Medusa X

Medusa, intrépida periodista, está a punto de conseguir la exclusiva de su vida. Ha accedido a la propuesta indecente de Perseo y ahora está a solas con él en su despacho. Le ha prometido la confesión que cambiará su vida.

11/19/20246 min read

Medusa estaba a punto de conseguir la exclusiva de su vida. Esperaba que el aluvión de visitas hiciera que se cayera el servidor de la web, pero lo que le interesaba no era el tráfico. Lo que le interesaba, como periodista, era destaparle otra verdad al mundo.

Por fin había conseguido ganarse la confianza de Perseo. Un email anónimo la puso sobre su pista. Aquel empresario cincuentón era el cerebro de una trama criminal en la que estaban involucrados otros ocho hombres de negocios y políticos de la ciudad. Dos mujeres captaban a chicas jóvenes en institutos de barrios pobres, les prometían una vida de esplendor sin escasez y las entrenaban con el cometido de ser fuentes de placer. Las convertían en el plato fuerte del entretenimiento en las fiestas masculinas de la cima social. Eran la recompensa carnal que aquellos hombres orgullosos sentían que merecían, solo por su condición y posición, como si fueran héroes.

—Los métodos que utilizas para recabar información se pueden considerar pocos ortodoxos. ¿No temes perder credibilidad?

Perseo se dirigía a ella con la arrogancia propia de los hombres de su clase mientras se permitía acariciar su cadera por encima del vestido rojo ceñido. Sentado en la silla de su despacho, con ella de pie frente a él, se sintió ganador. Se había acostado con muchas mujeres a lo largo de su vida, pero ninguna poseía la combinación tan perfecta entre arrojo, inteligencia y atractivo como la que tenía delante. Le había prometido contarle lo que sabía si accedía a tener relaciones con él, pero no tenía intención de cumplir su parte. Ni siquiera le daría esas miguitas informativas con las que la había mantenido tras de sí durante meses.

—Mis métodos son cosa mía.

Medusa soltó la pinza que sujetaba su cabello para que cayeran en cascada sus enroscados rizos, enrollados como serpientes. La licra de su vestido facilitó el destape, así que Medusa tiró de los dobladillos del escote para que la prenda se deslizara por sus brazos y se quedara en la cintura. Después, con un breve deslizar, solo la dejó caer hasta el suelo. Perseo se relamía del gusto con su sola visión, casi palpaba ya la sensación electrizante de poseerla.

Medusa lo dejó recrearse unos segundos. Dejó su mirada lasciva y cosificante examinar sus pechos, aún bajo el sujetador negro de encaje. Y su vientre, al filo de las braguitas a juego, de piel tersa en contraste con la zigzagueante silueta que dibujaban cintura y caderas.

Perseo quiso decir “Ven aquí”, pero Medusa se colocó sobre él antes de que pudiera abrir la boca. Quiso desabrocharle el sujetador, pero Medusa se apretaba tanto contra él, con un rítmico movimiento de pelvis, que él apenas podía enviar órdenes claras a su sistema motriz. ¿Qué magia era aquella?

Todo se volvió borroso y confuso. La oscuridad de la tarde de noviembre había tapiado la ventana del despacho, pero no era la falta de luz la razón de su ceguera. Era ella, que tenía secuestrados sus instintos. Justo cuando sintió que había perdido el control, por primera vez en su vida, Medusa desabrochó el botón y la cremallera del pantalón. Él, embriagado de sus dones físicos, deseoso de recrearse en cada uno de ellos, ni siquiera se había dado cuenta de que ella se había quitado las bragas. ¿Las llevaba, acaso, desde el principio?

Un susurro sirvió como cable a tierra.

—Te vas a acordar de esto toda tu vida.

Perseo abrió los ojos lo justo como para tomar conciencia del momento y el espacio. La sintió encaramado a él sobre la silla, con su pecho en primer plano. Notó cuando su mano agarró su miembro para guiarlo hasta el interior de ella, donde fue acogido como una presa que se posa sobre una planta Venus. Se abstrajo en el figurado abrazo del deleite más intenso, que notó en su vientre y en su pecho tanto como en su falo. Pero, justo cuando ella se elevaba sobre sus rodillas para continuar el vaivén en torno al tallo, subiendo para luego bajar, sintió el dolor más intenso nunca experimentado.

—¡Ahhh!

Horrorizado, Perseo se agarró instintivamente los genitales, que eran el foco del dolor. La sangre brotaba y trataba de abrirse paso entre sus dedos, que no parecían suficientes para taponar la herida, a la vez que gritaba y se revolvía sobre la silla.

—¿Qué me has hecho? —acertó a preguntar entre balbuceos.

