Sofi (4): Sofi, la chunga

Capítulo 18 de Las rosas de Abril.

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El verano en el que terminé la carrera resultó bastante productivo. Me había propuesto preparar el despegue definitivo de mi blog como portal de referencia cultural en Sevilla, así que no quise atender todas las demandas de mis amigas para hacer viajes a la playa. Me pegué alguna fiesta por la costa y muchas por Sevilla, sí, pero también tenía un objetivo: convertirme en asistente habitual de los eventos culturales, trasladar una imagen seria y comprometida y conseguir patrocinadores para un blog que denotara continuidad, ecuanimidad y profesionalidad. La agenda estaba apretada en verano, así que era buen momento.

Tenía que empezar a cuidar mi imagen pública, porque comenzaba a ser reconocida en ciertas esferas, a lo que sumaba la exposición que a mi familia y a mí nos llegaba rebotada de Lara. Sabía que tenía que mostrarme más amable y sosegada, cuando en el día a día era exaltada y, según la situación, no rehuía el conflicto. No sentí un mínimo de malestar cuando monté el numerito en aquella terraza, acompañada por mis primas y mis amigas, en el que agredí al hijo de puta que había puesto a Sole en una situación muy comprometida. Aunque no era especialmente efusiva al mostrar cariño, en las relaciones familiares compartía los valores de la mafia siciliana, especialmente por los Martín. Solía dejarme llevar por la ira cuando alguien les hacía daño y no pensar en las consecuencias que aquello podría tener para mi imagen pública.

Con la ayuda de Fredi, mi mejor amigo de la universidad, preparé una tabla de tarifas publicitarias, un email para intentar captar anunciantes y tarjetas de visita que daría allá donde fuese. Mi amigo había decidido hacer un Máster en Guion en la Universidad de Sevilla el curso siguiente, así que permanecería en la ciudad y me ayudaría en lo que pudiese. A mí me encantaba la idea.

Aquel verano fue de mucha formación: leía libros y revistas culturales académicas, pedía consejos a mis antiguos profesores de la universidad y de la prácticas, e incluso hice un curso para ganar habilidades con las que desenvolverme en público. El objetivo era soltarme y no sentir reparo para acercarme a artistas que quería entrevistar, a personalidades de la política o a mecenas del arte en los que tenía interés.

A la vez que progresaba en mi vida profesional y compartía los éxitos de mi familia, intenté coser los flecos sueltos en la amorosa. Pero, visto con distancia, tengo que ser honesta y contar lo que pasó con Bea.

Al día siguiente de nuestra discusión en La Alameda, me desperté aún enfadada y pensando que, aunque quizás no había actuado de la mejor manera, yo tenía razón. Aquella noche yo había salido con mis amigos y quería espacio. Si no era capaz de dármelo, lo mínimo exigible era un comportamiento normal, no una actitud tan afectiva ni eufórica debidamente aderezada por los efectos del alcohol.

Bea no me llamó ni envió mensajes los días siguientes, por lo que supuse que consideraba que era ella quien tenía razón. A medida que pasaban los días, mi orgullo se iba desinflando y emergía una realidad que flotaba en mi mente sin que fuera capaz de hundirla hasta el fondo: Bea me gustaba mucho y yo había sido borde con ella. Sutilmente, porque no me gustaba demasiado hablar sobre mi situación sentimental o emocional, pedí opiniones a mi entorno. Y ellos confirmaron mis sospechas.

Una de quienes lo hicieron fue Lucía, amiga de la facultad, con quien quedé un día entre semana para tomar café antes de que ella volviera a Córdoba tras terminar el curso, no sabía si de manera definitiva. Fue ella quien sacó la conversación.

—Bueno, y tu amiga Bea, ¿qué? ¿Has hablado con ella?

Lucía solía ser directa y conmigo tenía confianza, así que no me sorprendió que quisiera saber. Y, en realidad, yo agradecí que sacara la conversación porque necesitaba desahogarme.

—Pues no, la verdad. No sé nada de ella desde el sábado.

—¿Qué le pasó? Se fue llorando con su amiga, ¿no?

—Sí.

Mi amiga se quedó mirándome, esperando que desarrollara algo más la respuesta. Suspiré y proseguí.

—Empezó a llorar porque le dije que necesitaba espacio y que creía que estaba teniendo un comportamiento… Bueno, que dejaba que desear.

—Ya… Se te veía un poco cortada.

