Sirviendo coño (Parte 2/2)
Tania acude a la oficina con un nudo en el estómago, sabiendo que tiene que trabajar codo a codo con la mujer de su amante. ¿Y si sabe algo? Ariadne la recibe con una sonrisa, así que Tania cree que puede relajarse…
RELATOS
11/12/20248 min read
El martes, poco antes de las 9 de la mañana, enfilo la calle hasta la entrada del edificio en el que trabajo. No voy a negar que voy hecha un flan. ¿Y si Ariadne sabe lo mío con César? ¿Y si nota algo? ¡Dios! Si me viera mi amiga Vero en este momento, sé que sería muy dura conmigo. Le conté mis escarceos en el trabajo hace un par de semanas, y clamó como si la víctima de la infidelidad fuera ella misma.
—Con todos los hombres que hay, ¿por qué con un casado, Tania? ¿No entiendes que eres cómplice de algo que, si se acaba sabiendo, va a dejar a esa mujer hecha mierda?
—“Si se acaba sabiendo”, tú lo has dicho. Además, si él no se preocupa por ella, ¿cómo quieres que lo haga yo, que ni siquiera sé qué cara tiene o cómo se llama?
Siempre he pensado que las mujeres que van de sororas y se rasgan las vestiduras con las supuestas cómplices de adulterio, lo que tienen es envidia. Es conocer historias de cuernos y percibirlas como un recordatorio: tu novio o marido también te la puede estar pegando. Me ven como una amenaza, pero yo no me puedo hacer cargo de sus inseguridades.
Me voy insuflando mentalmente mensajes de ánimo a medida que voy llegando a la puerta del edificio: “Vamos, puedes con esto, solo sé natural y amable”. A punto de entrar, subo la vista y me la encuentro de golpe, entrando justo al mismo tiempo. Ariadne.
Hoy se ha puesto un conjunto de falda lápiz de color blanco y una chaqueta a juego entallada a la cintura con un cinturón negro. Suficiente para desprender al atuendo de solemnidad, aportar frescura y marcar las curvas de su cuerpo.
—Buenos días —saluda con simpatía.
Entramos juntas al edificio y me quedo lívida cuando la veo saludar a Patricia, la recepcionista, con una efusividad familiar.
—Os… ¿os conocéis? —pregunto, incrédula.
—Somos amigas desde el Bachillerato. Hacía muchísimo que no nos veíamos.
Ariadne sonríe mientras explica, pero Patricia me mira hierática y con esos ojos duros que suele dedicarme. Nunca he sabido qué mosca le ha picado conmigo a esa mujer.
Ariadne y yo trabajamos en la sala de juntas para no interrumpir el trabajo cotidiano de los compañeros. Le acabo de abrir un contrato y lo está examinando con mucha atención. Mientras lo hace, se muerde el labio inferior y se sube las gafas de pasta negras que se ha puesto para ver mejor de cerca. Cuando me ha vuelto a mirar para preguntarme por el documento, me ha encontrado con los ojos fijos en sus labios y la boca entreabierta. Se ha quedado cortada unos instantes y luego, otra vez, ha sonreído.
“Dios, se ha dado cuenta”, pienso.
Dos horas enteras pasamos archivo va, archivo viene. Ella con sus anotaciones y sus demandas “por favor” y “gracias”, muy profesional; yo obedeciendo, aclarando y demostrándole mi eficacia y mi disposición a colaborar. Zorra, pero eficiente.
Me ando preguntado si Ariadne es incansable y me tendrá aquí hasta las 5 de la tarde sin un triste receso, cuando se levanta y anuncia que va a la máquina a por un par de cafés.
—No, no. No, de verdad, voy yo —insisto, y ella cede con un leve movimiento de brazo.
Cuando vuelvo a la sala de juntas, en la que trabajamos, escucho a Ariadne hablando con alguien, así que amortiguo mis últimos pasos. Quiero saber si está hablando con Patricia, no quiero volver a encontrarme con esa mujer. Pero, ¡oh, Dios! Es César. La tiene agarrada por la cintura, a centímetros de su cara. No quiero interrumpir, a riesgo de que se me noten estos celos que me abrasan de repente.
—Sé de un baño por aquí que no tiene mucha afluencia —le oigo decir a él.
¡Será cerdo! Esto es más de lo que puedo soportar, así que entro en la sala, carraspeando y decidida. La pareja se separa avergonzada, y yo no logro disimular un gesto severo con mirada fría y mandíbula rígida cuando César pasa junto a mí.
