Siglos, unidad mínima de tiempo

Ana vuelve a preguntarse cómo ha llegado hasta allí cuando tiene a Ángel encajado entre sus piernas. Le gustaría no volver a caer en la tentación de un amor imposible.

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Ana vuelve a estar sobre aquella vieja mesa de caoba, semidesnuda y abierta, recibiendo las embestidas de pelvis de Ángel. No sabe cómo ha llegado hasta allí. Otra vez. Pasó todo el trayecto desde su casa jurándose a sí misma que hoy no. “Hoy no”, se decía. Pero allí está, jadeando. No sabe si por disfrute o por encenderlo aún más, que se corra y salga de ella cuanto antes.

Se agarra fuerte a su espalda. En el borde de aquella mesa, con su sexo bien accesible, Ana solo puede contener un precario equilibrio, como le sucede en la vida. No sabe cómo aquel viejo mueble no se ha vencido ya, ni cómo no lo ha hecho su propia existencia. No sabe cómo no se han venido abajo las sillas y aparadores repartidos por la estancia. Son fuertes, cree. Resisten, como resiste el edificio, como resiste el sistema del que todo aquello forma parte.

—Ana, Ana…

Ángel siempre susurra su nombre cuando se va a correr. Ella jadea en su oído, como réplica, como manera de decirle que sigue presente y que aguarda sus fluidos calientes en lo más hondo. Él, por supuesto, no está usando condón. ¿Para qué? Hace tiempo que Ana sabe que no concebirá, y bien claro tiene que Ángel no se acuesta con nadie más. No puede.

Él se corre. Toma aire y sale de ella. La mira. Ella le dedica una sonrisa desganada que él sabe interpretar. Otros días la deja pasar, pero hoy le pregunta:

—¿Te pasa algo?

—Sabes muy bien que sí —responde ella, cargando reproche en cada sílaba de cada palabra.

Él suspira.

—Ana, hemos hablado mil veces de esto.

Ella, resignada, no dice nada más. Es verdad, lo han hablado mil veces. Y da igual cuantas veces más lo hablen, porque ella nunca lo entenderá.

—Ayúdame, anda —pide Ángel.

Ella ya se ha colocado las medias y la falda, pero, una vez más, se ha metido en la rueda de sus pensamientos y ahora está abstraída en su propia rumiación. Solo cuando Ángel la mira fijamente, aguardando una respuesta, ella se pone en marcha. Pero sin devolverle la mirada.

Es el quinto domingo de Cuaresma del tiempo litúrgico, y hay que preparar el altar antes de que vayan apareciendo las viejas de siempre para el rezo del rosario. Es hora de supervisar que crucifijo y velas están en su lugar, y de atender las peticiones de las feligresas. La mayoría son mujeres, que son las que cargan más cruces. Como ella misma.

Ana reza el rosario en automático, como en los últimos meses desde que inició una relación con Ángel. Sí, relación. Porque él podrá negarlo y podrá negárselo, pero cualquier interacción continua con una persona genera relación, del tipo que sea.

La misa está a punto de dar comienzo. Ana se sienta en una silla del mismo altar para hacer la primera lectura: Ezequiel, capítulo 37, versículos del 12 al 14. Y Salmos, capítulo 129, versículos del 1 al 8.

Ángel pasa junto a ella, en dirección a la sacristía, solo minutos antes del inicio de la misa, terminado el tiempo de confesión. La ha mirado antes de atravesar el dintel de la puerta, antes de desaparecer momentáneamente de su vista. Juraría que ha visto un breve apretón de labios, a modo de protosonrisa disimulada con la que apenas traslada, con torpeza, algo de empatía. Sabe que ella se están cansando.

Cuando Ángel regresa, lleva casulla morada que ella misma ha preparado con esmero, porque su deber es su deber. Es señal de penitencia, la habitual de Cuaresma. Él aparece entonando un cántico, y enseguida le sigue todo el templo.

Ana lo escucha en la misma predisposición en la que antes ha rezado el rosario, como un eco lejano y casi inaudible. Distraída, posa su mirada en la pequeña escultura que sobresale de una de las hornacinas laterales del altar mayor. Es una representación del Sagrado Corazón y ella no siente que le lance una mirada acusadora, sino misericordiosa. Él es misericordia.

“¿Por qué no pueden ser las cosas de otro modo, señor?”, reza para sus adentros. “¿Por qué la institución castiga el amor de esta manera? ¿Qué sentido tiene el celibato? Ya podrían haber cambiado las cosas, pero la Iglesia cuenta el tiempo en siglos y cree tener toda la eternidad por delante para ir progresando, ¿no? Tú eres amor, yo lo sé. Pero, ¡ay, Jesús mío! ¡Qué malos representantes tienes sobre la tierra!”.