Sirviendo coño (Parte 1/2)

Tania lleva unas semanas montándoselo con Óscar, un nuevo empleado de su oficina que la pone suelta como “gabete”. El día que su jefe convoca reunión sorpresiva y aparecen dos nuevos “compañeros” en escena, Tania se quiere morirrr…

11/5/20246 min read

El jefe nos acaba de llamar para una reunión que no estaba en la agenda. Nada bueno se puede aventurar de anuncios tan sorpresivos e intrigantes. ¿Qué coño querrá ahora? Me vuelvo a retirar el bolígrafo que sujeta mi pelo, a modo de pasador improvisado, y, disimuladamente, también me abrocho el botón de la falda. Para trabajar necesito estar cómoda, por eso me lo suelo soltar.

Mis compañeros se miran sorprendidos, pero no hay tiempo para comentarios. Recorremos el pasillo en hilera hasta llegar a la sala de juntas, donde ya están el director de la empresa y el jefe del departamento contable. Nuestro jefe. A ambos flancos, sentados y mirándonos con una leve sonrisa, hay dos personas que no conozco y, a juzgar por el gesto de mis compañeros, ellos tampoco. No hay mucho que esperar. Tras una breve introducción, llegan las presentaciones:

—Estos son Roberto y Ariadne, de Audixit. Es la empresa responsable de la auditoría financiera externa que nuestra empresa ha solicitado. Trabajarán durante los próximos días y necesitan vuestra colaboración.

El director toma el testigo e inicia la matraca: que si el cumplimiento, que si aumentar la confianza de los inversores, que si obtener nuevos puntos de vista… Llevo trabajando aquí cinco años y todos, sin excepción, se han hecho auditorías, internas o externas.

Así que, sin quererlo, la voz del jefe supremo se atenúa y yo me quedo embobada en la tal Ariadne. Desde que la vi, pensé: “¡Qué mujerón!”. Y sí, hay un ápice de envidia en mis palabras. Lleva una blusa de seda que cae sobre sus hombros de forma distinguida y se ciñe sutilmente a la forma de su pecho. La curva de la tela casi hace que su escote, discreto pero visible, pase desapercibido. Le caen hasta la clavícula las ondas con la que ha moldeado su pelo rubio ceniza, que, desde mi posición, intuyo tan suave como la tela de su blusa.

Esa mujer desprende sensualidad por cada poro. Es ese atractivo relajado y no intencionado que logran trasladar las personas con una autoestima regia. Se le nota. Ariadne, con su gesto severo a la par que dulce, y su mirada concentrada y escrutadora a la par que felina, es el ejemplo vivo de lo que los jóvenes de hoy llaman “servir coño”. Sí, eso es, esa es la actitud. Ariadne no ha abierto la boca, ni se ha levantado, casi ni se ha movido. Solo ha asentido y sonreído y, aún así, está sirviendo coño desde que empezó la reunión. Y sí. Es esa capacidad innata, que se tiene o no se tiene, la que a mí me provoca envidia.

“Espabila, Tania”, me digo para tratar de concentrarme, aunque mi jefe casi está acabando.

—Volverán la semana que viene. Os designaré a algunos de vosotros para que les echen una mano, como hacemos siempre. César, tú, esta vez, te libras. No queremos conflictos de intereses —dice el jefe, con una sorna inusitada.

Todas las cabezas se giran hacia el aludido. Los gestos reflejan la necesidad de explicación.

—Ariadne es mi mujer —aclara César.

¿¿¿Cómo??? No puede ser, ¡no puede ser! ¿Cuándo coño ha empezado el cosmos a conspirar contra mí de esa manera? ¿No había empresas en el mundo? ¿No había más empleados en la compañía? De todas las mujeres que podría tener delante, la tengo a ELLA. Y no le ha hecho falta más que respirar para mostrar de qué está hecha. De todas las mujeres que podría tener delante, la tengo a ELLA, a la esposa de mi amante.

Hace tres meses que César comenzó a trabajar en la compañía. En mi mismo departamento, el de contabilidad, para sustituir a un compañero que acababa de jubilarse. Le eché el ojo desde el día que entró por la puerta, igual que él a mí. Trabajamos en la misma sala, a unos 15 metros y, a veces, por el reflejo del cristal que tengo justo delante, comprobaba cómo me observaba.

