Sofi (1): Las cosas que se introducen me dan error

Capítulo 5 de Las rosas de Abril.

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El quinto curso estaba resultando, hasta el momento, el más entretenido de la carrera de Periodismo. Era de esperar, porque hasta los últimos años no se pueden elegir especialidades interesantes. Fue en el marco de una asignatura optativa, Periodismo Cultural, cuando una profesora nos propuso crear un blog especializado. Cada vez estaba más claro que los soportes digitales eran el futuro, y ella nos animaba constantemente a desprendernos de esa visión romántica del Periodismo en medios tradicionales.

La experiencia me encantó porque resultó muy práctica, y porque sentía que había tomado el control de mi aprendizaje. Tanto disfruté que, cuando terminó el semestre y la profesora nos calificó, otorgándome un flamante sobresaliente, decidí continuar con el portal. Me insuflaba energías ver cómo subían las visitas y que los usuarios dejaran cada vez más comentarios. En algunos, incluso, me daban la enhorabuena. Así que, animada, fui solicitando entrevistas y cubriendo estrenos cuando podía para hacerme eco de ello en mi blog.

Uno de aquellos días, un sábado a las 11 h de la mañana, logré quedar con la directora de LabCaja. Me iba a hablar de aquel nuevo espacio cultural de la ciudad, una sala de teatro que pretendía ser mucho más que eso. Tanto ella como dos compañeras suyas, las tres tituladas en Arte Dramático, habían apostado todos sus ahorros a la misma carta. Me pareció uno de esos proyectos con alma en el que sus promotoras pondrían parte de ellas mismas, hartas de ser minusvaloradas y menospreciadas por los circuitos teatrales y sus manoseadas dinámicas. Quería conocer los detalles de un proyecto que aspiraba a convertir una vieja sala en un centro experimental de referencia.

—Queremos que pasen por aquí todas las nuevas tendencias del teatro. Sin miedos, sin cortapisas, con plena libertad creadora —me contó María Guillén en un primer contacto telefónico.

Me pareció que era buena idea quedar en El gato negro, una nueva cafetería cerca de la Encarnación donde se servían cafés de comercio justo y se podían leer libros donados por visitantes de todas partes del mundo. Un espacio nuevo y diferente que serviría de marco perfecto a la charla sobre otro que pretendía ser también moderno y original. No quedamos en LabCaja. Las promotoras querían aguardar a la inauguración para mostrarla en todo su esplendor.

La voz de María me había sonado aniñada por teléfono. Pero cuando la vi entrar en la cafetería me di cuenta que debía tener, al menos, 27 años. Solo eran las 11 h y ya hacía mucho calor, así que llevaba una camiseta con mangas de farol y fruncido en el escote, una falda vaquera y unas sandalias con plataforma. “Es atractiva”, pensé.

—Hola, ¿Sofía? —saludó.

—Sí. ¿Qué tal, María? Puedes llamarme Sofi —respondí.

—De acuerdo. Me siento, ¿vale? —dijo, arrastrando la silla que estaba frente a la mía.

—Sí, sí.

María no había dejado de sonreír desde que la vi y me pareció simpática. Llevaba labial de un rojo intenso y uno eyeliner algo dramático para mi gusto, pero que le marcaba sus ojos marrones verdosos. “Definitivamente es atractiva”, me repetí.

—¡Qué bien salir en el Alameda Magazine! Estamos muy ilusionadas con el proyecto y nos alegramos que quieras hacerte eco —dijo.

—¿Habías oído hablar del blog? —pregunté, sorprendida por su entusiasmo.

—Sí, sí. Te lo curras mucho, ¿no? Quiero decir, he estado investigando y veo que siempre escribes tú, pero hay mucha información. ¿Cómo lo haces?

—Intento llegar a lo que puedo y espero crecer en el futuro —me limité a decir.

No me permitía dejar que se inflase mi ego, creyéndome las afirmaciones aduladoras. Quería ir paso a paso y que solo mi trabajo hiciera el camino, con el objetivo de monetizar lo que, por el momento, era una afición. Y creer que podría vivir de ello, sin fantasear con nada más.

Además, aún tenía muchas inseguridades por entonces. Me preparaba mucho las entrevistas, pero sentía que aún tenía demasiado que aprender sobre historia cultural y sobre gestión. Con frecuencia mis entrevistados contradecían mis preguntas, me corregían algunas ideas equivocadas y tenían que aclararme cuestiones básicas que a mí hasta me daba vergüenza preguntar.

