Noche de estreno

La juventud no siempre es sinónimo de ingenuidad ni de falta de prejuicios. Carmen y Cristian están a punto de pasar una noche que recordarán toda la vida, pero una información que él no se esperaba hace que termine de un modo muy diferente a lo que imaginaban…

4/17/20246 min read

Llevan cuatro meses saliendo, pero Carmen todavía se pone nerviosa cuando se cruza con Cristian por los pasillos del instituto. Ella suele ir con sus dos mejores amigas, que le dedican una sonrisa cómplice antes de pasar a su altura y saludar entre risitas. Él, con frecuencia, camina solo. Lo hace con seguridad, con un dominio del lenguaje corporal que se ha forzado en adquirir. Y dirige a las chicas una media sonrisa de lado, bajo el flequillo ingobernable, que a Carmen le abre una flor en el estómago. Tienen 17 años.

Hacía mucho que Cristian se había fijado en ella. La joven siempre gozó de popularidad. Se juntaba con los chicos “alfa” y las chicas “abeja reina”, una amalgama de niñas “bien”, repetidores “malotes” y jugadores del equipo de fútbol local cuya compañía la erigía como inaccesible. Porque él, tímido y de gustos poco comunes, se ubicaba en el extrarradio de la fama adolescente. Era un friki con riesgo de exclusión, de no haber sido por sus otros amigos emo.

Pero el discurrir de los cursos en un instituto siempre depara sorpresas. Como desarrollas tu personalidad, cambian las afinidades. Y, ya en cuarto de la ESO, con un camino más libre de prejuicios, miedos y estudiantes molestos que no querían estar allí, Cristian se ha convertido en la gran revelación del curso. Resultó que tras la ropa oscura, y los mechones sobre la cara con los que pasar desapercibido, había un chico interesante, inteligente y dulce.

Carmen se fijó en él una tarde en la biblioteca municipal, adonde fueron para hacer un trabajo grupal de clase con otras cuatro personas. Parecía que Cristian controlaba bien el inglés, curtido en años de academia a la que sus padres le instaban a ir. Así que, de manera natural, tomó la iniciativa. Carmen no se había fijado en sus labios antes y, por un momento, envidió el aire que se escapaba entre ellos al pronunciar las “sh” final de palabra, con ese acento que a ella le pareció del mismísmo Birmingham. Un “peaky blinder”.

No hizo falta que Cristian le pidiera para salir, aquello no eran los 90. El amor se fue cociendo en las clases, en pasillos y en la cafetería, durante los recreos. Las amigas de Carmen se percataron de que buscaba con frecuencia a Cristian, y no podían ser solo asuntos académicos por mucho que el chico fuera, desde primero, un estudiante excelente. A ninguna le sorprendió que, una noche de sábado, Carmen invitara a Cristian al garaje, ese mágico lugar provisto con un sofá viejo, trastos tapados con sábanas llenas de polvo, un altavoz y una bola de discoteca en el que los amigos se solían reunir. Y tampoco sorprendió que Carmen y Cristian, en algún momento, se marcharan sigilosos fuera del local para darse su primer beso.

A ella le pareció un beso algo torpe, quizás con demasiado movimiento de lengua. A él, en cambio, la boca de ella le supo como el bizcocho de dulce de leche que preparaba su madre, su favorito, aunque lo más perceptible fuera el regusto a alcohol del ron con cola. Tras ese vinieron muchos más, y cada vez mejores.

Una tarde, Cristian y Carmen volvían a casa tras el encuentro grupal en la cafetería predilecta de los jóvenes del pueblo. Él, como siempre, se prestó a acompañarla. Por educación, sí. Pero, sobre todo, por la promesa no pronunciada del calor de sus cuerpos juntos, la espalda de ella contra la pared, el asalto a su boca y esos nuevos centímetros de piel que podría conquistar. Cita tras cita, se acercaba a terreno vetado.

Cristian y Carmen se comieron la boca en un callejón, como si no fuera una noche de invierno a 8 ºC ni les fuera a pillar el diluvio que amenazaba el cielo si no se apresuraban. Ella apresando su cuello y acariciando su pelo. Él rodeando su cintura y con los genitales sobre los de ella, queriendo atravesar su falda y sus medias, que notara su erección. El magreo de toda la vida que la gente moderna ahora llama “petting”.