Una risa casi demoníaca fue la respuesta. Al mirar hacia la fuente de la que provenía, Perseo olvidó la herida, se puso de pie y quiso correr para ponerse a salvo. Sentada en el suelo, Medusa permanecía frente a él con una risa histérica y las piernas abiertas. Había encendido la luz para dejarse ver. Su vulva no era el triángulo rosado y perfecto que él había imaginado mientras se desnudaba, sino una gran boca llena de dientes puntiagudos que, en aquel momento, parecían triturar algo.

—¡No, no! ¿Pero qué has hecho?

Ella interrumpió sus quejidos.

—Puedo devólvertela. Te la coserán.

Paralizado por el miedo, Perseo la observó.

—Pero antes tienes que confesar.

Cantó como canta un zorro rojo cuando se siente amenazado. Se lo confesó todo. Y, solo cuando terminó, ella paró la grabadora de su móvil y completó el número final, su favorito. Se sentó en el suelo, se abrió de piernas, echó la cabeza hacia atrás y pujó como una parturienta. Pujó hasta que su coño expulsó la polla arrugada de Perseo ensangrentada y llena de la sustancia pegajosa de sus flujos, como resultado de una digestión interrumpida.

Quiso quedarse para ver los patéticos pasos erráticos de Perseo buscando su miembro deshecho y su móvil, con las manos aún llenas de sangre, y su increíble descripción de la situación a Emergencias. Pero hacía tiempo que Medusa se había aburrido de aquellas escenas. Muchos años después de la primera vez, ya le resultaban repetitivas. Se puso su vestido y se marchó sin ser vista.

Tal y como intuyó, su web recibió cientos de miles de visitas. Pero, como también supo desde el principio, ni Perseo ni sus cómplices tuvieron una condena que se pudiera considerar justa para las víctimas, aunque quedaron expuestos ante el mundo. Hace tiempo que no deja que la injusticia la desanime, sino que la pone en acción.

El auténtico peaje que Medusa paga por destapar los abusos y ayudar a las víctimas es revivir de cuando en cuando aquello que la marcó y la convirtió en lo que es hoy.

—Ven, anda, vamos a pasar un buen rato.

—¡No, no! Déjame salir ahora mismo.

—Sí, saldrás enseguida. Pero quédate conmigo un poco más, mujer, que me siento muy solo en este despacho tan grande.

Todavía, al cerrar los ojos, Medusa recrea en su mente cada palabra, cada gesto y cada imagen de aquella tarde. A Poseidón, el director del diario Pacífico, no le hizo falta quitarle una sola prenda para desposearla de todo. Doblegó su voluntad y, al hacerlo, quebró su espíritu. ¿Cómo vives en tu propio cuerpo después de que haya sido profanado? ¿Cómo vuelves a un templo arrasado por las llamas?

Medusa comprobó pronto que las palabras aún pueden ser mucho peores que los hechos. Necesitó tres días de colapso para intentar iniciar su reinvención y asumir el difícil papel de la víctima. Denunció a su jefe y se incorporó a su puesto de redactora en Pacífico, el que tanto esfuerzo le había costado conseguir. Sabía que se exponía a escrutinio continuo, y casi lo prefería por encima de la condescendencia. Pero nunca hubiera aventurado lo que ocurrió.

Atenea, otrora subdirectora y ahora flamante nueva directora de Pacífico, la llamó a su despacho.

—¿Qué pasó, Medusa?

Ella no quería contestar, pero reunió todo su valor y dignidad desde lo más hondo y lo hizo. Porque sabía que era la única manera de recuperar su vida. Poseidón la desposeyó de muchas cosas, pero no de la verdad, que era suya. Jamás hubiera anticipado que su versión se convertiría en su sentencia de muerte civil.

—Mira, Medusa, creo que es mejor que te tomes un descanso. Que conste que lo hago por ti. Este sitio te debe de traer muy malos recuerdos. Todo el mundo va a estar muy pendiente de lo que haces y dices, y yo no quiero que esto afecte a la credibilidad y el prestigio del periódico.

Ni siquiera una sentencia a su favor, tras revivir el episodio docenas de veces ante jueces y abogados, cambió el curso de la historia. Atenea conservó su puesto al frente del periódico, y Poseidón, que no tuvo que pisar la cárcel, fundó un medio digital expandebulos con el que dicen que se está forrando. Una simple mortal no puede competir contra los dioses.

Fue una de aquellas noches cuando, al palparse la abertura de la vagina para saber qué le estaba causando malestar, descubrió unos dientes afilados cerrarse en torno a sus dedos. Daban a su vulva el aspecto de una boca extraña y grotesca, ante la que lloró y gritó desesperada. Sintió que la vida la estaba castigando tanto que pensó en quitársela, pero pronto fue consciente de su poder. Ella no era el monstruo, sino la cazadora. Aquellos que la profanaron, representados en Poseidón pero vivos en cada abusador y violador del mundo, consiguieron romper a Medusa, pero temblarían ante Medusa X.