Mara se pone creativa
Ella es María Antonia, Mara para los amigos. Tiene 43 años, lleva 12 casada con su marido y ahora quiere subir la media de polvos a la semana. Tira de creatividad y de mensajes subliminales y no tan subliminales. No siempre lo consigue, pero, cuando sí mmmm… ¡sí!
2/11/20254 min read
Me llamo Mara. Mara de María Antonia, no preguntéis. Tengo 43 años y llevo siete casada con mi marido, Nacho. Nos conocimos a mis 23 y sus 26, una relación larga que terminó en matrimonio 12 años después.
Nos llevamos muy bien, ¿sabéis? Tenemos gustos parecidos, disfrutamos la compañía del otro, solemos hacer planes interesantes… Tenemos complicidad y buen rollo. Lo considero mi mejor amigo.
Solo flaqueamos en el sexo. Bueno, no sé si “flaquear” es la palabra adecuada. Es que hay un pequeño desajuste en las preferencias de frecuencias. Yo de uno no me bajo. Jamás. Uno a la semana, mínimo, menos de eso no. Pero llegaría gustosa a dos, incluso tres.
Pero Nacho es comodón. A él le gusta, disfruta tanto como yo, pero le cuesta ponerse. Trabaja mucho, ¿sabéis? Y le gusta ver el fútbol, el ciclismo, dar largos paseos y cocinar. Lo de desvestirse, pierna aquí, pierna allá, tú encima, agáchate al pilón y todo el contorsionismo del sexo está bien para una vez a la semana.
Como yo no tengo suficiente, este año lo he convencido para fijar un nuevo propósito: registrar polvo y medio a la semana. Diréis: “Coño, o uno o dos”. Me refiero a media. Una semana uno, a la siguiente dos, a la siguiente uno. Pero ya sabéis lo que pasa con los buenos propósitos: los vas dejando y dejando hasta que llega diciembre y los quieres cumplir todos antes de Nochebuena. Así que me toca llevar la iniciativa.
La otra noche le preparé una sopa de pollo con letritas, ya sabéis, la pasta esa de sémola que es como los fideos, pero con forma de letras. Que a él le extrañó que cocinara, porque yo repelo los fogones. Luego lo entendió porque, en el borde del plato, junté la F, la O, dos L, una A, una M y una E. F-Ó-L-L-A-M-E. Ahí, bien visible. Sonrió al verlo, pero no follamos porque al día siguiente tenía que levantarse muy temprano. Eso sí se durmió en mi lado de la cama para que estuviera calentita cuando yo llegara. ¡Está tan mono!
El viernes por la noche quise sorprenderlo con un surtido de cócteles. Para achisparlo y que se dejara hacer no, no tenía intención de inhibir su capacidad de consentir. Fue para usar nombres sugerentes: “El comepipas”, “El tubo chorreante”, “El 69”, “Sex on the couch”. Pero Nacho estaba cansado de todo el día, así que se bebió tres y se quedó dormido en el sofá. Yo jugué un ratito al pinchadiscos (vamos, que me masturbé dos veces) y me acosté. Al día siguiente me desperté a las 10:30 h y Nacho, que se suele levantar mucho más temprano que yo, me había hecho mi tarta favorita: la de galleta, flan y chocolate.
Salí a tomar café con unas amigas aquel sábado y, cuando volví a casa, me llevé una agradable sorpresa. Mi marido había encendido velas con olor a lavanda en nuestra habitación y me esperaba desnudo.
—Desnúdate y siéntate en el trono, reina. Hoy soy tu vasallo.
Me senté en el filo de la cama y él se arrodilló ante mí. Primero, para quitarme las botas y las medias. Después para llenarme lentamente de besos, de los pies al torso, con suavidad y sin prisas. Me hizo gracia verlo así, tan entregado y dispuesto a someterse, pero concentrarme en el roce de sus labios me llevó de la diversión a la excitación.
Aún de rodillas, lamió mi cuello y alcanzó mis labios, solo un instante. Tenía más para mí. Enredó su lengua insistente en mis pezones, caliente y húmeda, una batalla lasciva que dejó una primera víctima: a mí misma. Turbada por la excitación, caí de espaldas en el colchón.
Aquella pequeña retirada de rendición dejó mi intimidad al descubierto, más de lo que ya estaba, y él aprovechó el momento. Posó sus manos en mis rodillas para abrirme ligeramente las piernas, y yo sabía lo que venía a continuación. Me reincorporé para ver el espectáculo, porque dudo que nunca nadie me folle con la lengua como lo hace mi marido. Sabe cómo me gusta. Me gusta lento, con la suavidad del dorso y la insistencia de la punta. Me gusta que atrape mi botón con sus labios. Y me gusta que lo sorba y haga ruiditos, como cuando succiona tapas de caracoles en primavera. Fue así, alternando. Insistiendo. Y yo cada vez más abandonada, más en blanco, hasta que, por fin, derramé mi esencia en sus barbas al correrme, aullando como una loba.
Tan buen regalito me había hecho que, sin que dijera nada, me puse a cuatro patas, con los antebrazos apoyados en el colchón. Ya no era una loba, sino una gatita en celo, y quería que me lo hiciera por detrás. Él usó lubricante, se agarró a mis caderas y me penetró el trasero. Estaba tan encendido que daba golpes de pelvis con brío, sin parar, gimiendo, abstraído y ajeno a los choques que me estaba dando contra el cabecero y que me obligaron a recolocar la almohada para hacer barrera.
—¡Oh! Cómo me gusta que me folles por detrás —dije.
Cuando aflojó el ritmo y dejó escapar esos sonidos guturales que tanto me gustan, supe que acababa de experimentar otra de sus gloriosas corridas. Siempre terminamos uno a cada lado de la cama, mirándonos mientras tratamos de recuperar el aliento, y siempre pienso, en esos momentos, que no puede haber nada mejor en el mundo.
No llevamos mal el contador en 2025. ¿Lograremos subir la media?

