No somos niños

No saben qué es aquello que les hace tan diferentes para sus madres y otras personas de su entorno. Lo que sí saben es que son Pablo y Margarita, que no son niños, que se quieren y que les encanta besarse y acariciarse.

5/8/20244 min read

Se conocieron en el centro, el otro colegio. Pablo y Margarita se gustaron casi desde el primer día. A Pablo le encanta mirar documentales y, cuando ve uno, cuenta a sus compañeros lo que ha aprendido casi con la misma precisión del narrador. A Margarita le encanta cómo relata. A él le gusta lo coqueta que ella es. Considera que tiene un sentido excepcional de la moda, y es la persona con más estilo que conoce. Los estilismos con trenzas son sus favoritos.

La primera vez que se besaron fue muy especial. Sus compañeros ya los habían visto darse la mano, así que, una tarde, se colocaron en un corro con ellos en el centro y corearon “¡Que se besen! ¡Que se besen!”. Y ellos lo hicieron. Supieron que no tenían que temer las reacciones de sus madres cuando vieron a la maestra sonreír.

Los besos supusieron un primer nivel de intimidad. Les gustaba besarse. Un piquito cada vez se veían, aunque el tiempo de separación hubiera sido dos días enteros o solo 20 minutos. Un día, Pablo usó su lengua dentro de la boca de Margarita, y ella lo imitó. A los dos les gustó la sensación. Terminaban con las barbillas empapadas, pero les gustaba el intercambio de humedades y ese bailoteo de lenguas y labios sin ritmo concreto.

En un recreo, Pablo y Margarita coincidieron dentro del edificio, saliendo del baño, cuando todos sus compañeros y profesores estaban ya en el patio. Se dieron uno de aquellos besos acuosos, pero, en aquella ocasión, Pablo también sobó los pechos de Margarita sobre el jersey. A ella no le disgustó, pero, le habían hablado tantas veces sobre su cuerpo, cuándo se podía tocar y cuándo no que, aquella tarde, lo comentó en casa. Solo para despejar dudas de si estaba bien o no. Por su gesto, supo que a su madre no le gustó conocer esa información.

Luego, por el propio Pablo, supo que a la madre de él tampoco le había gustado. Cuando la otra la llamó por teléfono para contárselo, sometió a su hijo a un interrogatorio inquisitorial. Sus madres, siempre tan protectoras. Ahora, en plena veintena, se lamentan de que les sigan tratando como a niños. Así es como los ven. Y claro, ya se sabe que los niños no tienen las mismas necesidades y capacidades que los adultos. Solo con sus maestros del centro y con sus compañeros pueden hablar ciertos temas sin temor a decir algo inapropiado.

Resultó que ni las peticiones insistentes de tener cuidado, ni los eufemismos, ni la evitación de ciertos temas considerados tabú quitaron a Pablo y a Margarita las ganas de verse. Así que a sus sobreprotectoras familias no les quedó otra que aceptarlo, comprenderlo y prestarse a guiarles. Hay conversaciones, pese a todo, que nunca se tienen con los padres.

Para eso, afortunadamente, están las clases de sexualidad de su otro colegio. Pablo las ha recibido con la atención que presta a uno de sus documentales, serio y concentrado. Sus compañeros, incluyendo a la propia Margarita, se la han pasado entre risitas, pero él incluso tomaba notas. Por eso, cuando por fin puede pasar la primera noche con su novia, sabe qué puede hacer. Y quiere hacerlo bien. Tanto que la sesión les queda metódica, como si se tratara de un ensayo de laboratorio, y no de puro placer.

—A ver, prueba contigo misma una de las técnicas que nos explicó Maite —pide a Margarita.

Ella se quita la ropa y se tumba sobre el colchón. Están solos en la casa de él.

Pablo se sienta en una silla frente a la cama y mira a Margarita. Se excita mientras ella se toca, pero, sobre todo, observa como observaría un científico. Ha colocado dos dedos abrazando el clítoris y ahora, ejerciendo presión, sube y baja en torno al capuchón. Tiene la respiración agitada, pero su mirada está perdida en algún punto de la habitación.

—¿Y si lo haces del otro modo? —sugiere Pablo. —Mira, así. ¿Puedo?

Margarita asiente y él se tumba junto a ella.

Pablo introduce el dedo corazón en la vagina. Está buscando su área de estimulación interna y, a la vez, mientras acaricia el interior, roza su clítoris con la palma de la mano.

—Me gusta más cómo me lo haces tú —susurra Margarita que, ahora sí, jadea.

El goce de Margarita excita a Pablo, que la besa. Un buen rato se abstraen en esa combinación de bocas, manos y vulva.

—¿Te la puedo tocar yo? —pide ella.

Pablo se quita la ropa y se tumba. Margarita agarra su miembro terso y cierra el puño en torno a él.

—No aprietes tanto —dice él.

Ella obedece. Hace cortos deslizamientos en torno al tallo. Le llama la atención la forma peculiar del pene y cómo la punta y la uretra, que parece un ojo de cíclope, apenas aparece y desaparece bajo el prepucio con su movimiento.

—Quiero seguir yo —dice Pablo.

Ya lo ha hecho antes, claro, pero nunca delante de ella. Le gusta cómo lo está haciendo Margarita, pero quiere marcar su propio ritmo y cubrir el tallo en ángulos concretos a los que ella no llega.

Los jadeos aumentan, Pablo se revuelve sobre el colchón, presiona los dedos un poco más fuerte, sube el ritmo. Y, por fin, un líquido blanquecino y espeso sale de su miembro, disparado y sin orden, manchando la sábana. Margarita lo toca. Le parecen mocos raros y le da reparo, así que se limpia en la misma ropa de cama.

Pablo abre los ojos, la mira y sonríe.

—¿Te ha gustado? —le pregunta.

—Sí —responde ella. —Pero, ¿no me la quieres meter?

—Por hoy, está bien —sentencia Pablo.

No es que a Margarita le apetezca demasiado, lo que la mueve es la curiosidad. Quiere explorar. Porque ni el deseo ni las ganas de conocer su cuerpo y su placer, y el de su novio, son incompatibles con la trisomía en el par 21. “Síndrome de Down”, lo llaman. No saben qué es exactamente lo que les hace tan diferentes para sus madres, otros miembros de la familia, amigos o vecinos. Saben que, simplemente, son Pablo y Margarita. Se quieren. Y les gusta besarse y tocarse.