Ariadne y yo terminamos a las 2 de la tarde. Ella tiene que volver a la oficina al día siguiente para terminar su trabajo, aunque ya no me necesitará. Yo esperaba poder largarme también, pero mi jefe me pide que me quede a completar unos trámites urgentes. Me quedo en cuanto promete asegurarse él mismo de que cobre las horas extras. “Los copazos de vino y la sesión de pinchar discos que me voy a dar cuando llegue a casa va a ser de órdago”, pienso, harta ya del día. El modo pinchadiscos es el que activo cuando me masturbo, por cierto.
Casi gimo de placer al llegar a casa, sentir el mármol en el suelo al bajarme de los tacones y recoger mi larga melena cobriza en un moño alto. Acallo las voces interiores que me recriminan tremenda ración de carbohidratos a esas horas, pero me pido una pizza barbacoa mediana a domicilio sin pensarlo un segundo.
Me sirvo una copa de vino y enciendo la tele. Pensaba esperar al autopolvo hasta después de la pizza, pero me acaba de asaltar una imagen que, de repente, me ha encendido.
“Ariadne concentrada, mordiéndose el labio”. Me recuesto en el sofá.
“El escote de Ariadne, su sonrisa al descubrir que la estoy mirando”. Me bajo las bragas.
“César rodeando la cintura de Ariadne y pellizcándole el trasero”. Lubrico mis dedos con saliva.
“César diciendo a Ariadne, bajito, que sabe de un baño poco visitado en el que podrían montárselo”. Me acaricio los labios mayores.
A partir de aquí, solo se trata de echarle imaginación. No me cuesta. Me estoy imaginando a mí misma en uno de sus cubículos en los ya he estado antes, solo que en mi mente no soy Tania, sino Ariadne. Mi ropa está en el suelo y yo me estoy disfrutando sobre el inodoro, entrando y saliendo de mí con mis propios dedos. Me imagino el coño rosado de Ariadne, su textura sedosa acogiendo con calidez el índice y el corazón. Debe ser un espectáculo ver cómo se da placer a sí misma, abandonada a sus deseos, con la cabeza hacia atrás y los ojos cerrados, los mechones de su pelo rubio cayéndole sobre la cara, las uñas de color aguamarina resaltando sobre su clítoris perfecto.
La Ariadne de mi imaginación abre los ojos y, frente a ella, en aquel mismo cubículo, encuentra a César. Está tan excitado con la visión de ella que se ha agarrado la polla para masturbarse también, pero ahora, que ella lo mira lasciva, se va acercando poco a poco sin dejar de pelársela.
Me encuentro recorriendo los últimos metros de mi carrera hacia el éxtasis cuando él la va a penetrar. “¡Oh, madre mía!”. César agarra a su mujer por los hombros y hace que se levante, se dé la vuelta y se incline hacia delante. Estoy a punto, sigo tocándome, cada vez con más brío y más ritmo, mientras, en mi imaginación, César va a ensartar a Ariadne por detrás, sí, sí…
Pero, de repente, llaman a la puerta.
Salgo de la ensoñación enfurecida, porque me lo estaba pasando en grande. El puto repartidor iba a tardar 30 minutos, siempre tardan más cuando te mueres de hambre y menos cuando no los esperas. Cojo mi cartera, abro sin preguntar quién es y, para mi absoluta sorpresa, lo que me encuentro tras la puerta es un repartidor, sí, pero no de comida, sino de cajas. Me pide que confirme si soy Tania Morales.
—Sí, pero yo no he pedido nada.
Sin mostrar un solo signo de contrariedad, revisa su PDA y contesta:
—Esto le envía Adriana… No, Adriana no, Ariadne. Ariadne Avendaño.
Para cuando salgo del shock, los repartidores, porque eran dos, ya se han ido y me tienen el descansillo de la planta llena de cajas. De repente, parece que estoy de mudanza. Comienzo a meter cajas en mi apartamento sin saber qué llevan ni por qué Ariadne me envía todo aquello a mí, como si me sobrara el espacio.
No tardo en descubrirlo cuando abro la caja etiquetada como “Camisas” y descubro alguna de las que se pone César para ir a trabajar. Llevando alguna de esas me lo he tirado. Con otras me lo he imaginado en mis fantasías salvajes.
Definitivamente no es que parezca, es que ES una mudanza. Cuando caigo en la cuenta de lo que significa aquello, me llevo la mano a la boca y me siento, tratando de procesar, pero, de nuevo, el timbre interrumpe mi encarrilar desbocado de pensamientos. “Dios, ¿más cajas?”, pienso. Pero no, no son más cajas. Es el obsequio final de Ariadne, el regalito que pone la guinda al pastel de una situación delirante: César.