—Hija, ¡ni siquiera has terminado la carrera! Tienes 22 años y ya quieres llevar un proyecto tú sola. Si no te equivocas ahora, ¿cuándo? —me decía mi madre.

La entrevista fluyó bien con María, creo que le causé buena impresión. Me importaba trasladar la idea de que, pese a mi juventud, era una incipiente periodista seria y madura. Eso invitaría a los agentes culturales a tener en cuenta mi revista digital para promocionar sus eventos.

Me sentí identificada con María, pues ella también andaba ilusionada con un proyecto personal. Tras la entrevista, detuve la grabación y seguimos charlando durante media hora, en la que me contó detalles off the record sobre el proyecto y sobre ella misma.

—Os deseo suerte —le dije. —De verdad te digo que ojalá algún día pueda ir a vuestro centro para cubrir un evento internacional que ponga a Sevilla en el mapa del teatro mundial.

—Ojalá.

Juraría que María me había echado algunas miradas sugerentes. En algún momento acercó su silla a la mía para enseñarme algo en el móvil, y nuestras piernas no habían dejado de rozarse desde entonces.

Al igual que en el periodismo, aún me consideraba inexperta en el coqueteo con otras mujeres. Hacía alrededor de un año que había resuelto que, definitivamente, mi única atracción era hacia personas de mi mismo sexo. Dos años y medio antes de aquella segunda salida del armario, se produjo la primera como bisexual. Sentía que aún lo tenía que descubrir todo sobre las relaciones y sobre el placer femenino, aunque poco a poco me iba enterando de cuándo me tiraban la caña.

María terminó de despejar mis dudas al despedirnos:

—Oye, que si necesitas algo más para tu reportaje, puedes llamarme, ¿vale? Tienes mi teléfono. Te cuento lo que quieras —me dijo, empleando un tono algo más bajo en esta última frase.

Me esforzaba por ser y parecer profesional, pero aquello me dejó con palpitaciones en la zona clitoriana. Apenas se me habían pasado cuando llegué a casa unos 45 minutos después, tras un caluroso paseo que pude haber evitado subiendo al autobús.

Quería publicar el reportaje el lunes, así que me puse a trabajar. Me sentía orgullosa de esta nueva entrevista y de cómo marchaba mi carrera como incipiente periodista, en paralelo al estudio de una licenciatura que, por momentos, me había desmotivado.

Estaba sola en casa, así que pude aprovechar el tiempo. Puse un canal deportivo de fondo para ver partidos en redifusión del Mutua Madrid Open, aunque a mi prima Lara la habían eliminado a las puertas de la final. A pesar de ello, llevaba un año espléndido, y a mí me inspiraba su capacidad de trabajo. En su momento, le había pedido consejos con mi blog. Ella estaba acostumbrada a tratar con la prensa y supuse que me sería útil.

—Yo te apoyo, prima. No entiendo mucho de estas cosas, yo me limito a contestar preguntas, pero en todas las redacciones se está montando edición digital. Los periodistas antes llegaban a la sala de prensa con sus cuadernos y sus bolis, y ahora vienen con pequeñas cámaras y ordenadores para transcribir y publicar en cuestión de minutos. La gente consume cada vez más Internet y, dentro de la cultura sevillana, ahí puede estar tu proyecto —me dijo.

También me ofreció ayuda, claro. Su familia me insistía en que podía trabajar en cualquier medio sevillano cuando quisiera, que para eso tenía como prima a una deportista de élite con muchos contactos. Pero siempre me negué. Quería recorrer mi camino por mí misma, tal y como hizo la propia Lara hizo en su día. De hecho, prefería que no me relacionaran con ella y firmaba como Sofía M. Navarro, evitando el “Martín”. Tanto ella como el resto de la familia lo respetaban, aunque yo sospechaba que creían que era una cuestión de inmadurez. Que, a medida que pasara el tiempo, se me quitarían los remilgos para llamar a cuantas puertas tuviera que llamar.