—Tsss… Es que… Tía, ¿tú la viste? Estaba hablando contigo y ella se venía que si a cogerme por la cintura, que si a echarme miraditas de enamorada… Me iba con Fredi y lo mismo, ella detrás. Y, entre medias, poniéndose en ridículo con la amiga.

—Yo te entiendo, Sofi. ¿Tú le has dicho que no quieres nada con ella, más allá de un rollo?

—Yo siempre la presento como mi amiga y le he dicho que me dé tiempo. Eso también me lo echó en cara.

—¿A ti te gusta? —preguntó Lucía.

—A mí, en parte, me gusta mucho. Me gusta estar con ella, pero luego se pone a echar el tarot y a decir sus tonterías del horóscopo y pfff… Me quito de en medio, ¿sabes?

—Ya…

Lucía dio un sorbo a su café y luego dijo:

—En cuanto a lo del sábado, yo entiendo lo que dices. Desde fuera yo no lo vi como lo ves tú, ni creo que estuviera haciendo el ridículo ni nada de eso. Pero supongo que esto es como cuando tus padres o tu pareja se ponen a bailar estrambóticamente en una boda: los demás se ríen, con ellos y no de ellos, pero tú sientes que están haciendo el ridículo.

—Sí, algo así.

—A lo mejor le tendrías que haber dicho que te dejara espacio, o habernos pedido a nosotros que nos fuéramos a otro sitio, no sé. Pero te entiendo.

—Ya, sí. A lo mejor estuve un poco borde con ella.

—Por otra parte, creo que te debería gustar tal y como es, con su astrología y su todo. Si vais a tener algo más que un rollo, la tendrás que aceptar. Y, si no, déjale claro que solo es eso, un rollo, y no le pidas tiempo ni nada por el estilo porque le estás dando esperanzas de ser algo más.

—Sí, tienes razón —dije, tras unos instantes.

Iba a echar de menos a Lucía. Me gustaba hablar con ella y creía que tenía un don especial para hacer preguntas incisivas, pero con respeto. Le auguraba futuro en el periodismo político, el área que ella prefería, aunque estábamos en crisis y lo iba a tener difícil para acceder a un puesto en el que demostrar su valía. Durante el segundo año de carrera me provocó más que admiración, aunque ella era hetero y no se lo dije. Sospecho que lo sabía, porque se distanció ligeramente durante aquel tiempo. Por entonces yo me declaraba bisexual y, cuando me convencí por fin de mi homosexualidad, hice las paces conmigo misma y con todas las personas que me habían dejado alguna espinita, incluyendo a la propia Lucía. Dejé de verme como una incomprendida y fui aprendiendo a respetar los límites de los demás.

Me despedí de mi amiga con la promesa de vernos en unos meses en Córdoba. Me quedé un rato más en la cafetería leyendo un libro sobre gestión cultural, y luego puso rumbo a República Argentina. Lo había decidido: quería ver a Bea.

Llegué al piso que compartía con Pili y una tercera chica a la que no conocía. Alguien salía del portal justo cuando yo entraba y me sujetó la puerta, así que contaba con el factor sorpresa cuando, después de subir tres pisos, llegué al apartamento. Llamé a la puerta, algo inquieta. Minutos después me abrió Pili, que supuse que había mirado antes por la mirilla. Se quedó plantada delante de mí, con la puerta encajada, y me levantó una ceja de suspicacia tras mirarme de arriba a abajo. Me juzgaba con su gesto por la manera en que había tratado a su amiga.

—¿Está Bea? —dije, con la misma frialdad que ella me estaba proporcionando.

Pili no contestó. Me miró de nuevo de arriba a abajo y volvió a levantar las cejas. Las dos, esta vez. La observé desafiante, pero enseguida escuché unos pasos detrás de ella.

—Hola —saludó Bea.

Su amiga y compañera de piso no se movió, hasta que Bea le pidió que lo hiciera.

—Déjala pasar, Pili.

La aludida se retiró sin mirarme ni decir palabra, directa a su habitación.

—¿Puedo hablar contigo? —pregunté, una vez que Bea y yo nos quedamos solas.

Abrió la puerta por completo y me hizo un gesto con la cabeza para indicarme que pasara. Me guió directamente hasta su habitación, lo cual agradecí, porque no quería toparme de nuevo con la hostilidad de Pili. Me invitó a sentarme en su silla del escritorio, y ella ocupó un hueco sobre el colchón.

