Sofi (3): Solo me gustas en la intimidad
Capítulo 15 de Las rosas de Abril.
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No esperaba que sucediera algo trascendente en mi vida amorosa aquel verano, pero Bea amaneció en mi casa al día siguiente de conocernos. También al otro, y varias mañanas más durante la semana. La noche que la conocí, cuando salí con las chicas a Tantra, había sido desagradable con ella. Y, en cuestión de horas, me vi haciendo malabares para compaginar las clases con los estudios, el trabajo y ella, con quien siempre quería pasar los ratos libres.
Bea era cálida como las tardes de mayo, cariñosa y risueña. Pocas cosas le hacían perder su sonrisa, y me aportaba el sosiego y la ternura infinita que solo dan los seres de luz. Con su candidez, contrastaba mi mordacidad y esos brotes de mal humor que yo solía achacar al estrés. O a mi mala leche, por qué no decirlo, de la que sinceramente no me avergonzaba por entonces. O no siempre.
Bea me proporcionaba equilibrio, y aquellos días lo necesitaba. Se pilló por mí enseguida. Siempre tuve la sensación de que estaba más dispuesta a entregarse que yo, y eso despertaba mis recelos. Ella me gustaba, pero no quería considerarla mi novia.
Una de aquellas tantas mañanas de las que amaneció en mi piso, estaba sobre ella y acariciando sus voluminosos pechos desnudos.
—Sabes que me encantan tus tetas, ¿verdad? —le dije.
—¿Sí? ¿Y qué más te gusta de mí? —preguntó ella.
—Tus muslos. Son como el jamón. Y tu trasero.
A medida que repasaba mis partes favoritas de su cuerpo, la acariciaba y pellizcaba suavemente para que se convenciera.
—¿Y qué más? —volvió a preguntar.
—Tu cuello. Concentra tu olor y es suave —contesté, llenando la zona con besos y mordisquitos.
—¿Y de mi personalidad? —quiso saber Bea.
—Que eres buena y cariñosa —le dije.
Me tumbé a su lado y le pasé una mano por la cintura. Ella me miró y me dijo:
—¿Yo te gusto, Sofi?
—Claro, tonta. Si no, no estaría contigo, ¿no?
—¿Estás conmigo? ¿Estamos juntas?
—Bueno, me refiero a ahora mismo —me apresuré a matizar.
Bea asintió brevemente y se enfrascó en sus propios pensamientos, mirando a la nada.
—Oye, solo llevamos un par de semanas quedando. Dame tiempo, ¿vale? —le pedí.
—Vale.
Lo cierto era que la versión que más me gustaba de Bea era la íntima, la que por aquel entonces solo me mostraba a mí. Fuera de ese espacio personal que eran mi habitación o la suya, solía marcar las distancias con ella. Ya llevábamos tres semanas quedando cuando se la presenté a Lola y a Sole, a lo que accedí solo por la insistencia de esta última.
—Es que no me puedo creer que lleves tres semanas quedando con una tía, a la que ya casi podríamos considerar tu novia, y no me la hayas presentado.
—No es mi novia, Sole. Qué pesada estás, hija. Pero bueno, el sábado la invito al palco. Aunque a ella el fútbol ni le va ni le viene. Pero como una amiga, ¿eh? No quiero cachondeítos ni miradas, y menos delante de los tíos y el abuelo.
El palco en el Sánchez-Pizjuán era uno de los pocos privilegios que aceptaba de mi prima Lara y su familia, que lo alquilaban temporada tras temporada. Me encantaba el fútbol, y ver a mi equipo desde tan buena posición, con todas las comodidades y en familia era algo que no podía rechazar. Sole y Lola tampoco, pues además ellas sí participaban en los negocios de Sevilla de Lara y se sentía con pleno derecho de uso.
Las cuatro llegamos temprano para hacer unas introducciones breves e informales, y ni siquiera tenía intención de presentársela a mis tíos. Bea hizo buenas migas con Lola, y yo me relajé y me dediqué a comer y beber. Estaba hablando con Sole cuando, a un par de metros o tres, vi a Bea sacar las cartas del tarot. Me acerqué.
—¿En serio os vais a poner a eso ahora? —pregunté.
—¿Qué pasa? Aún quedan 40 minutos para que empiece el partido —contestó Lola.
—Pero los tíos y el abuelo seguro que están a punto de llegar —insistí.
Lola nos miró extrañadas a Bea y a mí alternativamente.