La voz de María sonaba en la grabadora mientras transcribía, y a mí se me volvió a subir la libido. Titubeé, pero finalmente abrí WhatsApp y le escribí:

—Hola, María. Perdona que te moleste, pero estoy viendo que el reportaje será largo y voy cortita de fotos. ¿Podemos vernos otro día para hacer más o para que me las des con la calidad suficiente en un pen drive? —escribí.

Esperaba que colara, porque lo cierto es que las fotos se podían pasar por entonces por múltiples vías sin que perdieran un ápice de calidad.

—Pásate por mi piso de Reina Mercedes esta tarde, guapa. Estoy sola. Puedes venir y hacerme las fotos que quieras, o miramos en el PC. ¿Te viene bien sobre las 19 h? —contestó ella a los 10 minutos, y acto seguido me dio su dirección.

—“Ha funcionado” —pensé, ya nerviosa pensando en nuestro encuentro.

Sobre las 18:30 h salí de casa para coger el bus a Reina Mercedes. Para mi cita con María, me había puesto unos vaqueros cortos, una camiseta larga que apenas dejaba ver el dobladillo de los pantalones, unas deportivas y una gorra. Ni siquiera llevaba bolso, todo iba en los bolsillos. Por el camino me acordé de Sole, y sospeché que no estaría muy orgullosa de mi look para un encuentro así. Ni siquiera lo aprobaría como encuentro profesional.

—Arréglate un poquito, hija, con lo mona que eres —me repetía.

—Pasa de mi, anda, Sole —contestaba yo.

Mi prima Sole y yo no podíamos ser más diferentes, pero la adoraba. Yo llevaba bien su exceso de efusividad y su histrionismo intermitente. Ella encajaba sorprendentemente bien mis comentarios mordaces y mi actitud pasivo-agresiva. Solíamos salir en pandilla, junto al resto de chicas: Sara, Patri, Ro y Lola, hermana de Sole y también miembro del clan Martín.

Estaba pensando en lo que se hubiera puesto Sole para tirarse a uno de sus ligues cuando llegué a mi parada. Me bajé del bus y me vi reflejada en la puerta de un portal. Puede que mi familia lo desaprobara, pero yo me sentía cómoda en mi estilo sport. Me veía bien.

Llamé al portero indicado por WhatsApp:

—¿Sí? —contestó la voz de María al otro lado.

—Soy Sofi —dije.

—Vale, te abro.

Subí las tres plantas de aquel piso de Reina Mercedes y encontré a María en el dintel de una de las puertas que daban al rellano. Me miró de arriba a abajo cuando me vio.

—Me encanta tu camiseta —dijo, y sentí mi estilo validado.

Entré en el apartamento detrás de ella. Efectivamente, estaba sola. Llevaba un pantalón de tela que apenas tapaba su ropa interior. El talle bajo permitía que, por debajo de una camiseta también justita, se le viera el ombligo. Estaba mucho más sexy que por la mañana.

—¿Quieres algo de beber? —me preguntó, gritando desde la cocina después de haberme invitado a pasar al salón.

—Solo agua, gracias. Si es con hielo, mejor —dije.

—Claro.

María volvió con dos vasos de agua y se sentó en el sofá que quedaba junto al mío.

—¿Dónde están tus compañeras? —pregunté. Me había dicho por la mañana que vivía con las mismas chicas con las que se estaba embarcando en el nuevo proyecto.

—Una está de viaje con su novio, y la otra se ha ido al pueblo de sus padres. El lunes empiezan gestiones intensas y se están tomando unos días de relax —contestó.

—Bien, bien.

—Bueno, ¿y qué fotos necesitas?

—De vosotras tres juntas y de actuaciones que hayáis hecho cada una por separado. Si tienes alguna foto del espacio que puedas enseñarme, mejor —dije, aunque ella ya me había dicho por teléfono que aún no querían mostrar el lugar por dentro.

—Vale. Traigo el PC y vemos, que tengo algunas —dijo María, justo antes de levantarse a por su ordenador.

Volvió en cuestión de instantes con el portátil en la mano, y se colocó junto a mí para luego poner el dispositivo en sus muslos. No había distancia entre las dos. María comenzó a rastrear en su archivo digital.

—Aquí puede haber algo —dijo, clicando en una carpeta llamada “Teatro”.

Había cientos de fotos en el interior, tanto de actuaciones como de ensayos, y en las que ella aparecía sola o con otros actores y actrices. Había alguna interesante, pero yo estaba pensando en mi estrategia para pasar a un nivel de contacto mayor. No tuve que esperar demasiado.

