Mitos

Óliver no quiso darle importancia la primera vez, pero se preocupó cuando le sucedió una segunda. Decide ocuparse del asunto con la ayuda fogosa de su mujer, Nadia, con la que desmonta algunos mitos relacionados con el sexo y los roles.

1/3/20244 min read

La chica apenas se tiene en pie, con la espalda arqueada y las manos apoyadas en el brazo del sofá. Tiene la boca abierta, los ojos cerrados y gime de un modo exagerado mientras el pelo le cae desordenado sobre la cara. No le puede estar gustando tanto que él la sodomice con tanta agresividad, y menos en esa postura. Pero allí están. Son primos, al parecer. Se han pasado el verano tonteando, dos meses condensados en una escena de cinco minutos. En la siguiente, sin más contexto, él ya le estaba acariciando los muslos por debajo del vestido blanco de verano, justo después de que sus mamás salieran de la casa y los dejaran solos, ajenas a la tensión sexual.

—Quita esa película, anda, Óliver.

—¿Por qué? ¿No te excita?

—Ni de puta coña. Además, es todo mentira. No se aguanta tanto tiempo con la polla así de tiesa y de dura. Esto no es muy terapéutico.

Hace tres meses, en una de las sesiones de amor de Óliver y Nadia, él no logró empalmarse. Ambos habían bebido, así que no le dieron importancia. Con solo 42 años, no se suelen experimentar ese tipo de problemas. Pero, cuando una semana después le volvió a pasar, se dispararon las alertas. Óliver se había pasado toda la cena con sus amigos haciéndole un marcaje exhaustivo al escote de su mujer y, cuando se levantaba, a las nalgas apretadas bajo un vestido rojo muy ceñido. Y ella, que lo notó, le deslizó alguna mirada sugerente y algún susurro lascivo cuando los otros comensales no miraban.

Mito desmontado: no es que tu pareja no te ponga.

Tras las pruebas de rigor, el urólogo descartó problemas físicos, hormonales o farmacológicos y derivó a Óliver al terapeuta sexual. La causa era psicógena, pero, para él, cualquier matiz de diagnóstico hubiera quedado apagado por la palabra que resonaba fuerte en su cabeza: impotencia. IM-PO-TEN-CIA. Inutilidad, incapacidad, ineptitud. Falta de hombría y de virilidad.

—Óliver, no te machaques de esa forma, de verdad. Es contraproducente y te va a acarrear algo peor —repetía Nadia.

—¿Peor que esto? —se preguntaba él.

Las siguientes semanas fueron de aprendizaje. Dejaron de lado el porno, tan irreal y tan tosco, en favor de experiencias multisensoriales.

Nadia fue a buscarlo una mañana a la pequeña oficina de programador que tenía montada en casa. Abrió la puerta sin permisos ni disculpas, le dio la vuelta a su silla y le instó a disfrutar del espectáculo. Llevaba un vestido lencero de raso negro con liguero a juego.

—¿Te gusta? —le preguntó casi en un susurro, pasando las yemas de sus dedos sobre el pecho y las caderas.

—Estás muy sexy —respondió él, aún sin salir del shock inicial.

Para que él terminara de entrar en materia, Nadia le agarró la mano y lo guio hasta su habitación, donde ya había preparado un escenario minimalista. Lo único fuera de lugar era una silla frente a la cama.

—Siéntate —le pidió. —Quiero que me mires.

Tomó su asiento en primera fila y la observó colocarse de rodillas sobre el colchón. De nuevo, acarició sus pechos sobre la suave tela que la recubría, lo que hizo que se le marcaran los pezones tras el delicado satinado. Óliver la observaba con deseo.

Nadia se irguió ligeramente sobre las rodillas para quitarse el vestido y dejar a la vista tanto sus pechos como sus braguitas de encaje, a juego con el liguero. Jugueteó con la cinturilla elástica, pero aún esperó para quitárselas. Antes, apoyó la espalda contra el cabecero y se acarició los pezones, sin dejar de mirar a su marido. Después deslizó la yema de su dedo corazón sobre el encaje de las bragas, desde la abertura vaginal hasta el clítoris, aún recubierto por la tela. Así, con las piernas abiertas y mordiéndose el labio, a Óliver le parecía un auténtico regalo para la vista.

La mujer se levantó un instante para retirarse por fin la ropa interior, de una forma lenta, delicada y muy sugerente. Y luego volvió a sentarse sobre la cama, con el cabecero sirviéndole de respaldo. Comenzó a acariciarse los muslos y el vientre, incrementando la tensión de su excitado espectador.

—¿Quieres ver cómo me toco? —le preguntó sonriendo.

El asintió.

Ella posó la mano sobre su sexo, ya bien lubricado, primero palpando solo los labios mayores. Después introdujo su dedo corazón en la cavidad vaginal, donde unas blandas y suaves paredes lo envolvieron con mimo. Comenzó con movimientos lentos, chocando la palma de la mano contra el clítoris. Y siguió con un brío que constataba que la habían poseído las ansias. Gemía.

—¡Oh, oh!

Con la respiración agitada, pero sin perder el contacto visual con su marido, Nadia sacó el dedo de su interior y lo deslizo hasta el clitorís, arrastrando los fluidos vaginales para favorecer la fricción. Ya consumida por las ganas, sin contener los jadeos, completó con rapidez los movimientos circulares bajo una suave presión. Para entonces, su marido estaba agarrado a los posabrazos de la silla y respirando de forma tan vigorosa como ella.

—Me voy a correr, Óliver. ¡Óliver, Óliver!

Mito desmontado: el hombre no es responsable del placer de la mujer.

Nadia repitió la operación a la semana siguiente, pero, en aquellas ocasiones sucesivas, su marido ya no se conformó con mirar. Comenzaba sobre la silla, sí, pero el ardor terminaba por levantarlo para manosear sus pechos o su trasero, para hundir la cara en su vulva o para lamerla en lo más hondo.

Mitos desmontados: ni la penetración es el culmen del sexo ni se pierde capacidad alguna de dar y recibir placer.

Hasta que Óliver volvió a conseguir una erección, sin prisas ni agobios, jamás volvió a hablar de impotencia.