El anuncio del padre de Cristian, que el viernes cenaría en un restaurante con su novia por San Valentín, al chico le pareció música para los oídos. Ni siquiera pidió venia. Se sintió con carta blanca para, como su progenitor, pasar tiempo con su chica. Así que Carmen, respondiendo a su llamada, se ha presentado esa noche en su casa con un vestido de punto acanalado color caldera, tan ceñido que hasta le marcan las bragas que Cristian se muere por bajar.

Ni siquiera piden la pizza a domicilio antes de irse a su cuarto. Esa comida no es la importante. Carmen se tumba sobre la cama y Cristian sobre ella, de nuevo encajando sus genitales a falta de liberación de barreras textiles. Los besos que se dan no son como los piquitos rápidos en el instituto, ni como los de los callejones. Son besos libidinosos, ansiosos, con más lengua, más intercambios y más calor. Sus efectos se agolpan sin piedad en las entrepiernas de ambos.

Carmen quiere que Cristian apague la luz, él obedece. La chica se quita el vestido. El chico, que ha imaginado la piel bajo su ropa de todas las formas posibles, quiere recrearse. Por fin ha hallado el tesoro en el mapa del amor adolescente. Le pasa los dedos por el vientre, cuidadoso, entusiasmado. Muchos años después, Cristian se acordará de aquella tersura de juventud.

No sabe cómo seguir. Le han dicho o ha leído por ahí que debe estimular su clítoris, pero le da reparo. ¿Y si no le gusta? ¿Y si no lo encuentra? No sabe qué hacer, pero sabe lo que quiere, así que se centra en él y deja para futuros encuentros el placer de ella. “Ya aprenderé”, se consuela. Así que se siguen besando, ya desnudos. Carmen con las piernas abiertas, él encajado sobre ella y moviendo ligeramente la pelvis, aún sin penetrar.

—¿Estás bien? —dice él. —Dicen que la primera vez duele y no quiero hacerte daño.

En la penumbra, Cristian registra el gesto de Carmen, que frunce un ceño de extrañeza.

—Ehhh… No es mi primera vez —aclara la chica.

Es una revelación que deja a Cristian tan descolocado que, a pesar del calentón, se aparta. Enciende el flexo del escritorio, y la luz hace a Carmen sentirse aún más desnuda, así que se tapa con la sábana.

—No sabía que ya lo habías hecho antes.

—Bueno, ¿y qué más da?

—Es algo que se dice, ¿no? Tú ya sabías que yo nunca lo había hecho. Esta es mi primera vez.

—¿Y para qué, exactamente, quieres conocer mi historial?

—¿Ha habido más de uno? —pregunta Cristian, sorprendido, elevando el tono.

Ella arquea una ceja. Está molesta.

—Bueno, es que… —sigue él. —No sé, no te enfades, pero no es lo mismo.

—¿Que no es lo mismo?

—Quiero decir… Bueno, creía que para ti sería igual de especial que para mí. Me hubiera gustado que tu primera vez fuera conmigo.

—¿Es menos especial porque yo no sea lo que se suele llamar “virgen”? —pregunta la chica, dibujando unas comillas en el aire al pronunciar la última palabra.

Cristian no contesta. Está cabizbajo y niega con la cabeza, como si estuviera en “shock”. Pero la que no da crédito es Carmen. Se está acordando de su prima. No la de Cristian, la suya, de 25 años, componente activa de la asociación de mujeres del pueblo y una de sus referentes en la vida. Se está acordando de lo que dijo en una de las últimas reuniones familiares: que la virginidad es una “construcción” social (cree que esa fue la palabra que utilizó), y que solo sirve para controlar la sexualidad de las mujeres. ¿Es Cristian uno de esos tíos que desean “estrenar” a una chica? ¿Como si quisiera marcarla?

Las dudas se agolpan en la cabeza de Carmen mucho más rápido de lo que Cristian tarda en procesar la información del historial sexual de la chica. Así que a ella no le queda más remedio que vestirse y salir pitando. Le gustaría que Cristian saliera tras ella, pero él permanece bloqueado, así que no lo hace.

Se ven de nuevo el lunes, en el instituto. Una breve mirada de soslayo entre clase y clase. Carmen se quedará con la duda de saber qué fue exactamente lo que él contó a sus amigos. Le cuesta creer que ese “guarra”, que le ha llegado que dicen por ahí, haya salido de su boca. A Cristian, en cambio, no le quedan dudas, solo una certeza: fue un gilipollas. Pero, tan orgulloso como avergonzado, no aclara nada con Carmen. Un mensaje de WhatsApp y el bloqueo mutuo en redes sociales ponen fin a su breve historia.