—Espera, espera —la interrumpí. —Quiero ver esta otra vez.

Puse mi mano sobre el touchpad, que ya estaba ocupado por la suya. Ella no la retiró. Comencé a acariciar suavemente su dedo corazón y luego el dorso de la mano. Las dos habíamos dejado de mirar la pantalla y ahora teníamos los ojos puestos en el recorrido que hacía mi dedo.

Subí la mirada y ella hizo lo mismo, de manera que nuestras ojos se encontraron. Acercó su boca a la mía y me besó, pero apenas dejé fluir mis ganas. Me aparté con rapidez.

—Lo siento. Perdona, de verdad, yo… —dijo, contrariada ante mi retirada.

—No, tranquila. Es que… Quería decirte que esto no tiene nada que ver con el reportaje, ¿vale?

Me miró confusa, sin comprender.

—¿Cómo? ¡Ah, vale! No, no, claro —dijo, sonriendo.

Deseé haber retirado mis palabras. Seguro que a María le había parecido divertido que una estudiante de 22 años que apenas llevaba meses con un simple blog quisiera dejar clara su profesionalidad.

Dejó su ordenador sobre la mesa para reiniciar los besos, mientras nuestras manos iban pasando de la cara a la cintura de la otra. Nos estuvimos enrollando unos minutos, hasta que María dijo:

—Vamos a la habitación, estaremos más cómodas.

Se levantó y la seguí.

Su habitación era un santuario para amantes de la interpretación: pósteres de estrenos de cine y teatro, libros, álbumes, figuras y un sinfín de objetos más. María cerró la puerta después de que yo entrara y yo me abalancé sobre ella, buscando de nuevo su boca y agarrando sus glúteos sobre el minipantalón.

—Espera, espera, no seas impaciente —me dijo. —Soy actriz, quiero un poco de espectáculo.

—¿Cómo? —pregunté, sorprendida.

María sonrió.

—Me voy a tumbar en la cama y quiero ver cómo te quitas muy lentamente la ropa —me pidió.

No me mostraba muy entusiasta ante peticiones de ese tipo, pero obedecí. Ya me había quitado la gorra al entrar, así que no había mucho más de lo que desprenderme. Comencé por las zapatillas y después la camiseta. Lentamente, como me había pedido, mientras ella me miraba y yo averiguaba el deseo en sus ojos. Después el pantalón, también con suavidad, hasta que me quedé en ropa interior.

—¿Qué? ¿Te gusta lo que ves? —pregunté. Poco a poco lograba sentirme a gusto con mi cuerpo, a pesar de que la genética no me había otorgado las femeninas curvas de otras mujeres de mi familia.

—Me encanta. Sigue —contestó María.

Desabroché mi sujetador con una mano. Lo retiré lentamente y se lo lancé a María, que sonrió. Luego comencé a bajar mis braguitas sin dejar de mirarla, tratando de poner mi gesto más seductor. Parecía que funcionaba, porque ella se mordía el labio.

—Ven aquí —me dijo.

Me tumbé sobre la cama y ella se colocó sobre mí, con las rodillas a ambos lados de mi cintura. Comenzó masajeando mis pechos con ambas manos, mientras yo miraba su armonioso rostro con la boca entreabierta. Le volví a agarrar el trasero, pero ella alteró de nuevo la postura.

—Ábrete para mí, reina —me pidió, y yo obedecí.

Acarició mi clitorís con su dedo corazón, y después mis labios mayores. A continuación, introdujo dos dedos en mi vagina buscando mi punto G, y comenzó a moverlos dentro de mí primero lentamente, y después rápido. Yo gemía de placer.

—¿Te gusta? —me preguntó.

—Sí. Cómemelo -le pedí, llevada por el deseo.

—Espera, cariño, no seas impetuosa.

Se colocó de nuevo sobre mí para besarme y yo, por tercera vez, me agarré a sus nalgas.

—Dime, ¿qué te gusta que te hagan? —preguntó María.

—Quiero que me comas el coño como si llevaras un mes pasando hambre y solo tuvieras helado para cenar —contesté, y ella sonrió.

—Vaya, ¿y no prefieres algo más sutil?

—No. Porque me tienes cachonda desde que te despediste esta mañana.