—A ver, Bea… —comencé. —Mira, el otro día yo estaba con mis amigos, tú llegaste y sentí que estabas invadiendo mi espacio.

—Sofi, yo ya estaba allí cuando llegaste tú. ¿Me tendría que haber ido a la otra punta?

—No. Pero… No sé, estabas… Un poco pegajosa, puede que por el alcohol. Y… bueno, apenas os podíais mantener en pie, Pili y tú.

—Dime la verdad, Sofi. ¿De verdad crees que estaba invadiendo tu espacio o es que sentías que te estaba avergonzando?

—Tsss… No, no es eso.

—¿Que no? Desde la noche que nos conocimos criticas mis aficiones y mis gustos.

Suspiré.

—Sí, es cierto. Perdóname. Fui borde contigo y… no te lo mereces. Tú eres… bueno, muy buena. Y tierna como un bollo de pan del día.

Bea rio, y yo me relajé.

—¿Por qué no eres siempre conmigo como cuando estamos las dos solas? —preguntó.

—No lo sé, la verdad.

Yo nunca había tenido pareja formal. Quiero decir una pareja de mi mismo sexo que ya le hubiera presentado a mi familia y hubiera compartido cierta intimidad más allá de cuatro o cinco polvos. No es que me ocultara, había tenido muchos rollos y, si surgían unos lametones en plena discoteca, me los daba hubiera quien hubiera delante. Pero aún estaba verde en lo que a relaciones significativas de pareja se refería.

Reflexioné un instante sobre ello, lo que hizo que se hiciera un silencio en la habitación. Bea se quedó mirándome del mismo modo en que me miraba aquella noche de sábado, una mirada que transmitía fascinación. Un gesto que a mí me daba poder, así que decidí atacar. Me senté a su lado y, sin preguntarle, le puse una mano en el muslo y le dije:

—Tú sabes que me encantas, ¿no?

Bea me besó, y enseguida comenzamos a desnudarnos. Me detuve especialmente en los prologémonos antes de bajar a sus genitales, pues sentía que se la debía. Quería ser cariñosa con ella. Besé y acaricié su cuello, sus muslos y su abdomen, y luego me detuve largo y tendido en unos prominentes pechos que me volvían loca.

Después acaricié su clítoris sin dejar de besarla, y moví mis dedos en su vagina completando los mismos movimientos que a mí me hacían gemir. A ella también parecía gustarle, porque se revolvía del gusto sobre las sábanas.

—Sofi… —decía, susurrando.

—¿Te gusta? —pregunté.

—Me encanta —dijo ella con voz entrecortada.

—Y a mí tú —confesé.

Terminamos frotándonos una sobre la otra. Bea se corrió antes que yo, y luego le pedí que se colocara de rodillas delante de mí, entre mis piernas abiertas, y que se acariciara las tetas mientras yo la miraba y me masturbaba. Se metió por completo en su rol y me dedicó unos gestos sugerentes que aceleraron la llegada de mi orgasmo.

Salimos de su habitación unas horas más tarde para bajar a picar algo al bar de abajo. En nuestro camino hacia la puerta nos volvimos a cruzar con Pili, que estaba tumbada en el sofá viendo la tele.

—Vuelvo en un ratito, ¿vale? —dijo Bea.

—Mmmm —contestó Pili, un enigmático sonido que indicaba que le molestaba mi mera presencia allí.

El efecto de la reconciliación se desinfló enseguida, y la buena sintonía de la que disfrutamos aquellos días se tornó rápidamente en nuevas discusiones. Era lo de siempre, que no terminaba de tolerar a Bea. Me sentía forzada a matizar las cosas que decía, creyendo que sus interlocutores iban a pensar que estaba diciendo tonterías si no lo hacía. También justificaba sus aficiones, como si esperara la validación de los demás. Y la saqué de algún bar cuando consideré que llevaba un par de cervezas de más.

Bea se mostraba sumisa en el momento, pero después, en privado, se quejaba de mi actitud. Si yo subía el tono, ella lloraba.

—Siempre estás igual, no se puede hablar contigo —le decía.

Nuestra discusión más fuerte vino un jueves por la noche. Quedé con las chicas para tomar algo rápido, pero nos animamos y terminamos en una terraza en la Cartuja. Bea venía con nosotras, y estábamos allí cuando apareció su amiga Pili. Ella, otra vez. Dieron gritos de alegría y se llenaron de besos y abrazos. Yo nunca participaba en esas muestras de efusividad y, dado que Pili no me gustaba, vi aquel intercambio con recelos.

