Nueva era
Diego Abarca se está recorriendo los pueblos de España con los miembros de su partido, a fin de convencer sobre la necesidad de un cambio de paradigma. Para ello necesita a su mujer, Elena. Y no solo por lo que ella representa para su visión del futuro, sino por otra ocupación que le ha encontrado…
12/27/20233 min read
—Diego, el acto comenzará en 15 minutos. El aforo ya está completo.
—Gracias.
Diego Abarca toma aire y se gira, buscando la sonrisa cómplice de su personal de confianza. Lo han vuelto a hacer, han vuelto a llenar, y eso le causa una extraña sensación. Está nervioso porque sabe las expectativas que genera y no quiere decepcionar. Pero también siente ese aliento popular que le da seguridad. Están en el camino correcto.
Se ha puesto una camisa blanca, un pantalón azul con zapatos y cinturón marrón. Lleva barba bien perfilada y algo de gel en el pelo. Se mira al espejo del camerino que los responsables del teatro les han dejado, en aquel pueblo castellanoleonés de la denominada “España vaciada”. Se ve bien, pero vuelve a girarse hacia su equipo. Esta vez no busca complicidad, sino aprobación.
—Bueno, ¿cómo estoy?
Solo recibe comentarios positivos, algunos de ellos muy efusivos para su gusto. La única que no abre la boca es su mujer, y ni falta que hace. Su sonrisa es toda la aprobación que necesita.
—¿Me podéis dejar un segundo, por favor? —pide a sus asesores. —Necesito hablar con mi mujer a solas.
A esas alturas, es muy posible que todos sepan lo que viene después. Es parte de su ritual de preparación. Elena no se mueve. Lo mira fijamente y aguarda, con gesto neutro, y sigue sin moverse cuando él llega hasta ella, la agarra por la cintura y la besa.
—Estás preciosa —le dice.
Después desabrocha la cremallera de la falda entubada de color verde que Elena ha elegido para la ocasión. Y, a continuación, le baja con cuidado las medias de cristal transparente y le da la mano para guiarla hasta el pequeño sofá del lateral de la estancia. No hace falta retirar la chaqueta, del mismo color que la falda, ni tampoco la blusa blanca. Sabe que nadie les va a interrumpir, pero el tiempo apremia igual.
Elena se recuesta sobre el sofá. Diego hunde una rodilla sobre el tapizado para quedar sobre su mujer. Ambos se miran a los ojos mientras él se desabrocha el cinturón, el botón y la cremallera del pantalón. A continuación, usa su saliva como lubricante y la penetra con energía, de una vez, mientras ella ahoga un grito.
Diego entra y sale de su mujer con las ansias de alcanzar un orgasmo liberador, esa sensación electrizante que no le resta energía, al revés. Es un ejercicio de dominio que se extenderá hasta su momento sobre el atril. Y todo saldrá bien.
Ella tiene la respiración agitada, porque sabe que a su marido le gusta oírla, discreta y entregada. Él gime. Y, cuando se corre, lo hace con más intensidad, pese al gesto compungido de ella. Elena teme que les oigan. Diego, en cambio, parece preferirlo.
Cuando termina, él le da un beso fugaz en el cuello y se levanta para recolocarse el atuendo. Termina antes que su mujer, a la que se queda mirando. Cuando acaba, se dirige de nuevo a ella y le da un beso, apenas un breve roce en los labios. Coloca una mano en su hombro, mientras con la otra le sostiene la barbilla.
—Sabes lo importante que eres en todo esto, ¿verdad? Sabes lo que significas.
Ella asiente con la cabeza y sonríe de nuevo.
Ambos salen del camerino.
—¿Vamos? —pregunta un asesor.
—Vamos —responde Diego.
Y el grupo enfila el pasillo en dirección al escenario, cada uno en su posición.
Elena tiene un lugar en primera fila, por supuesto, justo detrás de su marido. Es la última en sentarse, junto a representantes políticos que el partido ha conseguido en la provincia en los últimos comicios electorales. Se suma al clamor popular del patio de butacas, que vitorean y aplauden la aparición de Diego Abarca en escena. Se queda ensimismada en las ondulaciones que dibuja en el aire una de las banderas que alguien agita entre el público, con las siglas del partido.
—Muchas gracias. Gracias, de corazón —comienza su marido, mientras el clamor se atenúa.
Algo dice Diego que hace a Elena pensar en los niños. ¿Cómo estarán? Los han dejado en Madrid, con los abuelos. Tiene que separarse mucho de ellos últimamente, para apoyar a su marido en campaña. Porque ella está donde se la necesita. Por eso dejó su trabajo cuando nació su tercer hijo, y ahora emprende la marcha con la caravana del partido cuando Diego se lo pide. Sabe lo que representa, sí. Y sabe, como cree que deberían saber todas las mujeres, donde está su sitio.
Algunas se torturan con falsas ideas de plenitud y derechos. Se andan engañando con no se sabe qué emancipaciones, y reclamando ayudas para ese sueño tan poco realista de la conciliación. Tonterías. Lo que ella propone, lo que el partido propone, sí que es empoderamiento y liberación.