—Nada, es que a Sofi no le gusta el tarot —dijo Bea.
—La verdad es que no, pero bueno, haz lo que quieras —contesté.
Lola me miró con cierta dureza, pero optó por mostrarse conciliadora:
—Bueno, me las echas luego, ¿vale?
Bea mostró su acuerdo con una sonrisa. Mi nueva “amiga”, como solía llamarla, acostumbraba a compartir con entusiasmo sus presuntas habilidades astrológicas.
—Uy, Sole, es que tú eres una escorpio muy escorpio —le dijo a mi prima en cierta ocasión.
—¿Porque pico? —contestó ella, sonriendo.
—No, porque eres apasionada, conviertes los obstáculos en retos y siempre consigues lo que te propones.
Sole rio, sintiéndose adulada, pero yo intervine:
—Te está diciendo lo que quieres oír, obviamente.
—Qué cortarrollos eres, hija —contestó Sole, levantando el labio inferior en señal de repulsión. —¿Todas las acuario son así de “saborías”?
—No, las acuario suelen ser sensibles y cariñosas. Ella también lo es, pero… públicamente lo muestra poco.
Entendí aquella declaración como una confidencia y me molestó, porque sentí invadida mi intimidad. No quise darle importancia.
Tenía que examinarme de cuatro asignaturas al final del segundo cuatrimestre, el último de mi carrera universitaria. Decidí dejar una para septiembre para no abandonar el blog, que cada vez me reportaba más satisfacciones. Me gustaba hacer lo que hacía y, además, comenzaba a revelarse como un medio útil para mi subsistencia. Me empleé a fondo para terminar el curso con éxito.
Había mucho que celebrar en nuestro primer sábado libre tras los exámenes: que terminaban largas horas de estudio y ganaríamos libertad, y que se acercaba el momento de la graduación y el fin de la carrera. También habría momentos para la nostalgia al hacer acopio de recuerdos de los cinco últimos años. Y para la melancolía, al saber que iniciábamos caminos por separado.
Mis amigos de la facultad y yo habíamos quedado para cenar en el centro y terminar en nuestro escenario favorito: la Alameda. Para cuando llegó mi grupo, por allí andaban Sole, Ro, Sara, Patri, Lola, Bea y una amiga que se había traído. Nuestra cena se había alargado con unas primeras copas en el restaurante y algunos cantes improvisados, así que llegamos a la Alameda cerca de las 2 de la mañana.
En la puerta de Tantra no cabía un alfiler. Hacía una noche perfecta y la gente se agolpaba en el exterior, charlando animadamente con sus copas en la mano. Entre el barullo distinguí a mis amigas, que enseguida se nos unieron.
—Bea ha ido a pedir con su amiga, ahora viene —me dijo Lola, aunque no le había preguntado.
—¿Ha salido con vosotras? —quise saber, sorprendida.
—No, se nos ha unido aquí —me aclaró mi prima.
Efectivamente, Bea apareció poco después con su amiga. Se le dibujó una sonrisa en la cara cuando me vio, y a mí me pareció que iba pasada de punto.
—¡Sofiiii! —dijo, en ese tono jovial, casi infantil, que ella solía utilizar.
Me dio un abrazo, y luego me echó las manos al cuello para estamparme una interminable sucesión de besos en la mejilla.
—Vale, vale —dije, empujando suavemente sus hombros.
Mis amigas se intercambiaron una mirada de complicidad que me molestó, momento en el que decidí marcar las distancias con Bea y su amiga y compañera de piso, Pili, también bastante pasada de punto. Me separé prudencialmente de ellas para continuar con mis compañeros de clase, con los que había salido, aunque ambos grupos, debidamente comandados por Sole, ya se habían mezclado y charlaban juntos.
Estaba hablando con una de mis compañeras cuando Bea se acercó a mí y me agarró por la cintura, con intención de sumarse a la conversación.
—Ehh… Lucía, esta es Bea. Es... una amiga —dije.
Lucía le pidió a Bea un cigarro y, en lugar de continuar nuestra conversación donde la habíamos dejado, comenzaron a hacer referencias a la ropa que llevaban puesta. El tema derivó hacia la moda, lo que me aburría soberanamente. Bea estaba visiblemente perjudicada por el alcohol, con los ojos semiabiertos y dificultades para vocalizar correctamente. Emitía risas estridentes a destiempo, hacía comentarios inconexos delante de desconocidos y yo sentía que se estaba poniendo en ridículo ante mis amigos.
