Lola, la rondeña
Lola se mueve como agilidad entre piedras y barro a la orilla del río. Trae tras a ella a Pierre, un soldado francés recién llegado al corazón de la serranía que ha sucumbido a los encantos de la rondeña. Ahora espera poseerla a la luz de la luna.
11/26/20246 min read
—¡Lola, Lola! Pog favog, ¿puedes ir más despasio?
—¡Aligera, mi amó, que nos quea ya mu poco!
Lola se mueve entre las rocas y el fango como si, en lugar de caminar por la ribera con alpargatas de esparto, llevara garras de lince. Como si esos ojos rasgados marrón claro estuvieran provistos de una visión nocturna animal, y vieran mucho más de lo que solo ofrece la luz de la luna.
Pese a su agilidad, la rondeña está nerviosa. Lleva tras ella un gabacho que la ha andado cortejando los últimos siete días, uno de los soldados del Pepe Botella que han llegado hace una semana al corazón de la serranía. A ella no le sorprendió que Pierre se le acercara mientras lavaba en la Fuente Vieja.
—Con esa cara y ese cuerpo que tú tienes, niña, estás hecha pa rompé corasone —le había dicho Carmen.
Su vecina había insistido mucho en las últimas dos semanas, hasta el punto de que Lola prefería dar un rodeo en lugar de pasar por la puerta de casa. De nada servía. La vecina estaba siempre al quite.
—Todo el mundo tiene que implicarse en esto, Lola, cada una en lo que puea, y tú tienes tus propias bendisioneh de Dioh, niña. Ahí tienes a la Tinajera —decía, bajando la voz—, ¿o tú te crees que lo que anda trayendo de un lao pal otro son solamente tinajas? Y la Chinche se juega todo los días el pescuezo cuando le da de comé a los guerrilleros muertos de hambre que llaman a su casa.
Por fin, Lola se sienta junto a una roca en el río para esperar a su amante. Se mira el refajo deshilachado, y ahora, además, con los bajos manchados de tierra. Hace frío en la ribera, así que se cierra sobre el pecho la toquilla de lana que cubre su blusa de algodón crudo, ya con algún pequeño agujero horadado por el tiempo y el uso. Aún le da tiempo a palpar su moño bajo y comprobar que todos los mechones están en su sitio, porque Pierre aún viene unos metros por detrás.
—¿No muy noir aquí? —grita el francés, que apenas la avista en forma de sombra en la lejanía.
—Que no, tonto, que aquí estamos bien.
A ella le hace gracia su acento. Tiene un español rudimentario que poco a poco ha ido dominando como ha ido la tropa a la que pertenece conquistando el país. O intentándolo. Un español rudimentario, pero suficiente para que ella entendiera su interés aquel día en la Fuente Vieja.
—Usted tiene ohos más bonitos que yo veo —le dijo.
—Qué raro hablas, fransé —contestó ella, con un par de mechones rizados rebeldes enmarcando su sonrisa.
El soldado se había dado las trazas de buscarla entre callejones y plazas, y ella se había asegurado de que siempre terminara encontrándola de manera fortuita. Al segundo día de miradas, sonrisas y chapurreos, que apenas podían armar una conversación legible, le pidió que se vieran a solas. Ella, como la dama que es, rehusó de inicio, hasta que al tercer día le dijo:
—Espérame esta noche donde empiesa el Camino der Molino, pesao —y se dio la vuelta sin agregar una palabra más.
Por fin, Pierre comienza a distinguir las sombras de Lola en la penumbra. La ve sentada en la piedra, esperándolo, y sonríe. También a luz de la luna se deja ver esa belleza y finura que ha visto en muchas mujeres desde que ha llegado a Ronda, y que, por supuesto, no ha pasado desapercibida para ninguno de sus compañeros.
—Aquí estás, chérie.
El soldado llega a su altura con el sonido amortiguado de sus botas de cuero negro en la tierra húmeda, y deposita en el suelo el bicorne negro con la roseta tricolor. De repente, la resuelta Lola se siente algo intimidada por su cercanía. El soldado impone con su uniforme azul, la camisa blanca y los pantalones del mismo color. Pero, sobre todo, lo que inquieta a la joven es la bayoneta que lleva en uno de los lados.
Pierre toma las manos de Lola para que se levante del asiento improvisado que ha encontrado a la vera del río.
—Quiego mirarte de cerca, linda.
Ambos se miran a los ojos unos segundos hasta que Lola, avergonzada, aparta la vista. Incluso en aquella oscuridad, esa mirada de Pierre, que la desnuda, le ha provocado un pudor que ahora colorea sus mejillas. Parece que el francés se ha dado cuenta, porque, mientras ella permanece con la cabeza gacha y la vista puesta en cualquier matorral, él acaricia sus pómulos con ternura.
—Bonita. Bonita eres.
El soldado trata de tomarla por la cintura, pero la joven se zafa con premura y se da la vuelta.
