Mi vecino, el jornalero

El deseo contenido y el calor de verano ponen dinamita. Lo que prende la mecha es un comentario inocente de la vecina...

11/29/20234 min read

¡Qué inoportunos son los críos a veces! Mi hija, de cinco años, se ha puesto eufórica al ver a la nieta de la vecina, de la misma edad. La puerta de su casa estaba abierta, como siempre, porque a ella le gusta llevar el control de cualquiera que pasa. Con su omnipresencia y sus preguntas, a veces indiscretas, me recuerda a la esfinge de Tebas. Es el peaje que hay que pasar para llegar a tu propia casa.

Ahí está la buena mujer dándome conversación, mientras yo intento llevarme a la niña.

—Ada, hija, vámonos, que es tarde —digo a la niña. Y ella nada, a lo suyo, gritando como una posesa con su minicomadre de portal.

Me disculpo con mi vecina, aunque ella está disfrutando con la cháchara que yo le estoy proporcionando. En realidad, es unilateral y sin feedback, pero le vale igual.

—¡Ay, Pepa! Estas dos gritando, a las horas que son… Seguro que tu marido está dormido, con lo temprano que se levanta para irse al campo, el hombre.

—Tranquila, ese se duerme tarde, y con estos calores… En verano duerme más durante la tarde que durante la noche.

—Ya, bueno, pero igualmente yo…

Hago otro amago de marcharme, que mi vecina se toma intencionadamente como un deseo de no molestar.

—Mientras no pasen adentro, ¡déjalas, mujer! Que dentro no molestan, ya digo, pero mi marido duerme como Dios lo trajo al mundo, ¿sabes? Y, cuando está la cría y oye ruidos en el pasillo, se pone nervioso, no sea que entre.

—Ehhh… Ah, bueno…

Me quedo cortada con aquella revelación, era una información que no necesitaba saber. Mi vecina es así de indiscreta y, en lo que respecta a su marido, no se corta. Allá que sigue:

—¡Ay, de verdad, estos hombres…! Bien que hiciste tú en divorciarte, ¡y lo a gusto que estás sola! Yo me lo pienso todos los días, ¿eh? Ya te lo digo.

—Anda, mujer, eso dices tú ahora —digo, más por evitar que me siga contando intimidades que por quitarle hierro al asunto.

—¿Que eso digo yo ahora? Mira, hija, yo te digo que a mi Miguel le sale una novia y yo le tiro la alfombra roja. ¡A ella, no a él!

Me llevo a mi hija casi a rastras, ¡qué largo se me hace el verano! Más que su a padre, eso desde luego, que renunció a la custodia compartida y se conforma con verla dos fines de semana al mes ¡Qué indecente!

Ya hace dos años que nos divorciamos y, no sé si es por mis necesidades carnales, pero mi vecina me dejó pensando mucho. ¿En las veces que el amor maduro se vuelve tedioso y casi tóxico? No. Me dejó pensando en Miguel durmiendo en las noches de verano, en su cuerpo desnudo rehuyendo el más leve roce de unas sábanas que puedan agregar calor a su piel, ya encendida.

Nunca antes había tenido pensamientos recurrentes con mi vecino, y ahora Pepa ha abierto la veda a una fantasía que yo atribuyo a las calenturas. Que la sangre me borbotea con estos calores inhumanos de verano y que estoy pasando un hambre descomunal. Hambre de cuerpo de hombre.

No me había fijado antes en mi vecino. Es un cincuentón con bigote, con cabello que empieza a escasear y con esa prominente tripa tan propia de la edad. Pero ahora mi mente lo dibuja con el torso desnudo, con su piel morena castigada por un sol que no da tregua, mientras riega la tierra con su sudor. Sé que es sindicalista. Un hombre de campo más curtido en la lucha por los derechos que cualquier progre burgués. De los que apenas te da conversación en el ascensor, de los que prefiere el fútbol como tema estrella en la barra del bar. Pero luego hay asamblea de trabajadores y arenga a su gente con una claridad expositiva que solo puede ser persuasiva. Yo hago huelga, yo me manifiesto contigo y te como entero, Miguel.

¡Ay, Miguel! Me teníais que ver en su cocina sentada sobre él, él sobre un taburete. Los dos desnudos, pecho contra espalda. Me penetra vía vaginal y yo me muevo arriba y abajo para darme placer, para dárselo a él. Tiene sus manos libres y envuelve mi espalda para sobar mis pechos. A veces lo hace con suavidad, otras veces con la rapidez y la vehemencia de quien arranca papas de la mata en una jornada en el campo. Alterna al clítoris, que frota. La aspereza de esas manos de obrero juegan con ventaja cuando se trata de dar placer. Las grietas de sus yemas castigadas contrastan con la delicadeza, suavidad y elasticidad de mi vulva, en la que se recrea. Como si hiciera tiempo que no toca una. Como si ese momento fuera un oasis en años de sequía, de rutina aplastante convertida en una monotonía que lo devora todo, incluso el placer.

—¡Miguel! ¡Miguel! —jadeo, porque me gusta y porque quiero encenderlo más con mi lascivia. Que siga tocándome con esas maneras, en algún punto entre lo delicado y lo tosco.

Tendríais que ver el cuadro, pero no lo veis, claro. Solo lo veo yo. Miguel está en mis fantasías, y es ahí donde va a permanecer. Creo que casi todo es mejor en las fantasías, pero algún día voy a ser yo la indiscreta y le voy a preguntar a Pepa si iba en serio eso de la novia de Miguel. Porque ya puede tirarme a mí esa alfombra roja de la que hablaba.