Sexo sucio
Paula siempre se ha afanado en guardar las formas en el sexo. Lo ve como algo estético y, en cierto modo, glamuroso. Al primer “incidente” con su chico, Teo, se muere de la vergüenza. Y no va a ser ni el peor ni el último...
3/27/20244 min read
Paula solía pensar en el sexo como algo estético. Pensaba en la belleza de los cuerpos, fuera cual fuera su forma, y en las bonitas composiciones que recrean en cada cambio de posición. Se imaginaba a sí misma dejando caer con cuidado la ropa sobre el suelo de la habitación, que aparecería luego ordenada dentro del caos. Sería como una metáfora de la sesión: salvaje, pero armoniosa.
Las primeras veces con su novio, Teo, se afanaba por mantener el glamour. El pelo suelto, acariciando la pelvis de él durante la felación. Un gestor seductor y gemidos discretos, nada de chillar como una actriz porno. Su cuerpo erguido sobre las caderas de él, dibujando ambos un ángulo de 90º en la intersección de genitales. Siempre lo veía así en las películas. Entre las parejas hetero, veía a la chica cabalgar sobre los muslos, con las rodillas sobre el colchón, la espalda mínimamente arqueada hacia atrás y los pechos rebotando al ritmo de un vaivén suave. Él tendría una imagen digna de diosa sobre el altar.
Una de aquellas primeras veces con Teo, cuando se quitó las bragas, vio unas manchas amarillas que, de repente, temió que él descubriera. ¿Qué iba a pensar? No era más que flujo vaginal, pero quedaba feo, así que se agachó para doblarlas con disimulo. También tuvo que recogerse el pelo porque, al chupársela, a él le hacía cosquillas el roce, se revolvía y reía, saliéndose de la escena.
Para la penetración, quiso cabalgar a su novio como las chicas de las películas, pero comprobó lo difícil que es seguir un ritmo constante en esa posición. El recorrido que lograba completar su vagina en torno al miembro de su chico era mínimo, porque ella hubiera necesitado una barra en el techo que llegara hasta su altura para poder elevarse más.
Mientras pensaba cómo ejecutar aquella suerte de acrobacia, Teo abrió los ojos y la miró, expectante, esperando a que prosiguiera. Paula sintió pavor. No quería que él pensara que no tenía ni idea de cómo seguir y que era mala follando, así que se olvidó de la estética y colocó las manos a ambos lados de sus hombros, como cuando en el gimnasio hace planchas con flexión. Así no le costaba apenas subir y bajar las caderas. Además, sentía en su piel el aliento de Teo, escuchaba sus gemidos y le robaba mordisquitos en el labio inferior, esos a los que, fuera del trance, nunca se dejaba.
Llevaban cuatro meses cuando, en una de sus apasionadas sesiones, se quedó aire dentro de la vagina en plena penetración. Así que, a medida que él entraba y salía de ella, se escuchaba un ruido cómico parecido a los follones. Follones, ventosidades anales, pedos. Aquello, desde luego, no era nada parecido a la estética que Paula había imaginado en el sexo. Le dio tanta vergüenza que se le rosaron aún más las mejillas y forzó algunas risitas incómodas. Agarró el miembro de su novio para recolocarlo, intentando parar el ruido. Él, en cambio, ni parecía haberse enterado.
A los seis meses de relación, se animaron con el sexo anal. En ocasiones anteriores, Paula le había pedido a Teo que le acariciara la abertura trasera. Sentía curiosidad. Él, usando lubricante, frotaba la yema de su dedo corazón sobre aquella piel rugosa. Como a ella le gustaba, siguió por introducir un dedo, hasta que se decidieron a usar un dilatador para preparar la entrada de un cuerpo más grande.
Aquella sería la primera penetración anal. Los dos tenían ganas. A él le gustaba la presión en torno al miembro, mayor que la que sentía en la vagina y, por supuesto, en la boca. A ella le gustaban esas cosquillitas que, ahora, al pasar del dedo al falo, se habían multiplicado y rozaban un umbral de dolor que resultaba intenso, placentero.
Pero cuando Teo se corrió, sacó su miembro y ella se dio la vuelta, descubrió, pegado al condón, algo que no esperaba. Una pellejito de lenteja. Paula había visto muchas veces pequeños cuerpos pegados al papel higiénico cuando se limpiaba después de evacuar, como las semillas de ajonjolí o de amapola que se servía en sus boles de desayuno. Pero aquello era diferente. Aquella era una maldita lenteja y estaba pegada al miembro de su chico. De nuevo, casi se muere de la vergüenza.
Al ver la cara asustada de ella, Teo se miró y rio con el descubrimiento.
—Vaya, ¿has comido lentejas últimamente? —preguntó, divertido.
—Ayer —contestó ella, apenas en un susurro.
Teo le agarró el óvalo del rostro, la besó y se limpió. Después, se tumbó a su lado.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Nada, es que… ¡Qué vergüenza! —confesó ella. —¿Se lo vas a decir a alguien?
—¿Qué dices? ¡Claro que no! Cariño, no es nada.
Viendo la poca importancia que le dio Teo, Paula se sinceró con él.
—Hay cosas que me dan mucho corte, ¿sabes? No sé… Me preocupan las caras que pongo, los jadeos… Tú sabes… Yo siempre he visto el sexo como algo más… fino.
Teo no pareció sorprendido.
—Cuanto más te relajes, más disfrutarás. Aquí no hay formas que guardar, cariño. Se nos permite ser sucios —dijo, irónico, rodeando los hombros de ella con su brazo.
Aquello se convirtió en una broma interna de la pareja. Y sí, Paula se relajó y comenzó a ver el sexo como algo que disfrutar, sin más expectativas. Meses después, se picaban:
—¿Una de sexo sucio?
—Cuanto más cerdo, mejor.