Me aparté de Bea y Lucía para charlar con Fredi, mi mejor amigo de la universidad. Era un apasionado del cine, y a mí me encantaba que me ilustrara con sus conocimientos del séptimo arte. Intentaba concentrarme en nuestra conversación, pero tenía un oído puesto en la que acababa de dejar.
—Me transmites energía positiva, Lucía, tienes un aura bonita. Además, eres amiga de Sofi, así que más puntos para ser buena persona —decía Bea, con un tono elevado.
Enseguida la interrumpió Pili, que llegó gritando para arrastrarla hasta el interior del local.
—Tía, ven a bailar conmigo, que está sonando mi canción favorita —dijo.
Bea se despidió brevemente de Lucía y la siguió. Por el camino chocaron con un grupo de chicos con los que se disculparon efusivamente, mientras Fredi y yo seguíamos su trayectoria con la mirada. Las dos estaban desfasadas, y particularmente el comportamiento de Bea comenzaba a superarme.
Para colmo, cuando ambas regresaron entre camballadas, Lucía dijo a Bea:
—Me ha dicho Sole que sabes echar las cartas del tarot. ¿Por casualidad las llevas? Estoy a punto de terminar la carrera y quiero saber qué me depara el futuro.
—¡Claro que las llevo! Siempre van conmigo.
Las dos se sentaron en el suelo y enseguida se hizo un círculo a su alrededor. Se fiaran o no del tarot, a todos los presentes les causaba curiosidad la escena. Yo no quise ponerme en primera línea, pero oía las explicaciones de Bea. Con la euforia y la desinhibición que el alcohol le estaba provocando, sus comentarios y su risa estridente divertían a los espectadores. Cuando terminó aquella escena tan surrealista, el grupo se disolvió y Bea vino hacía a mí, que estaba seria.
—Cualquiera diría que me estás evitando —dijo.
—Tampoco me das mucha opción. Cuando me ves hablando con alguien, vienes enseguida a interrumpir —contesté.
Bea se quedó seria.
—¿Te molesta que esté aquí? —preguntó.
—He salido con mis amigos esta noche y preferiría que me dejaras mi espacio, la verdad. Más aún con ese comportamiento.
Bea me dio la espalda y comenzó a caminar para alejarse de mí. Pili la vio y salió a correr tras ella. Cuando llegó a su altura y pude leer en sus labios un “¿Qué te pasa, tía?”, Bea se puso las manos en la cara. Estaba llorando. Su amiga la abrazó y, al ver que las estaba mirando, me hizo un gesto con la mano. Estuve tentada a negarme a acudir a su llamada, pero me acerqué. Pili nos dejó solas y volvió con mi grupo. Observé cómo se hacía un corrillo en torno a ella, pues mis amigos querían saber qué había pasado para que Bea terminara llorando.
Yo no sabía qué decirle para consolarla, porque, en realidad, estaba furiosa con ella. Creía que estaba montando el manido numerito del llanto, el colofón de cualquier borrachera que se precie, y estaba acaparando la atención de mis amigos y dejándome en una posición controvertida.
—Deja de llorar, anda —le dije.
—¿Te importa mucho que llore? Solo soy una amiga, ¿no? Como has dejado claro toda la noche.
—Mira, Bea, ahora no es el momento. He salido con mis amigos, mi primer sábado después de los exámenes y el último hasta que nos volvamos a ver, Dios sabe cuándo. Creo que te estás pasando y mucho.
Mis palabras incrementaron su congoja y, a la vez que aumentó la intensidad de su llanto, se elevó mi nivel de cabreo.
—Me lo estaba pasando bien con tus amigos. Si necesitabas espacio, lo entiendo, pero me lo podrías haber dicho de otra forma.
—Ya, échame la culpa a mí. Mira, ¿sabes qué? Yo voy a seguir la fiesta. Si quieres, mañana hablamos, ahora no te voy a seguir el rollo en el numerito que estás montando.
Dejé a Bea llorando y volví con mis amigos. Me crucé con Pili en la trayectoria, que iba a darme el relevo con Bea. Ni me miró.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Lucía cuando llegué a su altura.
—Nada. El alcohol —me limité a decir.
Bea y Pili estuvieron unos minutos charlando a unos metros del bar hasta que, finalmente, se alejaron caminando. Ninguna de las dos se giró para mirar, mucho menos para dedicarnos un saludo de despedida. Enseguida me atenazó la culpa.