A medida que avanzaba la noche, ambas bailaban más y más animadas hasta que a mí se me metió una idea en la cabeza: a Pili le gustaba Bea, y por eso mostraba esa tirantez hacia mí y se sentía en la necesidad de proteger a su amiga. Quise apartar aquel pensamiento intrusivo, que sabía que no acabaría bien, pero lo estuve rumiando parte de la noche hasta que estalló. Bea se acercó a mí mientras pedía en la barra.

—¿Me pides una cerveza, cariño? —preguntó.

La miré con cara de pocos amigos y le dije:

—No me llames “cariño”, Bea, por favor.

No respondió. Se le quedó un gesto serio, esperó su cerveza y se marchó a seguir bailando con Pili. Pero su compañera notó enseguida que algo iba mal. Comenzaron a hablar, y yo me coloqué cerca para oírlas.

—Esa tía es imbécil, Bea, en serio. No sé cuándo te vas a dar cuenta —oí decir a Pili.

Aparecí por detrás en aquel momento, y ella se quedó lívida. Le dediqué una mirada intensa en la que intenté no pestañear, con un gesto que claramente indicaba que estaba dispuesta a partirle la cara. Ella lo interpretó bien, se sintió intimidada y reculó.

—A ver, lo que quiero decir es que…

—Ni te molestes, chavala. Está claro que lo que te pasa es que quieres con ella —dije.

Las dos me miraron confundidas.

—¿Qué dices, Sofi? —dijo Bea. —A Pili no le gustan las chicas.

—¿Ah, no? Pues parece que tú sí —contesté, seca.

—Vaya, ¿también eres celosa? —intervino Pili.

Estaba claro que me consideraba falta de cualidades, y aquella era una más. Estuve tentada a clavarle el codo en el entrecejo allí mismo, pero me contuve. Bueno, no lo hice. Lo cierto es que me coloqué a escasos centímetros de su cara y le dije:

—Mira, niñata de mierda. No me toques el coño, porque te voy a dar una hostia con la que te vas a acordar de Sofía Martín toda tu puta vida.

—¡Sofi! —exclamó Bea.

Pili se asustó y encarriló unos pasos apresurados hacia la salida. Bea me miró con gesto de reprobación.

—Te has pasado, en serio —dijo, y acto seguido hizo el amago de seguirla.

La detuve, agarrándola por el brazo.

—¿Te vas a ir con ella? —pregunté, firme.

Bea se lo pensó unos instantes y luego dijo que sí, decidida, con el tono de quien sabe que su respuesta no va a gustar, pero aún así la da. Me molestó, así que le dije:

—Vale, vete con ella, a ver si te aguanta tus gilipolleces. De mí te puedes ir olvidando.

Bea me dedicó una última mirada compungida, y luego me dio la espalda y se marchó. Me arrepentí enseguida de mis palabras, que suponían un mero intento de retenerla.

—¿Qué pasa, Sofi?

Era Sole, que había presenciado la escena.

—Nada —dije, en ese tono seco con el que mi prima sabía que no debía insistir.

Estuve un rato más en la terraza, hasta que me atenazó la culpa y me fui a casa. Desde allí le escribí a Bea, pero mi aproximación fue, como casi siempre, desacertada.

—Hola, Bea. Lo siento. Me ha molestado que te fueras con ella, cuando claramente quiere algo contigo —escribí.

Para mi sorpresa, ella se puso en línea y comenzó a escribir.

—Pili tiene novio desde hace años. Ese no es el problema, Sofi. El problema es que yo no te gusto, o no del todo, aunque digas que sí. He estado pensando y creo que es mejor que no nos volvamos a ver. Lo siento.

Su mensaje me enfadó y tiré el móvil. “Pues que le den”, pensé. Pero, en realidad, fui pronto consciente de lo mucho que la había fastidiado. En los días siguientes envié un par de “Hola” a Bea, pero ella no contestó. Lo dejé estar antes de que me bloqueara, y tanto Sole como Patri y Sara, que también estuvieron aquella noche en la terraza, me sugirieron que no insistiera.

También le conté toda la historia a Javi, mi hermano. Un domingo por la tarde estábamos almorzando en casa de papá y mamá. Él había venido en coche desde Nervión, y le pedí que me dejara en el piso de Sole cuando anunció su marcha.