Durante semanas solo fueron miradas. Me gustaba jugar a saber de qué manera llamaría más su atención, siempre dentro de la sutileza. Un día descubrí que le gustaba que me dejara el pelo suelto. Al otro que le atraía mi trasero embutido en un pantalón de pinza que me quedaba muy ceñido a la cadera. Al otro que le gusta seguir el sonido de mis tacones mientras camino. Cuando los llevo y tengo que levantarme, él deja de teclear. Cuando me siento, vuelve al trabajo.

Ambos desplegamos un poderoso juego de sensualidad a distancia que se materializó el día en que vino a ayudarme a mi puesto por primera vez. Pregunté si alguien me podía ayudar con un historial de cobros que no me cargaba, y él fue el único que acudió. Tardó un segundo en llegar a mi puesto con todo su porte de metro noventa, y, antes que él, me llegó su aroma.

—¿Eso que llevas es Aqcua Di Gio?

Eso fue lo que se oyó en la sala. Lo que en realidad dije era lo que iba implícito en cada letra: “¿Por qué no me llevas al baño de abajo y me follas hasta descolgarme el suelo pélvico?”. Quería que me desmontara viva en el silencio propio del sigilo, pero con el brío de un semental. Que me hiciera morirme del gusto perdida en sus ojos marrones, tirando de esa media melena color carbón.

Aquel reducir de distancias tuvo un efecto prolongado y, de un día para otro, nos convertimos en inseparables. Bajábamos a por café a la vez, a fumar a la vez, a que nos diera el aire a la vez. Y también entramos a la vez en el cubículo de uno de los baños de abajo, reservado a los pocos clientes que van a la sede central y que casi siempre está vacío.

La primera vez me conformé con el ataque de su lengua en mi boca y un sobar breve de pechos por debajo de la blusa, pero por encima del sujetador, que me deshizo en dos toques. Me dejó así, el muy cerdo, con un palpitar de clítoris que no siento ni viendo a Henry Cavill en escenas subidas de tono.

La segunda vez me subió la falda hasta la cintura, con la misma decisión con la que embiste un ciervo en la berrea. Y, con el mismo brío, incursionó con dos dedos bajo mis bragas hasta lo más hondo. Así me tuvo, engarzada y rendida, hasta que deslizó los dedos afuera, obligándome a abrir los ojos para ver su número final:

—Estás para comerte y no voy a dejar ni el boli que te pones en el pelo —dijo con voz ronca, justo después de chuparse los dos dedos que acababa de sacar de mis adentros.

Para la tercera vez yo ya estaba deseando sentir bien adentro toda esa energía masculina que cargaba el ambiente de la oficina desde el día que entró. Llevaba días imaginándome a aquel hombre encajándome entre su cuerpo y la pared, follándome con el arrebato de quien sabe que solo de cuando en cuando puede saborear la fruta prohibida. Me desnudó, me alzó, me montó sobre la cisterna del váter y me penetró sin reparo ni contemplaciones. No se corrió, ni yo tampoco. Fue el único día en el que alguien entró en el baño y él tuvo que ponerme una mano en la boca para que no escapara ni un suspiro, llenándose la palma con mi aliento y mi lápiz de labios. Salí llena de los churretes del sexo fugitivo, hasta que un compañero vino a decirme, entre susurros, que me limpiara. Al día siguiente, el baño estaba inhabilitado por avería.

La reunión me ha dejado nerviosa e incapaz de concentrarme. A través del cristal, veo que César se levanta y agarra su paquete de tabaco del escritorio, pero, esta vez, no me avisa para bajar con él. Aún así, lo alcanzo cuando él se está encendiendo el pitillo.

—¿Pero cómo no me habías dicho que tu mujer va a trabajar aquí los próximos días? Fiscalizándonos, nada más y nada menos —inquiero.

—Shhh, baja la voz. No lo sabía, no me lo ha dicho.

Hay un matiz de preocupación en su tono.

—¿No habláis en casa o qué?

—De todo, no. Además, mucho me temo que el director no quería prevenirnos de la auditoría con demasiado tiempo. Lo mismo hay algo que quiere ver. Puede que ella tampoco lo supiera.

Doy unos pasos para alejarme, sin decir nada más, cuando me detiene:

—Oye, Tania. Ni una palabra, ¿eh?

Vuelvo a la oficina al día siguiente con la sensación de tener una centrifugadora instalada en el estómago. Creo que voy a vomitar de un momento a otro. Más aún cuando mi jefe entreabre la puerta de su oficina y asoma fugazmente solo para decir:

—Tania, ocúpate tú de recopilar contratos y documentación útil sobre nuestras políticas de recursos humanos. Ariadne se reunirá contigo el martes a las 9 de la mañana, ¿vale?

Me quiero morir.