—¿Qué haces aquí? ¿Qué ha pasado? ¿Todo esto es tuyo? ¿Por qué me lo ha mandado a mí?
Lanzo las preguntas con atropello sin emitir ni un saludo. En cuanto me callo, César me lo explica todo: que Ariadne lo sabe, que no tiene ni idea de cómo se ha enterado, que ha cambiado la cerradura de la casa y le ha dicho que, para cualquier cosa, contacte con su abogado. Y sí, lo sabía desde antes de que trabajáramos juntas en la auditoría. No puedo estar más sobrepasada en estos momentos.
—¿Qué vas a hacer? —pregunto, mirando a un punto fijo.
—Pues, ya que todas mis cosas están aquí, ¿te importa que me quede unos días hasta aclarar algo o decidir que hacer?
Lo miro sin dar crédito. Acabo de visualizar toda mi independencia y mi libertad desmoronada, y justo estoy pensando cómo decirle que aquí no se puede quedar, cuando, por tercera vez, llaman a la puerta. Parece que la pizza que acaba de llegar, y que me iba a clavar yo sola, viendo una serie y con la relajación propia de estar recién autofolladita, va a ser lo primero que voy a tener que compartir sin querer. Porque, por supuesto, no tengo coño de decirle a César que se haga cargo de su vida, pero que a mí me deje tranquila.
Si el día antes ya iba hecha un flan a la oficina, ahora, directamente, es que tengo una bola en la garganta que ni tragar mi deja. Al entrar le doy los buenos días a las recepcionistas, incluyendo a Patricia, que me acaba de echar una de sus miradas inquisitoriales. Un momento… ¡Patricia! La misma Patricia que trabaja en la planta baja, a poco de donde se inicia el pasillo que llega hasta los baños de los clientes, donde yo me lo he montado más de una vez con el marido de su amiga. ¡Ha sido ella! No lo puedo evitar, así que vuelvo sobre mis pasos desde el punto en el que había quedado parada en seco, hasta su mesa.
—Has sido tú, ¿verdad?
Ella me mira sorprendida, pero enseguida aparta la vista. No es vergüenza, es desdén.
—No sé de qué me hablas —musita, pero sé que sí lo sabe.
Suspiro, mientras Patricia me ignora y teclea en su ordenador.
—Gracias por la solidaridad entre compañeras, ¿eh? —digo, mordaz.
Es entonces cuando ella levanta la vista.
—Eso es justo lo que he tenido, bonita.
Y, así, confirma mis sospechas. Por lo visto, el imbécil de César ni siquiera conocía a Patricia. Es una de esas viejas amigas de juventud que desaparecen de tu vida y reaparecen en el momento más inesperado.
Tengo que aguantarme las ganas de vomitar en el ascensor. Cuando me dirijo a mi puesto, ya arriba, veo que la sala de juntas está abierta y Ariadne se encuentra dentro, sola, revisando unos papeles. Me armo de valor y entro.
—Ariadne… —comienzo.
—Ah, Tania, buenos días —dice ella, sonriendo otra vez.
Por un instante, dudo de que sepa que yo soy “la otra”, pero el recuerdo de las cajas en mi casa desvanece mis esperanzas.
—Ariadne, yo… Yo lo siento mucho, de verdad. No quería… A ver, Ariadne, tú eres una mujer increíble, salta a la vista, si te hubiera conocido antes, jamás… Pero, por favor, entiéndeme, él me gustaba, yo no sabía nada de ti y…
Suspiro. Durante mi torpe monólogo, Ariadne me ha mirado seria y sin interrumpir. Cuando cierro la boca, interviene:
—Ya. Tú quisiste jugar al juego de la seducción y ser una de esas novias de oficina, ¿verdad? Pues verás, mi niña, el juego ha terminado, y la que pierde es la que se lo queda.
Ariadne se levanta y yo sigo su trayectoria hasta la puerta, ese caminar decidido y elegante que hace balancear sus caderas dibujando unas curvas voluptuosas, cubiertas por una falda ceñida hasta las rodillas. Ariadne agarra el pomo de la puerta, me hace una señal para que salga y, en cuanto lo hago, cierra la puerta con decisión. Lo ha dicho todo en menos de 50 palabras.
Antes de llegar a mi puesto, me topo con una mirada de soslayo de mi nuevo compañero de piso. De repente, ni siquiera me parece atractivo.