—Pog favog, chérie, deja que te mire.
Lola no se gira, así que el francés, exasperado, camina los pasos que la separan de sus gráciles formas y la toma de la mano para que ella, momentáneamente sumisa, se ponga frente a él. El soldado lo vuelve a intentar, que no se ha recorrido toda la Península para rendirse a las primeras de cambio. Se acerca, y posa el dorso de la mano por su cuello terso y suave.
—Oh, mon Dieu —suelta involuntario en un susurro, abstraído por la belleza y la cercanía de la rondeña.
La joven se moja los labios en un gesto breve que anima al soldado, que vuelve a tomarla por la cintura.
—Seguro que no besó nunca un francés —dice, anunciando sus intenciones.
El hombre toma aire y pega sus labios a los de Lola. Ella no se resiste. No es la primera vez que lo hace, pero aquel besuqueo furtivo del pasado verano con Tomás, el de la fragua, nadie tiene que ver con la manera en que se funde con ella un hombre como Pierre. En la soledad de la ribera, en la oscuridad de la noche, la está tomando por la cintura e imprimando su fragancia en su piel como ella sabe que hacen los buenos amantes, sin haber tenido nunca ninguno.
Es una sensación rara porque la rondeña está notando la mezcla de humedad y calidez que salen de la boca de Pierre, pero también una dureza en su entrepierna que le genera una sensación nueva. Sabe, por sus vecinas, que es algo que le pasa a los hombres, pero es la primera vez que lo nota en sus propias carnes.
Sin querer, la joven ha bajado la mirada para estudiar el bulto evidente que ha crecido bajo el pantalón de lana de Pierre, llena de curiosidad. El francés se ha dado cuenta. Sabe dónde ha posado un segundo Lola sus ojos.
—¿Quieges…? —pregunta.
Ella no responde, lo que Pierre interpreta a su conveniencia como afirmación. El soldado da un paso atrás y se lleva las manos a la cinturilla del pantalón. Lola se asusta. Ella no quiere llegar tan lejos, pero tiene que esperar. ¿Cuánto tiempo?
Antes de descubrir sus calzones, Pierre se acuerda por fin de su arma. En un momento, antes de retomar la tarea por donde iba, el francés se descuelga la bayoneta y la deja en el suelo de tierra. El soldado, animado por el manto discreto en que les envuelve la noche y por los ojos curiosos de Lola, se desnuda delante de la rondeña. Desliza hasta el suelo su uniforme y se muestra tal y como es a la luz de la luna. Lola ha visto antes las vergüenzas masculinas, sobre todo, cuando los chiquillos se bañan en verano en las fuentes del pueblo. Pero aquel tubo de carne que sobresale de la entrepierna de Pierre y apunta hacia ella, dura y rígida, es una visión nueva. “Ahora sí”, piensa Lola, “es el momento”.
Como si su pensamiento hubiera invocado al espíritu de la serranía, los pasos se ciernen sobre los amantes con celeridad, justo cuando el francés se acercaba otra vez a la joven.
—Comme? Mais qu'est-ce que c'est? —exhala, confuso y, por momentos, desorientado.
Cuando quiere darse cuenta, un grupo de al menos 15 hombres ha caído sobre él y lo rodea, sin tener tiempo apenas para vestirse deprisa. Sabe que ya es tarde para llegar a su arma.
—¿Qué pasa, gabacho? Te lo estabas pasando bien, ¿no? Hoy vas a aprendé por qué no puedes tocá a una de las nuestras.
Habla el que parece el líder de la banda, un sureño con barba poblada y raída camisa gruesa de lino. El francés cae en la cuenta de la emboscada.
—Oh, maudite garce! —murmura.
No hay ni rastro de Lola, que se ha escabullido entre los hombres y ahora, llena de culpa y sucia de besos y tierra, emprende el camino de vuelta al pueblo.
Al día siguiente, no hay un alma en Ronda que no haya oído la historia del francés que tuvo que volver al cuartel como Dios lo trajo al mundo, con las manos tapando sus vergüenzas, para mofa de toda su escuadra y castigo de su jefe.
—Hasta sin botas lo dejaron, creyéndose él que se había llevao a una mosa al huerto —cuenta Carmen a una vecina justo cuando Lola pasa a su lado, a quien dedica una disimulada mirada cómplice.
Aquellas humillaciones se convirtieron en habituales para minar la moral de los soldados franceses, a los que, aun siendo parte del ejército más poderoso del mundo, comenzaba a asolar la idea de que no podían ganar aquella guerra.
Lola ya no volvió a encontrarse con Pierre. Alguna vez lo vio a lo lejos al doblar una esquina, pero, con presteza, volvía sobre sus pasos y escogía otro camino para evitar el encuentro. Aquella noche, de camino a casa, se lavó repetidas veces la cara en la fuente. Y a pesar de ello, noches y noches después, aún sentía en los labios los besos de Pierre.

