, pasándome una mano por el cuello, a modo de guillotina.

—Todo irá bien, ya lo verás —dijo Sofi.

Mientras mi hermana y mi prima se recreaban en los detalles, yo abrí las puertas del balcón para que la brisa de la tarde de otoño renovara el ambiente, como una metáfora de mi propia vida. Por fin estaba lista para un nuevo comienzo.