—¿Y por qué no te hiciste un dedo antes de venir?

—Porque esperaba que me lo hicieras tú.

María se levantó y comenzó a desnudarse.

—Ahora quiero que me mires tú a mí —dijo.

Ella aún tenía que desprenderse de menos prendas que yo, porque ni siquiera llevaba sujetador. Había notado como se le marcaban los pezones tras la camiseta. Pese a que solo debía quitarse la parte de arriba, el minipantalón y las braguitas, tardó más tiempo que yo. Estaba avivada por el deseo, y ella lo sabía. Tenía pleno control sobre mí.

—¿Qué me harías tú a mí? —preguntó.

—Empezaría por tus tetas. Me encantan tus tetas.

—¿Sí? —dijo, y pasó la yema de los dedos por uno de sus pezones sin acercarse aún.

—Ven, anda —le pedí.

Ella me ignoró. Siguió acariciando sus pechos mientras yo la observaba, consumida por las ganas.

—¿Te gusta mirarme? —preguntó.

—Sí —contesté.

—Mastúrbate para mí —me pidió.

Nuevamente, obedecí. Comencé a hacer movimientos circulares en mi clítoris, ejerciendo una suave presión. Al principio lento, pero estaba muy excitada por la visión que me ofrecía María y añadí ritmo rápidamente.

—Espera, espera —dijo María, acercándose a mí y retirando mi mano de mi vulva.

—Ya te he dicho que me tienes a mil —afirmé.

—A mí también me gusta que me coman el coño, ¿sabes? —dijo María, empujando mis hombros para que cayera sobre la almohada.

Acercó su sexo a mi boca y comenzó a moverse sobre mí como si cabalgara, mientras yo lamía toda su vulva con éxtasis. Me gustó su sabor.

—Ah, sí —gimió.

Busqué de nuevo sus nalgas, tratando de llegar a su ano con mis dedos para acariciar el exterior, aunque no tenía buena posición. Continué lamiendo el exquisito sexo de María, pero ella no me dejó hacerlo por mucho tiempo. Se levantó de nuevo, para mi desesperación. Se acercó a un cajón y sacó un dildo rosa y con forma curvada.

—Es un vibrador y lo quiero probar contigo —me dijo.

—No suelo usar vibradores. La verdad es que ahora mismo no me apetece —confesé, molesta por lo que consideré una nueva interrupción.

Ella pareció decepcionada, pero dejó el vibrador y volvió a la cama. Se colocó sobre mí y, mientras me miraba, acarició de nuevo mi clítoris.

—Ah, sí, sí —gemí.

María me miraba seria, sin usar gesto o emitir sonido alguno que me indicara que estaba disfrutando. Yo estaba tan excitada que alcancé el orgasmo enseguida.

—Sí, sí, sí.

Ella ni siquiera se tumbó a mi lado al terminar. Se puso de pie y comenzó a vestirse.

—Espera, ¿y tú? -pregunté.

—Yo he tenido suficiente. No hace mucho que tienes relaciones con mujeres, ¿verdad? —me preguntó, y la cuestión me pilló por sorpresa.

—Emmm… ¿Puedo saber a qué viene eso? —le dije, en tono molesto.

—Verás, es que… las prisas por correrse suelen ser cosa de tíos —contestó María.

—Pfff… Vaya estereotipo —le reproché, todavía más molesta.

María ya se había vestido y yo seguía desnuda en la cama.

—Tómate el tiempo que quieras, voy a ir seleccionando fotos —dijo, justo antes de salir para volver al salón.

Me vestí lentamente, sí, porque no quería pasar más tiempo con María. Cuando calculé que ella había seleccionado fotos suficientes, volví al salón.

—He metido unas cuantas fotos en este pen drive. Me lo devuelves la próxima vez que nos veamos, ¿vale? Espero que sea una cita más… pausada —dijo, mientras alargaba la mano para darme el lápiz USB.

—¿Sabes? Creo que será más cómodo si me pasas las fotos por email. Los pens, como otras cosas que se introducen, me suelen dar error —contesté.

María me miró sorprendida, pero no le dio tiempo de decir nada. Me giré en dirección a la puerta, la abrí y salí, cerrando detrás de mí. Tenía las fotos en mi correo al llegar a casa, sin asunto ni cuerpo de texto.