¿Qué es el placer?
A pesar de su “problema”, cuando Julia echa un polvo lo hace con los cinco sentidos. Ahora, con Pedro, ha dejado de preguntarse qué le pasa y por qué a ella.
12/6/20233 min read
Pedro deja un regusto astringente en la boca de Julia, el de la copa de vino tinto que ha dejado a medias antes de devorarla a ella sobre el sofá.
Sabor.
A ella le gusta cómo la besa. Siente que podría pasar horas vencida al juego de aperturas y cierres, a la variación de presiones sobre los labios y a ese intercambio de humedades que moja, también, sus braguitas.
A veces, deja que sea Pedro quien dirija el juego, y ella se concentra en los trozos de piel donde va posando sus manos, sin desengacharse de su boca: rodeando su cuello, entre su pelo o en sus costados, haciendo las primeras exploraciones por debajo de la blusa.
Tacto.
Tiene tan adiestradas sus percepciones que, a veces, cuando se concentra mucho, percibe leves matices del peculiar aroma de pinturas y disolventes. Son los rastros que otra jornada laboral extenuante ha dejado adheridos en la piel de Pedro.
Olor.
Casi siempre es él quien se separa unos instantes, sujeta el óvalo de su rostro y le acaricia el pómulo con el pulgar. La mira a los ojos. A ella no le hace falta bajar la vista para saber que a Pedro ya le resulta excesiva la presión del pantalón sobre su miembro. Pero lo hace. Se muerde el labio, lo mira a los ojos y le da mano hasta la habitación.
Allí, despacio, ambos se quitan la ropa, a veces el uno al otro, otras por separado. Pero, antes de pasar al colchón, hay unos instantes de miradas intensas para deleitarse con sus propias desnudeces.
Vista.
Pedro se abandona a su deseo y se abalanza sobre Julia, pero se fuerza a ir despacio. Así que se calma, continúa besándola mientras acaricia todas sus redondeces. Y a ella le parecen un regalo las manos de ese hombre, que la recorren dejando tras de sí una estela de suavidades y asperezas.
Julia gime. Y Pedro sabe que es el momento de deslizar la mano por su muslo interno hasta dar con su botón de placer. Se recrea en esas texturas que, aunque familiares, siempre le resultan extrañas, ajenas. A la vez, le susurra:
—Me encantas, Julia. Eres una diosa.
Y sigue.
—Cuando no lo estoy haciendo contigo, me estoy muriendo de deseos de hacerlo.
Oído.
Julia se deshace sobre las sábanas.
—Pedro, por favor, ya —le pide. —Ya, ya. Necesito sentirte dentro.
Él obedece. Se coloca sobre Julia, manos a ambos flancos. Espera que sea ella la que, con su mano, guíe su miembro hasta su interior. Y, luego, la embiste con toda la suavidad que le permite el deseo, que ya quiere sentir estallar.
Se corre dentro de ella, señalando el tiempo presente, como si así lograra retenerlo para siempre:
—Ya, ya, ya…
Se deja caer brevemente sobre ella, exhausto, y después suspira y se vuelve a su lado del colchón. Le aparta un mechón con el dedo meñique y le pregunta:
—¿Has disfrutado?
—Mucho —contesta ella.
Pedro ha cambiado la fórmula. Hace tiempo que dejó de preguntar: “¿Has terminado?”. Porque, para Julia, el sexo no comienza ni termina, solo se disfruta.
A sus 28 años, jamás ha sentido un orgasmo. No sabe lo que es, aunque aventura su existencia por el placer creciente cuando se explora a sí misma, o cuando otras manos la acarician. Es una sensación que se asoma, pero no llega a explotar.
Durante años, a Julia la ha frustrado esa falta de frenesí, esa sensación de estar a punto que siempre acaba por debilitarse hasta desaparecer. Lo que sus amigas siempre han llamado “quedarse a medias”, como algo bochornoso y censurable. Tanto que a ninguna ha llegado a confesarle que es anorgásmica.
Pero, desde hace seis meses, sale con Pedro. Y es tan dulce y tan cariñoso con ella que, después de la primera vez, cuando él sí le preguntó si había terminado, le contó lo que le sucede.
Otros chicos que lo supieron lo tomaron como carta blanca: no tenían que preocuparse por su placer, porque ella no lo sentía, y se limitaban a centrarse en ellos y a usarla como instrumento para su gozo. Pero ella sí siente placer. Placer, en toda la extensión de la palabra. Sensaciones que aparecen sin que tengan que ser el preludio de nada, y que hay afanarse en atrapar como vilanos en el viento. Por eso, a diferencia de mucha gente, ella hace el amor con los cinco sentidos.
Pedro la entendió tan bien que, a fuerza de encuentros y atenciones, ha logrado multiplicar sus sensaciones. Porque ahora se han sumado todas las que produce el amor.