—Bueno, ¿y qué te cuentas, hermana? —me preguntó en cuanto nos quedamos solos.

Mi hermano y yo éramos mellizos y, pese al sinfín de patadas y puñetazos en nuestras peleas de niños y adolescentes, nos llevábamos bien y compartíamos confidencias de vez en cuando. Sole y él eran los únicos que me hablaban sin filtros. Le conté toda la historia con Bea, y me dispuse a escuchar lo que me tuviera que decir apretando los dientes.

—Joder, hermana —me dijo cuando concluí.

—¿Crees que me paso mucho? —pregunté.

—Mira, a lo mejor tienes traumas de cuando estuviste en el armario o yo qué sé. Pero esa chiquilla no tenía la culpa, seguro que ella también lo ha pasado mal. Se ve que tiene una personalidad diferente, y además es bisexual. Y tú, a veces, eres muy gilipollas.

—Ya, me siento mal —confesé.

—Ella tiene razón: no te gusta. Te gustará una parte de ella, no sé si follar o qué, pero el resto no. Y ella es como es y no la vas a cambiar. Tienes que aceptarla y punto.

—Bueno, yo también soy como soy, ¿no? No pasa nada si ella es más emocional y yo más racional.

—No, no pasa nada. Pero eso que me estás diciendo tú no lo interiorizaste mientras estuviste con ella. El problema no lo tenía ella, ni la relación. Lo tenías tú.

—Ya, ¿y qué hago ahora? Siento culpa, creo que tuve un comportamiento tóxico con ella.

—Díselo y pídele perdón. Reconoce que te pasaste, pero no intentes volver con ella porque no va a funcionar. Déjala ir, hermana. Encontrará a alguien que la acepte y la quiera tal y como es.

Javi tenía razón. Escribí a Bea aquella misma noche:

“Hola, Bea. He estado pensando en mi comportamiento contigo y quería pedirte perdón. No tenía derecho a coartarte como lo he hecho, ni a hacer de menos tus gustos y aficiones, que son parte de tu personalidad. Me he comportado como una imbécil cuando, de todas las personas que conozco, tú eres probablemente quien menos lo merecía. Eres genial y yo soy estúpida por no haberlo valorado. Te deseo lo mejor, de verdad. Un abrazo”.

Bea me contestó a las horas, aunque escueta: “Gracias, Sofi. Un abrazo”.

Semanas después la volví a ver en el bar donde la conocí, en Tantra. Estaba de espaldas, y al otro lado de la mesa había otra chica. Estuve un rato pensándolo, hasta que me acerqué.

—Hola. Mi amiga Sara, que está sentada en aquella mesa, dice que tú echas las cartas del tarot, ¿es verdad? —dije.

—Sí —respondió ella, siguiéndome el juego tras poner un primer gesto de sorpresa.

—¿Podría preguntar algo a las cartas?

Ella no respondió. Me señaló una silla para que me sentara y obedecí.

—Tú tranquila, que has venido a dar con la mejor tarotista de Sevilla —dijo la otra chica. Luego pasó una mano por su hombro y le besó la sien mientras ella sonreía.

“Debe de ser su novia”, pensé, lo que confirmé más tarde, viendo cómo se proporcionaban besos y caricias.

—¿Qué quieres saber? —preguntó Bea.

—Pues verás, es que tengo una vieja amiga a la que quise bastante, pero... no demasiado bien. No la traté como merecía, y... querría saber si ella me ha perdonado.

Bea sonrió y colocó unas cartas sobre la mesa. Se quedó observándolas unos instantes, y luego dijo.

—Por lo que me aparece a la izquierda, entiendo que debió ser una relación complicada. Pero mira, esta del centro eres tú y, por las cartas que te rodean, entiendo que estás arrepentida y que quieres cambiar, lo que indica que no eres mala persona. Creo que ella te ha perdonado y te desea lo mejor, aunque hayáis perdido el contacto.

Una nueva sonrisa de Bea dio por concluida la lectura, escueta pero suficiente. Su acompañante me sonrió también.

—Muchas gracias. ¿Qué te debo? —pregunté, por cortesía.

—Nada, mujer. Espero que te haya servido —dijo Bea.

—Mucho —respondí yo, para levantarme acto seguido y dejar la mesa.

Fui directamente al baño tras el breve encuentro con Bea. Jamás me permitía que me vieran llorar.